Vigilia en el estado mexicano de Veracruz por los cinco jóvenes desaparecidos

Familiares de otros ausentes en la entidad acompañan a los de los muchachos y exigen resultados a las autoridades

Pablo Ferri
Tierra Blanca (Veracruz), El País
En un galpón de la oficina de la fiscalía en Tierra Blanca, junto a la dependencia principal, una docena de hombres y mujeres reza y come cada día y barre el piso de ceniza. Si acaso duermen, poco más. Los familiares de los cinco muchachos desaparecidos en enero en el estado de Veracruz, sobre el Golfo de México, comparten el espacio de una cancha de baloncesto mientras esperan noticias de los suyos.


El pasado 11 de enero, cuatro jóvenes y una adolescente desaparecieron en el pueblo de Tierra Blanca, a tres horas de Xalapa, la capital del estado y a hora y media de Playa Vicente, su lugar de origen. Desaparecieron después de que una patrulla de la policía estatal los interceptara cuando pasaban por el pueblo. Habían ido al Puerto de Veracruz a pasar el fin de semana. El lunes, cuando volvían, los policías los pararon y se los llevaron. No se ha vuelto a saber nada de ellos.

Doña Gloria De la O, mamá de José Vicente, uno de los muchachos desaparecidos, muestra el galpón con el rigor de una agente inmobiliaria. “Ahí”, dice, “está la cocina, allá la máquina de café, acá las maletas con la ropa y allá las colchonetas para dormir”. Hay, parece, nueve montones de colchonetas. Del lado más alejado de la puerta del galpón, junto al “cuarto de indicios” de la fiscalía, yacen, por este orden, la colchoneta doble de Carlos, hermano de Bernardo, otro de los desaparecidos; la de Pati, la tía de Bernardo; la de “alguien que se quiera quedar”; la de Ana Karen, la novia de Bernardo, que ha dibujado una flor en la suya y ruegos a Cristo; la de Tali, la tía de Susana Tapia, adolescente de 16 años desaparecida; la de doña Gloria; la de doña Carmen, la madre de Susana; la de doña Dionisia, la madre de Mario Arturo, también desaparecido y la del reportero Miguel León, oriundo de Orizaba, que acompaña a los familiares desde hace 18 días. Los papás de Bernardo duermen aparte, en “la suite”, bromea doña Columba, su mamá, al referirse a dos colchonetas tan anchas como hamburguesas baratas. Faltan los papás de José Alfredo, que han preferido esperar en Playa Vicente.

Bernardo Benítez bebe café y fuma. Con la charla, se escurren detalles de su vida. Hace siete años secuestraron también a su papá.

“Ya ve usted”, dice Gloria, “aquí uno se levanta y reza. Luego se baña, prepara el desayuno. Comer y rezar es lo que más hacemos. Yo a veces barro la ceniza que cae en el patio del galpón. Es de los ingenios de caña. La queman y la ceniza llega hasta aquí”.

La tarde del jueves era gris, ni llovía ni aclaraba. A eso de las 16.30, 41 personas marcharon desde el galpón hasta la parroquia del Carmen, en el centro de Tierra Blanca. Una camioneta de la Fuerza Civil, el cuerpo de élite de la policía estatal de Veracruz, abría la marcha. Otra la cerraba. Cuando llegaron a la iglesia, el obispo de Veracruz, Luis Felipe Gallardo, les recibió y les invitó a pasar. El obispo iba a oficiar una misa por los desaparecidos.

En estos 25 días de ausencia, el caso primero avanzó deprisa y luego parece que se estancó. A mediados de enero, las autoridades de Veracruz, con apoyo del Gobierno federal, aprehendieron a siete elementos de la policía estatal por el secuestro de los jóvenes. Entre ellos figura el delegado de la estatal en la zona, Marcos Conde. Luego detuvieron a Francisco Navarrete, supuesto operador del cartel Jalisco Nueva Generación en Playa Vicente. Las autoridades encerraron además al hijo de Navarrete y a otro supuesto sicario al servicio de este grupo delictivo. Las detenciones de estos presuntos delincuentes tendrían que ver con la desaparición de los muchachos.

El 26 de enero, el fiscal de Veracruz, Luis Ángel Bravo, declaró que habían dado con información que les permitiría “tener algún resultado sobre encontrar a los jóvenes”. El fiscal se dio entonces dos horas de margen, pero de momento no ha dicho de qué se trata. El pasado miércoles, el fiscal, acompañado de Roberto Campa, alto cargo de la secretaría de Gobernación, se reunió con los familiares. En una semana, dicen, darán resultados.

Enfrascado en la búsqueda, el Gobierno de Veracruz ha dado entretanto con decenas de cadáveres en fosas repartidas a lo largo y ancho del estado. En apenas tres semanas han aparecido una treintena de cuerpos. El caso recuerda al de los 43 estudiantes desaparecidos en Iguala, en el estado de Guerrero, en septiembre de 2014. Entonces fueron policías municipales quienes se los llevaron. Su búsqueda, de momento infructuosa, provocó además el descubrimiento de fosas clandestinas con decenas de cuerpos en los alrededores de Iguala.

La movilización de los padres de Playa Vicente ha generado además que familiares de otros desaparecidos en la entidad se suban al carro y exijan a las autoridades que busquen a los suyos. La fiscalía de Veracruz busca, en total, a 950 desaparecidos. En México hay más de 26.000.

El jueves, después de la misa, el obispo se reunió con los familiares de los cinco. “Estamos”, dijo, “en un callejón sin salida. He escuchado lo que han dicho los que supuestamente los secuestraron –los policías– y no dicen a quién se los entregaron, no dicen dónde. No dicen porque sus familias están amenazadas. Es todo un candado”.

Los familiares de los cinco, los de los otros desaparecidos, volvieron más tarde al galpón, a las colchonetas, al café de la máquina, a la espera. No es un caso extraordinario en México. Es extraordinaria, en todo caso, la reacción de los familiares, su movilización, la capacidad de atracción mediática. Su angustia no es extraordinaria.

La noche del jueves, Gloria de la O reza y espera, juega baraja. Dionisia Sánchez se sienta frente al altar que han instalado junto a la puerta del galpón. Las veladoras lucen prendidas. A cada rato aparecen retratos de más desaparecidos pegados en la pared, junto al altar. Bernardo Benítez bebe café y fuma. Con la charla, se escurren detalles de su vida. Hace siete años secuestraron también a su papá. “Aquello sí fue un secuestro”, dice, “pidieron dinero. Y les pagamos, yo lo negocié, pero…”

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