La crisis de los refugiados enfrenta de nuevo a Grecia con Europa
Las críticas por la gestión migratoria se suman a un periodo de huelgas y protestas en el país
María Antonia Sánchez-Vallejo
Lesbos, El País
Desde que estallara en agosto, la crisis de los refugiados ha sido una prioridad para Atenas, no en balde entraron por el país el 85% de los llegados en 2015 a la Unión Europea (más de un millón). Pero el Gobierno de Alexis Tsipras tiene otros fuegos importantes que apagar: la difícil aplicación del tercer rescate; movilizaciones contra las reformas exigidas por Bruselas, como un recorte equivalente al 1% del PIB (un tijeretazo de 1.800 millones) en el sistema de pensiones; protestas de agricultores -a los que el Ejecutivo pretende subir sus cotizaciones a la seguridad social- y profesionales liberales. La posibilidad de una expulsión temporal del país de la zona Schengen, una amenaza esgrimida esta semana por la Comisión Europea, es la gota que colma el vaso.
La estampa que el viernes por la mañana ofrecía el puerto de Mytilene (Lesbos) era una metáfora de la tormenta perfecta que se cierne sobre Grecia cuando muchos creían que la firma del tercer rescate, y la aquiescencia del Gobierno de Alexis Tsipras, habían puesto fin a las turbulencias. Sincronizadamente, como en una escenografía perversa, se daban cita en sus instalaciones una delegación de Frontex de visita; autobuses de refugiados recién llegados a la isla, rumbo a los campamentos; el ferri que una vez registrados los traslada a Atenas, amarrado por la segunda huelga del sector en dos semanas, y, en el exterior, una tractorada de agricultores en protesta por la reforma de la seguridad social. Por si no bastara con las consecuencias de casi siete años de crisis, y el precipicio del Grexit del pasado verano, la dramática crisis migratoria coloca a Grecia de nuevo entre la espada y la pared. La pared de Bruselas. En medio están también decenas de miles de refugiados.
La Comisión Europea acusó esta semana a las autoridades griegas de no controlar eficazmente sus fronteras –en especial la frontera líquida del Egeo, a la que resulta materialmente imposible poner vallas- y de negligencia en el registro de los refugiados, con la amenaza de una expulsión temporal de la zona Schengen si no corrigen esas deficiencias. Con un flujo incesante también en invierno (sólo en enero entraron seis veces más que la suma de llegadas en ese periodo en 2014 y 2015), Grecia podría quedar aislada –más aún- de sus socios pese a su notoria incapacidad material de responder en solitario; prueba de ello fue la petición de ayuda a Bruselas, mediante el despliegue de patrulleras de Frontex en el Egeo o el envío de refuerzos administrativos. Grecia cedía así a la presunta pérdida de soberanía que implica un control parcial foráneo de sus fronteras, pero ahora se revuelve como gato panza arriba contra este nuevo intento de disciplinarla.
El país lleva gastados 350,6 millones de euros en la gestión del ingente flujo migratorio (el 0,18% del PIB); sólo el ayuntamiento de Mytilene, la capital de Lesbos –isla a la que llegaron el año pasado 550.000 migrantes de los 851.319 que entraron en el país-, ha dedicado hasta ahora tres millones (de un presupuesto anual de 10) a la emergencia. Paralelamente, sólo un centenar de refugiados han sido reubicados en otros países de la Unión. “Los europeos, los Estados miembros y la Comisión Europea deben entender que la crisis de los refugiados no es un problema griego, sino europeo”, dice por correo electrónico Dimitris Papadimoulis, eurodiputado de Syriza y vicepresidente de la Eurocámara. “El Gobierno griego está haciendo todo lo que puede, en condiciones económicas tan estrechas, para afrontar este flujo masivo mientras el pueblo griego en las islas maneja de forma ejemplar la situación. Grecia necesita una solidaridad sustancial, y esto puede darse con un reparto eficaz [de los refugiados] entre los Estados miembros. En tiempos de auge de la retórica xenófoba y racista en la UE, es hora de actuar colectiva y decididamente”.
“A la vez, Turquía debe acelerar la implementación del acuerdo suscrito con la UE para controlar el flujo de migrantes y combatir las redes de traficantes. El papel de la Comisión Europea en este ámbito, obligando a Turquía a cumplir sus compromisos, es de capital importancia”, concluye Papadimoulis. Algo en lo que coincide el alcalde de Mytilene, el independiente Spyros Galinós, que señala que la desarticulación de las mafias es el primer paso hacia la solución. El regidor de una ciudad de 27.000 habitantes que en verano vio en sus calles a 35.000 refugiados, no oculta su enfado con Bruselas. “No me puedo creer que países con más capacidad que Grecia estén amenazándonos con expulsarnos de Schengen en vez de asumir, en la medida de sus posibilidades, una parte de esta carga. Es injusto, fundamentalmente injusto”, explica.
Galinós defiende un registro en origen, en Turquía; y desde allí un viaje seguro hasta el destino elegido “para evitar víctimas inocentes en naufragios; porque es esta política errónea de la UE la que conduce directamente a ellos”. “Esta crisis muestra sobre todo la incapacidad de Europa. Nosotros hemos propuesto una solución factible, ahora le toca a Bruselas aplicarla”, recalca.
Lejos de los despachos, sobre el terreno, la gestión cotidiana de la emergencia no recae en los políticos, ni siquiera en instancias oficiales –esa gigantesca burocracia congelada por falta de recursos-, sino en los habitantes de las islas –hay una petición internacional para concederles el Nobel de la Paz, por la ayuda que prestan a los recién llegados- y, sobre todo, en las organizaciones internacionales y las ONG. “Hay una traslación de responsabilidades; tareas que debería asumir el Estado, por muy profunda que sea la crisis, son transferidas a las ONG”, denuncia Daniel Huéscar, coordinador de Médicos Sin Fronteras en Lesbos. “Resulta increíble que no haya habido ni un reparto [oficial] de comida desde septiembre; somos nosotros los que damos comida, limpiamos los campamentos o trasladamos en autobuses fletados a los refugiados”.
El responsable de MSF, que tiene en la isla a 35 trabajadores expatriados y 145 locales y gestiona un campo de tránsito para 600 personas, señala que esta es “una crisis humanitaria a la que no se ha dado la respuesta necesaria; al contrario, se ha hecho hincapié en las cuestiones de seguridad y administrativas. No hay voluntad política y el enfoque es erróneo, pero esto no sólo es culpa de Grecia, es culpa de Europa”.
Qué puede pasar si finalmente se cumple el ultimátum de Bruselas, o llega a cerrarse su frontera norte y Grecia se convierte en una ratonera para cientos de miles de migrantes, está por ver, pero propuestas como la belga de crear un campamento para 400.000 personas a las afueras de Atenas, o la hipotética erección de una valla entre Grecia y la Antigua República Yugoslava de Macedonia (FYROM, en sus siglas inglesas), como han sugerido húngaros y eslovacos, inquietan sobremanera. La próxima semana hay nuevos paros de marinos y agricultores (es decir, más ferris amarrados y más refugiados atrapados en las islas), mientras el Gobierno aún busca el plácet definitivo de los acreedores en la revisión del tercer rescate y se enfrenta a la peliaguda tramitación parlamentaria de la reforma de la seguridad social; por primera vez en más de un año, tras la elección de su nuevo líder, la conservadora Nueva Democracia aventaja a Syriza en las encuestas. Ajenos a todo ello, contra viento y marea y naufragios, los refugiados seguirán llegando mientras tanto.
De Marruecos a Europa vía Estambul
Entre todos los migrantes que llegan a Grecia, destaca el grupo de norteafricanos (sobre todo marroquíes, pero también argelinos y tunecinos) que pretenden entrar en la Unión Europea vía Grecia. Reforzada la vigilancia en el Estrecho de Gibraltar, y blindado casi el paso de pateras –las que llegan a España lo hacen con cuentagotas-, los ciudadanos de esos países aprovechan vuelos baratos a Estambul (poco más de 100 euros) y la exención de visado para volar a la ciudad turca y, desde su costa, saltar a una isla griega.
“Los marroquíes, argelinos y tunecinos son la única excepción en el registro obligatorio de migrantes”, explica Vanguelis Kassos, coordinador del centro de registro de Moria. “No tienen derecho al registro”, añade. Es decir, ni siquiera al permiso temporal mínimo, de 30 días, que sí obtienen paquistaníes o egipcios; tampoco pueden acceder a los campamentos para refugiados. Los nacionales de esos tres países son los primeros candidatos a la expulsión, o a la repatriación voluntaria, que en Grecia gestiona la Organización Mundial de Migraciones (IOM, en sus siglas inglesas).
Parias entre los parias, un grupo de estos inmigrantes –un número residual, pero creciente, en el volumen total de llegadas- han creado su propio campamento en la playa urbana de Mytilene. Con endebles tiendas de lona y plástico y una cocina de campaña como todo servicio, los norteafricanos carecen de cualquier ayuda. “Intentamos instalar sanitarios y otros servicios para ellos, pero el Ayuntamiento no nos dio permiso”, subraya el coordinador en la isla de MSF, Daniel Huéscar.
Crisis humanitaria
María Antonia Sánchez-Vallejo
Lesbos, El País
Desde que estallara en agosto, la crisis de los refugiados ha sido una prioridad para Atenas, no en balde entraron por el país el 85% de los llegados en 2015 a la Unión Europea (más de un millón). Pero el Gobierno de Alexis Tsipras tiene otros fuegos importantes que apagar: la difícil aplicación del tercer rescate; movilizaciones contra las reformas exigidas por Bruselas, como un recorte equivalente al 1% del PIB (un tijeretazo de 1.800 millones) en el sistema de pensiones; protestas de agricultores -a los que el Ejecutivo pretende subir sus cotizaciones a la seguridad social- y profesionales liberales. La posibilidad de una expulsión temporal del país de la zona Schengen, una amenaza esgrimida esta semana por la Comisión Europea, es la gota que colma el vaso.
La estampa que el viernes por la mañana ofrecía el puerto de Mytilene (Lesbos) era una metáfora de la tormenta perfecta que se cierne sobre Grecia cuando muchos creían que la firma del tercer rescate, y la aquiescencia del Gobierno de Alexis Tsipras, habían puesto fin a las turbulencias. Sincronizadamente, como en una escenografía perversa, se daban cita en sus instalaciones una delegación de Frontex de visita; autobuses de refugiados recién llegados a la isla, rumbo a los campamentos; el ferri que una vez registrados los traslada a Atenas, amarrado por la segunda huelga del sector en dos semanas, y, en el exterior, una tractorada de agricultores en protesta por la reforma de la seguridad social. Por si no bastara con las consecuencias de casi siete años de crisis, y el precipicio del Grexit del pasado verano, la dramática crisis migratoria coloca a Grecia de nuevo entre la espada y la pared. La pared de Bruselas. En medio están también decenas de miles de refugiados.
La Comisión Europea acusó esta semana a las autoridades griegas de no controlar eficazmente sus fronteras –en especial la frontera líquida del Egeo, a la que resulta materialmente imposible poner vallas- y de negligencia en el registro de los refugiados, con la amenaza de una expulsión temporal de la zona Schengen si no corrigen esas deficiencias. Con un flujo incesante también en invierno (sólo en enero entraron seis veces más que la suma de llegadas en ese periodo en 2014 y 2015), Grecia podría quedar aislada –más aún- de sus socios pese a su notoria incapacidad material de responder en solitario; prueba de ello fue la petición de ayuda a Bruselas, mediante el despliegue de patrulleras de Frontex en el Egeo o el envío de refuerzos administrativos. Grecia cedía así a la presunta pérdida de soberanía que implica un control parcial foráneo de sus fronteras, pero ahora se revuelve como gato panza arriba contra este nuevo intento de disciplinarla.
El país lleva gastados 350,6 millones de euros en la gestión del ingente flujo migratorio (el 0,18% del PIB); sólo el ayuntamiento de Mytilene, la capital de Lesbos –isla a la que llegaron el año pasado 550.000 migrantes de los 851.319 que entraron en el país-, ha dedicado hasta ahora tres millones (de un presupuesto anual de 10) a la emergencia. Paralelamente, sólo un centenar de refugiados han sido reubicados en otros países de la Unión. “Los europeos, los Estados miembros y la Comisión Europea deben entender que la crisis de los refugiados no es un problema griego, sino europeo”, dice por correo electrónico Dimitris Papadimoulis, eurodiputado de Syriza y vicepresidente de la Eurocámara. “El Gobierno griego está haciendo todo lo que puede, en condiciones económicas tan estrechas, para afrontar este flujo masivo mientras el pueblo griego en las islas maneja de forma ejemplar la situación. Grecia necesita una solidaridad sustancial, y esto puede darse con un reparto eficaz [de los refugiados] entre los Estados miembros. En tiempos de auge de la retórica xenófoba y racista en la UE, es hora de actuar colectiva y decididamente”.
“A la vez, Turquía debe acelerar la implementación del acuerdo suscrito con la UE para controlar el flujo de migrantes y combatir las redes de traficantes. El papel de la Comisión Europea en este ámbito, obligando a Turquía a cumplir sus compromisos, es de capital importancia”, concluye Papadimoulis. Algo en lo que coincide el alcalde de Mytilene, el independiente Spyros Galinós, que señala que la desarticulación de las mafias es el primer paso hacia la solución. El regidor de una ciudad de 27.000 habitantes que en verano vio en sus calles a 35.000 refugiados, no oculta su enfado con Bruselas. “No me puedo creer que países con más capacidad que Grecia estén amenazándonos con expulsarnos de Schengen en vez de asumir, en la medida de sus posibilidades, una parte de esta carga. Es injusto, fundamentalmente injusto”, explica.
Galinós defiende un registro en origen, en Turquía; y desde allí un viaje seguro hasta el destino elegido “para evitar víctimas inocentes en naufragios; porque es esta política errónea de la UE la que conduce directamente a ellos”. “Esta crisis muestra sobre todo la incapacidad de Europa. Nosotros hemos propuesto una solución factible, ahora le toca a Bruselas aplicarla”, recalca.
Lejos de los despachos, sobre el terreno, la gestión cotidiana de la emergencia no recae en los políticos, ni siquiera en instancias oficiales –esa gigantesca burocracia congelada por falta de recursos-, sino en los habitantes de las islas –hay una petición internacional para concederles el Nobel de la Paz, por la ayuda que prestan a los recién llegados- y, sobre todo, en las organizaciones internacionales y las ONG. “Hay una traslación de responsabilidades; tareas que debería asumir el Estado, por muy profunda que sea la crisis, son transferidas a las ONG”, denuncia Daniel Huéscar, coordinador de Médicos Sin Fronteras en Lesbos. “Resulta increíble que no haya habido ni un reparto [oficial] de comida desde septiembre; somos nosotros los que damos comida, limpiamos los campamentos o trasladamos en autobuses fletados a los refugiados”.
El responsable de MSF, que tiene en la isla a 35 trabajadores expatriados y 145 locales y gestiona un campo de tránsito para 600 personas, señala que esta es “una crisis humanitaria a la que no se ha dado la respuesta necesaria; al contrario, se ha hecho hincapié en las cuestiones de seguridad y administrativas. No hay voluntad política y el enfoque es erróneo, pero esto no sólo es culpa de Grecia, es culpa de Europa”.
Qué puede pasar si finalmente se cumple el ultimátum de Bruselas, o llega a cerrarse su frontera norte y Grecia se convierte en una ratonera para cientos de miles de migrantes, está por ver, pero propuestas como la belga de crear un campamento para 400.000 personas a las afueras de Atenas, o la hipotética erección de una valla entre Grecia y la Antigua República Yugoslava de Macedonia (FYROM, en sus siglas inglesas), como han sugerido húngaros y eslovacos, inquietan sobremanera. La próxima semana hay nuevos paros de marinos y agricultores (es decir, más ferris amarrados y más refugiados atrapados en las islas), mientras el Gobierno aún busca el plácet definitivo de los acreedores en la revisión del tercer rescate y se enfrenta a la peliaguda tramitación parlamentaria de la reforma de la seguridad social; por primera vez en más de un año, tras la elección de su nuevo líder, la conservadora Nueva Democracia aventaja a Syriza en las encuestas. Ajenos a todo ello, contra viento y marea y naufragios, los refugiados seguirán llegando mientras tanto.
De Marruecos a Europa vía Estambul
Entre todos los migrantes que llegan a Grecia, destaca el grupo de norteafricanos (sobre todo marroquíes, pero también argelinos y tunecinos) que pretenden entrar en la Unión Europea vía Grecia. Reforzada la vigilancia en el Estrecho de Gibraltar, y blindado casi el paso de pateras –las que llegan a España lo hacen con cuentagotas-, los ciudadanos de esos países aprovechan vuelos baratos a Estambul (poco más de 100 euros) y la exención de visado para volar a la ciudad turca y, desde su costa, saltar a una isla griega.
“Los marroquíes, argelinos y tunecinos son la única excepción en el registro obligatorio de migrantes”, explica Vanguelis Kassos, coordinador del centro de registro de Moria. “No tienen derecho al registro”, añade. Es decir, ni siquiera al permiso temporal mínimo, de 30 días, que sí obtienen paquistaníes o egipcios; tampoco pueden acceder a los campamentos para refugiados. Los nacionales de esos tres países son los primeros candidatos a la expulsión, o a la repatriación voluntaria, que en Grecia gestiona la Organización Mundial de Migraciones (IOM, en sus siglas inglesas).
Parias entre los parias, un grupo de estos inmigrantes –un número residual, pero creciente, en el volumen total de llegadas- han creado su propio campamento en la playa urbana de Mytilene. Con endebles tiendas de lona y plástico y una cocina de campaña como todo servicio, los norteafricanos carecen de cualquier ayuda. “Intentamos instalar sanitarios y otros servicios para ellos, pero el Ayuntamiento no nos dio permiso”, subraya el coordinador en la isla de MSF, Daniel Huéscar.
Crisis humanitaria