El Chapo Guzmán, detenido en México

El narcotraficante que había escapado en julio de una cárcel de máxima seguridad ha sido capturado este viernes, según informó el presidente Enrique Peña Nieto en Twitter


Jan Martínez Ahrens
México, El País
La persecución ha llegado a su fin. El Chapo ha sido detenido. Joaquín Guzmán Loera, el mayor narcotraficante del mundo, el hombre cuyas fugas han humillado a la República de México y cuya historia ya forma parte de la leyenda criminal, ha caído en Sinaloa, su tierra natal, a manos de comandos de la Marina. Su apresamiento, cuyos detalles al cierre de esta edición aún eran muy confusos, llegó, según fuentes oficiales, tras un enfrentamiento en el que murieron cinco personas, supuestos integrantes de su último cinturón de seguridad. Vivo y sometido, México se enfrenta ahora al reto de encerrar y juzgar al narcotraficante que desde hace décadas no ha dejado de burlarse de la justicia.


Con su captura, oficializada por el presidente Enrique Peña Nieto con un eufórico mensaje en Twitter –“Misión cumplida: Lo tenemos”–, se pone fin a una gigantesca operación de caza y captura iniciada el de 11 julio pasado cuando el líder del cártel de Sinaloa se escapó por un túnel de la cárcel de máxima seguridad de El Altiplano. Su inexplicable fuga puso en ridículo al Gobierno, hizo trizas su discurso de seguridad y le situó ante el mayor reto de su mandato: volver a encerrarle. Ese objetivo se cumplió esta madrugada, siempre según fuentes oficiales, en la ciudad de Los Mochis, en Sinaloa. En un inmueble de la localidad irrumpieron los comandos de la Marina y dieron con el capo. El Gobierno no aclaró si los muertos se dieron en esa operación o en alguna conexa, pero fuentes oficiales vincularon ambos hechos.

El cerco en torno al líder del cártel de Sinaloa se había estrechado en los últimos meses. Ya a finales de julio logró escabullirse en Los Mochis y en noviembre en un rancho de la Sierra Madre. En ambas ocasiones, se fugó en el último momento, sin apenas retaguardia e incluso resultando herido. A cada salto, su leyenda se agigantaba. Pero su caída era vista por la cúpula de las fuerzas de seguridad como una mera cuestión de tiempo. Y de honor. En su captura, el presidente de la República había empeñado su palabra y movilizado a miles de soldados, policías y agentes de inteligencia. Estados Unidos, el gran gigante del norte, se había sumado a la persecución. Los servicios secretos no tenían otro objetivo. Tampoco la cúpula de seguridad. El duelo era histórico. De su resultado dependía la credibilidad de un Gobierno entero.

Desde un principio, la búsqueda se centró en Sinaloa, en el denominado Triángulo de Oro. A esta agreste zona, donde El Chapo cuenta con apoyos casi feudales, fueron desplazados los cuerpos de élite de la Marina. Curtidos en la guerra contra el crimen organizado (100.000 muertos y 25.000 desaparecidos desde 2006), sus unidades son de las pocas que cuentan con la confianza plena de Washington. Una valía que quedó demostrada en 2014 con la detención del escurridizo capo, también tras varios intentos fallidos.

La elección de Sinaloa no fue casual. Sabedor de que el presidente, profundamente herido, iba a desatar una implacable operación de caza, el narcotraficante decidió refugiarse en su lugar de nacimiento. Un territorio donde el cártel goza de un poder feudal y donde la delación se paga con la muerte. Por eso, nada más huir de la prisión del El Altiplano, Guzmán Loera fue trasladado en avioneta hasta su tierra. Sin estaciones intermedias. Primero a las montañas de Sinaloa y luego a las pequeñas ciudades bajo su control. Movido por la imprevisibilidad, apoyado por un ejército de sicarios y dueño y señor del suelo que pisaba, muchos consideraron que su captura jamás sería posible. O que en el caso de lograrse, vendría acompañada de un ataúd de balas.

Ninguno de estos vaticinios se ha cumplido. En la madrugada de hoy, el mayor narcotraficante del planeta, ha sido apresado. Ahora faltan los detalles. Pero su caída, sin duda, representa una victoria política para Peña Nieto.

Debilitado por la tragedia de Iguala y una sucesión de escándalos de corrupción, la huida de El Chapo había dejado la figura presidencial malherida. Sus índices de popularidad rozaban mínimos históricos y una de sus mayores bazas, la política de seguridad, se había convertido en papel mojado. La sucesiva caída de capos lograda durante su mandato quedó pulverizada de la noche a la mañana con la incomprensible huida de Guzmán Loera de la prisión de máxima seguridad. No sólo estaba en duda el sistema penitenciario, sino la propia confianza en el Gobierno. Sin apoyos internos, era imposible que se hubiera dado la fuga. La mancha de la sospecha, en un país donde las teorías de la conspiración son moneda común, se ha extendido durante todas estos meses hasta las más altas instancias. Con la detención del narcotraficante, la iniciativa vuelve a estar del lado de Peña Nieto, que ahora tendrá que decidir si vuelve a encerrarle o permite su extradición. Una decisión envenenada. Si se queda en México y se escapa de nuevo, no habrá salvación posible para él ni su partido. Y si lo envía a Estados Unidos, reconocerá que la República de México no posee la solidez suficiente para encerrar y juzgar a su mayor narcotraficante. Esa será ahora la cuestión.

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