No se olvide de los muertos, señor Penn

Jan Martínez Ahrens,
periodista
Es el duro que puede ser tierno. El feo que resulta atractivo. El histrión que suelta verdades como puños. Es Sean Justin Penn. Dos Oscar, un Globo de Oro y 55 años. Una estrella que en brazos de las diosas rubias de Hollywood juega a ser un disidente y al que la vida le parece un cuadrilátero. El mismo tipo que el sábado pasado dio un puñetazo al mundo, y posiblemente a sí mismo, al publicar el relato de su encuentro clandestino con el líder del cártel de Sinaloa, Joaquín Guzmán Loera, El Chapo.


Una cita con la que sueñan, lo confiesen o no, casi todos los periodistas. Un encuentro al filo de la navaja, donde toda cautela es poca, pero que en manos del turbulento Sean Penn se transformó en cualquier cosa menos periodismo. Sus siete horas con El Chapo devinieron en 10.000 palabras de obsesiva primera persona. Con relato de sus flatulencias e idealización de un narcotraficante en cuyo debe figura haber hundido México en el abismo del terror. "Describir la reunión como una entrevista es un insulto a los periodistas que han muerto en nombre de la verdad”. Así lo sentenció el mismo día de la publicación el veterano reportero Alfredo Corchado, media vida en la frontera y amenazado por los cárteles.

Nadie en México ha aplaudido el trabajo de Penn. No hay duda de que el relato, en esencia un egotrip, ofrece un enorme interés. Ciertos detalles alumbran sobre las interioridades del narcotráfico. El video nos permite ver y oír por primera vez a ese criminal de camisa de seda y voz nasal al que algunos quisieron elevar a leyenda. Atacarle por su reunión es un error. El actor es libre de hacer lo que le plazca con su material. Su opinión es soberana. Pero su afirmación de que acude como periodista sobrepasa el límite. Aparte del compadreo de la cena, ni hay entrevista presencial ni repreguntas. Solo un cuestionario dócil leído entre cantos de gallo por un lacayo. Es decir, sin control periodístico y, en todo caso, sometido a las exigencias del narco, como demuestra que el texto final le fuese enviado a El Chapo para su aprobación final. Una pleitesía que le brindó la revista Rolling Stone y que, como era de esperar, el delincuente respondió con la amabilidad de no cambiar ni una coma.

Hacer periodismo en México puede ser cuestión de vida o muerte. Hay muchos reporteros que lo saben. Que cada día, en Sinaloa, Durango, Tamaulipas o Guerrero, salen a la calle a buscar historias en condiciones extremas. No son famosos ni están bien pagados; ni siquiera gozan del respeto de las autoridades a las que incomodan. Reciben amenazas e insultos. A veces los apalean y, en ocasiones, los matan. Un tiro a la puerta de la redacción. Un secuestro en su propia casa.

Sean Penn no es ningún héroe. Viajó al corazón de las tinieblas escoltado por sicarios. Tuvo cena y halagos de El Chapo. Vivió una noche para el recuerdo y construyó un relato para su mayor gloria personal. Los otros, los periodistas desconocidos que luchan y mueren por hacer su trabajo, jamás tuvieron esa suerte.

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