TRIBUNA / La soledad de Angela Merkel
La canciller abrió el verano pasado las fronteras de Alemania a los refugiados y ahora su política de asilo, agravada por el efecto llamada, le pasa factura tanto en su país como entre sus propios correligionarios
Fernando Aramburu
No hace siquiera un año que Angela Merkel ocupaba semana tras semana el puesto de figura política más apreciada en las encuestas de su país. Llegó a ser propuesta para el Premio Nobel de la Paz. ¿Anunciar públicamente que volvería a presentar su candidatura a la cancillería en las elecciones de 2017? ¿Para qué si no hay nadie en su partido (ni Wolfgang Schäuble, metido en años, ni la ministra de Defensa, Ursula von der Leyen, su presunta sucesora) que le pueda disputar el cargo con garantías de triunfo? Esta situación favorable a los intereses de la canciller ha sufrido un grave deterioro como consecuencia de la llamada crisis de los refugiados. Angela Merkel es ahora mismo una figura crecientemente cuestionada en Alemania, empezando por sus correligionarios.
No se discuten sus buenas intenciones cuando el verano pasado decidió abrir las fronteras del país a los huidos de los países en guerra, particularmente a los de origen sirio. Se hablaba por entonces de 200.000 personas, muchas de ellas menores de edad; pronto de 400.000. Al final del año pasaban del millón y ni siquiera se conoce la identidad de una parte considerable de dichas personas. No hay un sistema fiable de registro, los trámites para la concesión de asilo se llevan a cabo con lentitud, los centros de acogida son precarios. Menudean en las grandes ciudades las bandas de jóvenes sin papeles dedicados al robo en gran escala. Los primeros en alzar la voz contra tal estado de cosas fueron rápidamente tachados de xenófobos. Hoy habría que vivir lejos para negar las evidencias.
Angela Merkel consideró que la afluencia masiva de refugiados plantearía un problema de naturaleza exclusivamente burocrática. La financiación, dijo, estaba asegurada. Pronunció su célebre frase: “Lo vamos a conseguir”. Miles de ciudadanos alemanes, imbuidos de un noble espíritu solidario, acudieron a recibir con ropa, bebida, alimentos, incluso dinero, a los refugiados. Hubo gente que ofreció su casa, docentes dispuestos a enseñar gratis, antiguos inmigrantes que se prestaron a mediar como intérpretes. Después sucedió lo de Colonia. No tardó en hacerse público que, antes de las agresiones sexuales y los robos a mujeres en Nochevieja, había habido en el país multitud de escenarios similares. La extrema derecha, actualmente en auge, encontró el campo abonado.
A mediados de julio de 2015, Angela Merkel explicó a una niña libanesa, delante de las cámaras, que no era posible dar cobijo en Alemania a los millones de desplazados que se arraciman en el norte de África y en Oriente Próximo. La niña, como se recordará, lloró. Al instante, las redes sociales de todo el planeta lapidaron a insultos a la canciller, bastante aborrecida ya por muchos a causa del rescate a Grecia.
Algún elemento novedoso debió de colarse mientras tanto en las convicciones de Angela Merkel. El caso es que un mes más tarde, a finales de agosto, proclamó lo contrario de lo que había defendido ante la niña libanesa. De manos a boca, sostuvo que Alemania estaba en condiciones de recibir con los brazos abiertos a los desplazados de la guerra. El efecto llamada desató un éxodo multitudinario, no acordado ni coordinado por el Gobierno alemán con el de los países de paso. A la marcha se agregaron numerosos ciudadanos del Magreb y, ya en Europa, albanos y kosovares; en fin, gente en modo alguno oriunda de zonas en guerra, muchos de ellos provistos de un pasaporte sirio comprado por el camino a los traficantes.
Una solución razonable al problema habría consistido en distribuir la muchedumbre migratoria entre los distintos países de la Unión Europea. La propuesta alemana de establecer cuotas de acogida fue contestada con alambradas, cierre de fronteras, expulsiones e intervención de las fuerzas antidisturbios contra personas en situación de desamparo y sin posibilidad ninguna de retorno. Hungría, Eslovaquia, Polonia se encastillaron. Austria, que introducía a los refugiados en autobuses para descargarlos cuanto antes en la frontera con Alemania, también ha cerrado la puerta. Dinamarca acaba de aprobar una ley que autoriza la confiscación de bienes a los refugiados. Grecia recibe dinero para financiar un sistema de registro de cuantos llegan en frágiles embarcaciones a sus costas, tarea cumplida de manera a todas luces insatisfactoria. Turquía cobra su parte por detener la afluencia de huidos, pero el hecho es que cada día llegan (y eso en invierno) obra de 3.000 a las islas griegas, a veces con las consecuencias trágicas que muestran los telediarios con imágenes escalofriantes.
Dentro de Alemania, la mayor oposición a la política de puertas abiertas propugnada por Angela Merkel ha venido de la mano del partido filial, el CSU de Baviera, presidido por Horst Seehofer, hombre de talante inequívocamente conservador. Los desencuentros entre ambos han sido continuos en los últimos meses, lo que ha dado pábulo a rumores sobre un posible final abrupto del Gobierno de coalición. El CSU reclama un tope de refugiados que Angela Merkel primeramente rechazó y ahora parece aceptar, aunque sin atarse a un compromiso sobre un número concreto, mientras los días pasan y la riada de refugiados continúa.
Tampoco le faltan a la canciller voces discrepantes dentro de su partido. El propio ministro de Finanzas, Wolfgang Schäuble, se permitió semanas atrás una humorada al afirmar que la política en materia de inmigración de Angela Merkel había provocado un alud. Otros diputados del CDU han exigido en sus discursos parlamentarios un mayor control de las fronteras, lo que daría al traste con el Acuerdo de Schengen. Y no son pocos los profetas que auguran en elecciones venideras un corrimiento masivo del voto democristiano hacia la Alternativa para Alemania (AfD) y otras opciones políticas populistas y xenófobas.
La razón, claro está, se cifra en el miedo y la sensación de inseguridad que han cundido en la población, reavivados a diario con noticias de asaltos y agresiones, de peleas y destrozos en los refugios. A todo ello se suman los ataques de grupos ultraderechistas contra las instalaciones para refugiados y sus inquilinos. Se le piden soluciones a Angela Merkel. Ella se enroca en la defensa de los valores cristianos y democráticos. Lo cierto es que la canciller da la impresión de estar sola dentro y fuera de Alemania con su política de asilo, a la que se sigue aferrando con una firmeza rayana en la obstinación.
Fernando Aramburu
No hace siquiera un año que Angela Merkel ocupaba semana tras semana el puesto de figura política más apreciada en las encuestas de su país. Llegó a ser propuesta para el Premio Nobel de la Paz. ¿Anunciar públicamente que volvería a presentar su candidatura a la cancillería en las elecciones de 2017? ¿Para qué si no hay nadie en su partido (ni Wolfgang Schäuble, metido en años, ni la ministra de Defensa, Ursula von der Leyen, su presunta sucesora) que le pueda disputar el cargo con garantías de triunfo? Esta situación favorable a los intereses de la canciller ha sufrido un grave deterioro como consecuencia de la llamada crisis de los refugiados. Angela Merkel es ahora mismo una figura crecientemente cuestionada en Alemania, empezando por sus correligionarios.
No se discuten sus buenas intenciones cuando el verano pasado decidió abrir las fronteras del país a los huidos de los países en guerra, particularmente a los de origen sirio. Se hablaba por entonces de 200.000 personas, muchas de ellas menores de edad; pronto de 400.000. Al final del año pasaban del millón y ni siquiera se conoce la identidad de una parte considerable de dichas personas. No hay un sistema fiable de registro, los trámites para la concesión de asilo se llevan a cabo con lentitud, los centros de acogida son precarios. Menudean en las grandes ciudades las bandas de jóvenes sin papeles dedicados al robo en gran escala. Los primeros en alzar la voz contra tal estado de cosas fueron rápidamente tachados de xenófobos. Hoy habría que vivir lejos para negar las evidencias.
Angela Merkel consideró que la afluencia masiva de refugiados plantearía un problema de naturaleza exclusivamente burocrática. La financiación, dijo, estaba asegurada. Pronunció su célebre frase: “Lo vamos a conseguir”. Miles de ciudadanos alemanes, imbuidos de un noble espíritu solidario, acudieron a recibir con ropa, bebida, alimentos, incluso dinero, a los refugiados. Hubo gente que ofreció su casa, docentes dispuestos a enseñar gratis, antiguos inmigrantes que se prestaron a mediar como intérpretes. Después sucedió lo de Colonia. No tardó en hacerse público que, antes de las agresiones sexuales y los robos a mujeres en Nochevieja, había habido en el país multitud de escenarios similares. La extrema derecha, actualmente en auge, encontró el campo abonado.
A mediados de julio de 2015, Angela Merkel explicó a una niña libanesa, delante de las cámaras, que no era posible dar cobijo en Alemania a los millones de desplazados que se arraciman en el norte de África y en Oriente Próximo. La niña, como se recordará, lloró. Al instante, las redes sociales de todo el planeta lapidaron a insultos a la canciller, bastante aborrecida ya por muchos a causa del rescate a Grecia.
Algún elemento novedoso debió de colarse mientras tanto en las convicciones de Angela Merkel. El caso es que un mes más tarde, a finales de agosto, proclamó lo contrario de lo que había defendido ante la niña libanesa. De manos a boca, sostuvo que Alemania estaba en condiciones de recibir con los brazos abiertos a los desplazados de la guerra. El efecto llamada desató un éxodo multitudinario, no acordado ni coordinado por el Gobierno alemán con el de los países de paso. A la marcha se agregaron numerosos ciudadanos del Magreb y, ya en Europa, albanos y kosovares; en fin, gente en modo alguno oriunda de zonas en guerra, muchos de ellos provistos de un pasaporte sirio comprado por el camino a los traficantes.
Una solución razonable al problema habría consistido en distribuir la muchedumbre migratoria entre los distintos países de la Unión Europea. La propuesta alemana de establecer cuotas de acogida fue contestada con alambradas, cierre de fronteras, expulsiones e intervención de las fuerzas antidisturbios contra personas en situación de desamparo y sin posibilidad ninguna de retorno. Hungría, Eslovaquia, Polonia se encastillaron. Austria, que introducía a los refugiados en autobuses para descargarlos cuanto antes en la frontera con Alemania, también ha cerrado la puerta. Dinamarca acaba de aprobar una ley que autoriza la confiscación de bienes a los refugiados. Grecia recibe dinero para financiar un sistema de registro de cuantos llegan en frágiles embarcaciones a sus costas, tarea cumplida de manera a todas luces insatisfactoria. Turquía cobra su parte por detener la afluencia de huidos, pero el hecho es que cada día llegan (y eso en invierno) obra de 3.000 a las islas griegas, a veces con las consecuencias trágicas que muestran los telediarios con imágenes escalofriantes.
Dentro de Alemania, la mayor oposición a la política de puertas abiertas propugnada por Angela Merkel ha venido de la mano del partido filial, el CSU de Baviera, presidido por Horst Seehofer, hombre de talante inequívocamente conservador. Los desencuentros entre ambos han sido continuos en los últimos meses, lo que ha dado pábulo a rumores sobre un posible final abrupto del Gobierno de coalición. El CSU reclama un tope de refugiados que Angela Merkel primeramente rechazó y ahora parece aceptar, aunque sin atarse a un compromiso sobre un número concreto, mientras los días pasan y la riada de refugiados continúa.
Tampoco le faltan a la canciller voces discrepantes dentro de su partido. El propio ministro de Finanzas, Wolfgang Schäuble, se permitió semanas atrás una humorada al afirmar que la política en materia de inmigración de Angela Merkel había provocado un alud. Otros diputados del CDU han exigido en sus discursos parlamentarios un mayor control de las fronteras, lo que daría al traste con el Acuerdo de Schengen. Y no son pocos los profetas que auguran en elecciones venideras un corrimiento masivo del voto democristiano hacia la Alternativa para Alemania (AfD) y otras opciones políticas populistas y xenófobas.
La razón, claro está, se cifra en el miedo y la sensación de inseguridad que han cundido en la población, reavivados a diario con noticias de asaltos y agresiones, de peleas y destrozos en los refugios. A todo ello se suman los ataques de grupos ultraderechistas contra las instalaciones para refugiados y sus inquilinos. Se le piden soluciones a Angela Merkel. Ella se enroca en la defensa de los valores cristianos y democráticos. Lo cierto es que la canciller da la impresión de estar sola dentro y fuera de Alemania con su política de asilo, a la que se sigue aferrando con una firmeza rayana en la obstinación.