El delirio del gol cien

Se sobrepuso en seis minutos al tanto logrado por Keko en el 46'. Giménez y Saúl marcaron en dos acciones de estrategia y Torres sentenció en el descuento. El equipo de Simeone duerme colíder.


Madrid, As
La imagen del partido es la última. Un futbolista corre al fondo norte y busca, detrás de la portería, a un hombre de pelo cano, gafas y anorak gris y le entrega su camiseta. Esa con la que acababa de marcar el gol cien con el equipo de su vida. Ese gol que llevaba tanto, una vuelta entera, resistiéndose. El hombre mayor se llama Manolo Briñas. El futbolista, Fernando. El primero descubrió al segundo. El Calderón acababa de vivir una foto histórica. De fondo, 52.000 gargantas cantaban un “Torres, Torres, Torres” cuyo eco aún podría escucharse en el barrio de Arganzuela.


Fue su gol la frase final de una tarde inolvidable. Y eso que comenzar, no comenzó demasiado bien para el Atlético, con su defensa de circunstancias (Gámez, Giménez, Saúl y Lucas) por las lesiones y las sanciones cuyo miedo a cometer un error marcó los primeros 45 minutos. El pelotazo era la solución ante todo y eso convirtió la primera parte del Atlético-Eibar en un tostón. Observar pasar las nubes resultaba mucho más entretenido que mirar al césped. Porque, sobre la hierba, fútbol no había. Sólo pelotazos, balones divididos y dos equipos que repelían el balón, como si éste fuera una bomba a punto de estallar que hay que quitarse de encima como sea. No lo quería el Eibar pero tampoco el Atlético. ¿Resultado? Ningún tiro a puerta, dos chispazos de Correa, otra de Enrich, carreras en vano de Carrasco, un frío del carajo, cero fútbol que llevarse a la boca y un runrún: Jackson se había ido dejando a todo el mundo con la sensación de que nunca había terminado de llegar del todo, pero no se había llevado con él la maldición del 9. En el minuto 33, la grada, aburrida, harta, aterida, ya silbaba.

La cosa se puso peor tras el descanso. Mucho peor. Sacaba Gámez de banda un balón fácil que acabó en los pies de Saúl que se hizo un lío… ante Enrich. Si perder un balón en el centro del campo (su sino) es normalmente nivel naranja en la escala de peligro, hacerlo ahí, cuando eres el central que cierra, es rojo intenso, gol del rival seguro. Así fue. El delantero del Eibar la rebañó y se la sirvió a Keko para que marcara con el interior del pie derecho desde la frontal. El chaval, que aún es el debutante más joven en la historia del Atleti (16 años y 307 días), sólo se quita el sentimiento rojiblanco 180’ minutos al año, cuando le toca jugar contra él.

El gol despertó al Atlético, que empezó a triangular como no lo había hecho en los 47 minutos restantes. Carrasco buscaba a Griezmann y a Correa y el Atlético recuperaba sus señas de identidad, el pundonor, la lucha y el balón parado. Era el minuto 53 cuando, por primera vez, el sol salía en el Calderón. Fue una señal. Tres después Giménez igualaba. Ante la ausencia de Godín estaba llamado a ser el jefazo de la defensa e igualó a Godín en todo: botó Koke un córner y llegó el central, como un obús, para mandar el cabeza el balón a la red. 1-1. El Atlético acababa de entrar en el partido. Y de ahí al final no dejó de mejorar.

Y lo hizo porque Simeone inmediatamente después sacó a Correa y Thomas para meter a Vietto y Óliver. Si le faltaba fútbol, nadie mejor que el último para ponerlo. Óliver hizo suyo el partido, con sus giros inesperados, con esa capacidad única que tiene para templar el tiempo y ver pasillos donde los demás sólo encuentran piernas. No llevaba ni tres minutos en el campo cuando Saúl hacía el 2-1. También a balón parado, también asistencia de Koke, también de cabeza. Del pozo al cielo en 16 minutos. Hasta el 75’, la grada no cantó otro nombre que no fuera el suyo.

Pero el delirio se desató en el 75’. Se iba Carrasco, entraba Torres y el Calderón se puso en pie para despedir a uno, para recibir al otro. De aquí al final la grada sólo coreó un nombre. O, mejor dicho, un apellido: "Torreees, Torreees, Torreees...". El partido dejó de ser un partido para convertirse en El Día del gol cien. Porque lo era. Lo decía el ambiente. Estaba en el aire. Hoy sí, hoy era. Estaba entretejido en la zancada de El Niño. El su ímpetu al salir al campo. Tres veces lo acarició antes de meterlo. La primera, dos minutos después del 75', tras un pase en profundidad exquisito de Óliver: se fue en velocidad de Lillo para quedarse solo ante Riesgo, pero llegó demasiado forzado, disparó y el balón se fue desviado a la izquierda. La segunda fue poco después, con Óliver otra vez asistente: puso el balón atrás, al corazón del área, y Torres remató con la izquierda, pero rechazó un defensa. La tercera fue en el 84’, un trallazo con la izquierda desde fuera del área que se fue alto.

La cuarta fue la última. Y la definitiva. El reloj ya marcaba el 90’. Vietto ganó la línea de fondo, pase en profundidad al corazón del área y allí estaba Torres que remató con todo, con la pierna, la cabeza y el corazón, tirándose al suelo y viendo como el balón entraba, cómo rebasaba a Riesgo, al fin. Su golpe en el pecho silenció durante unos instantes 52.000 gargantas. Piel de gallina. Su carrera alrededor de la portería. Su abrazo con todos. Y los brazos al alto de Simeone en el banquillo, que le entregó una camiseta a Giménez para que Torres se la mostrara a la grada desde el centro del campo. Detrás ponía 100. Su regalo 99 al Calderón con esa camiseta. Él que decía que con uno sólo se conformaba. Su gol fue el 3-1. El broche a la remontada. El Atlético volvía a ganar cuatro partidos después. Media hora más tarde, su nombre no se había apagado en los alrededores del estadio. “Fernando Torres, lalalalala, Fernando Torres...”, coreaba todavía la afición, camino a casa, feliz tras vivir la remontada de su equipo, este gol para la historia.

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