Una ola de asesinatos golpea al Estado más violento de México
En Guerrero, donde desaparecieron los 43 estudiantes, no cesa la violencia
El fin de semana hubo una matanza en un palenque y el lunes fue aniquilada por completo la familia de un policía
Jan Martínez Ahrens
México, El País
No hay amanecer para Guerrero. Una ola de sangre inunda el Estado más violento de México. En menos dos semanas, 50 personas han sido asesinadas, decenas de cadáveres han aparecido en fosas clandestinas y 25 alcaldes del PRD (izquierda) han denunciado coacciones del narco nada tomar posesión del cargo. La escalada parece no tener fin. Ni la llegada de un nuevo gobernador, el priísta Héctor Astudillo, ni el anuncio del envío de fuerzas federales han mitigado el terror. La noche del domingo, 10 personas murieron acribilladas por el narco mientras veían una pelea de gallos (125 balazos en 45 segundos), y este lunes cinco familiares de un exjefe de policía fueron secuestrados y liquidados. Entre ellos había una niña de siete años y un bebé.
En Guerrero reina el caos. O lo que es peor, el narco. Un año después de la matanza de Iguala, la autoridad estatal sigue desaparecida. Sólo en los nueve primeros meses, el crimen se ha cobrado casi 2.000 vidas, 750 de ellas en Acapulco, la antigua perla del Pacífico. No hay límite en esta espiral. Igual mueren niños y ancianos, que agentes y alcaldes. Hace cuatro semanas cayó el mismo comandante de la Policía Municipal de Acapulco. Acababa de dejar a su hija en el colegio, cuando un sicario se acercó a su coche y le descerrajó cinco tiros en la cabeza. Era el cuarto mando policial asesinado en seis meses.
A diferencia de Ciudad Juárez o Monterrey, ciudades que han logrado alejarse del infierno, Acapulco y por extensión Guerrero, siguen en plena descomposición. Los alcaldes lo saben bien. Como demostró la tragedia de Iguala, el control de la maquinaria municipal se ha convertido en un objetivo clave del crimen organizado. Para lograrlo aplican una fórmula sencilla. Plomo o plata. Quien acepta, pasa a engrosar la nómina, quien se niega, tiene sus días contados. Las cambios electorales, como el que recientemente se ha registrado en Guerrero, apenas afectan. El narco lanza invariablemente su oferta. Y sólo en contadas ocasiones hay quien lo denuncia. Así ha ocurrido con los alcaldes del PRD, la fuerza hegemónica de la izquierda en México. Veintiséis de ellos, prácticamente un tercio de los munícipes del Estado, aseguran a través de un portavoz haber recibido en las últimas semanas amenazas y han solicitado protección. “Guerrero es una catástrofe institucional. Se trata de un territorio controlado por pequeñas bandas criminales, locales y muy sanguinarias, fruto de la fragmentación de los grandes carteles. De momento, nada parece que pueda con ellas”, señala el analista Alejandro Hope.
En este escenario, el Gobierno ha tomado cartas en el asunto y ha anunciado una nueva estrategia de seguridad. El Ejército tomará el mando y se espera la llegada de 1.500 nuevos efectivos federales. Pero el corazón del problema sigue intacto.
Guerrero es el mayor productor de opio de América. Una mina de oro en un territorio paupérrimo (su PIB per cápita es seis veces inferior al español) y secularmente olvidado por la Administración. Bajo estas condiciones, los cárteles se han lanzado a una cruenta batalla por el control territorial. Chilapa es el ejemplo.
El municipio, de 35.000 habitantes, se sitúa estratégicamente al pie de los grandes cultivos de amapola. Dos virulentas organizaciones criminales, Los Rojos y Los Ardillos, se la disputan. Las desapariciones se cuentan por centenares, y la población ha sido abandonada a su suerte hasta el punto de que en mayo pasado el pueblo fue tomado durante cinco días por Los Ardillos, y 16 personas (30, según los familiares) fueron secuestradas a plena luz. Nunca más se les vio. Pero nadie duda de qué les pasó. Cinco de los desaparecidos tenían un apellido maldito: eran parientes del exjefe de policía municipal, Silvestre Carreto, supuestamente vinculado con Los Rojos, la banda rival.
Este terror renació el martes 3 de noviembre. El hijo de Silvestre Carreto fue sacado a la fuerza de su casa y asesinado a un centenar de metros. Tres tiros en el tórax. El lunes pasado, la venganza prosiguió. Un grupo armado dio caza a seis vecinos de Chilapa y los liquidó en la comunidad de Tepozcuautla. Cinco eran familiares de Carreto. Entre ellos, había una niña de siete años y un bebé de uno. Nadie ha sido detenido. Es Guerrero.
El fin de semana hubo una matanza en un palenque y el lunes fue aniquilada por completo la familia de un policía
Jan Martínez Ahrens
México, El País
No hay amanecer para Guerrero. Una ola de sangre inunda el Estado más violento de México. En menos dos semanas, 50 personas han sido asesinadas, decenas de cadáveres han aparecido en fosas clandestinas y 25 alcaldes del PRD (izquierda) han denunciado coacciones del narco nada tomar posesión del cargo. La escalada parece no tener fin. Ni la llegada de un nuevo gobernador, el priísta Héctor Astudillo, ni el anuncio del envío de fuerzas federales han mitigado el terror. La noche del domingo, 10 personas murieron acribilladas por el narco mientras veían una pelea de gallos (125 balazos en 45 segundos), y este lunes cinco familiares de un exjefe de policía fueron secuestrados y liquidados. Entre ellos había una niña de siete años y un bebé.
En Guerrero reina el caos. O lo que es peor, el narco. Un año después de la matanza de Iguala, la autoridad estatal sigue desaparecida. Sólo en los nueve primeros meses, el crimen se ha cobrado casi 2.000 vidas, 750 de ellas en Acapulco, la antigua perla del Pacífico. No hay límite en esta espiral. Igual mueren niños y ancianos, que agentes y alcaldes. Hace cuatro semanas cayó el mismo comandante de la Policía Municipal de Acapulco. Acababa de dejar a su hija en el colegio, cuando un sicario se acercó a su coche y le descerrajó cinco tiros en la cabeza. Era el cuarto mando policial asesinado en seis meses.
A diferencia de Ciudad Juárez o Monterrey, ciudades que han logrado alejarse del infierno, Acapulco y por extensión Guerrero, siguen en plena descomposición. Los alcaldes lo saben bien. Como demostró la tragedia de Iguala, el control de la maquinaria municipal se ha convertido en un objetivo clave del crimen organizado. Para lograrlo aplican una fórmula sencilla. Plomo o plata. Quien acepta, pasa a engrosar la nómina, quien se niega, tiene sus días contados. Las cambios electorales, como el que recientemente se ha registrado en Guerrero, apenas afectan. El narco lanza invariablemente su oferta. Y sólo en contadas ocasiones hay quien lo denuncia. Así ha ocurrido con los alcaldes del PRD, la fuerza hegemónica de la izquierda en México. Veintiséis de ellos, prácticamente un tercio de los munícipes del Estado, aseguran a través de un portavoz haber recibido en las últimas semanas amenazas y han solicitado protección. “Guerrero es una catástrofe institucional. Se trata de un territorio controlado por pequeñas bandas criminales, locales y muy sanguinarias, fruto de la fragmentación de los grandes carteles. De momento, nada parece que pueda con ellas”, señala el analista Alejandro Hope.
En este escenario, el Gobierno ha tomado cartas en el asunto y ha anunciado una nueva estrategia de seguridad. El Ejército tomará el mando y se espera la llegada de 1.500 nuevos efectivos federales. Pero el corazón del problema sigue intacto.
Guerrero es el mayor productor de opio de América. Una mina de oro en un territorio paupérrimo (su PIB per cápita es seis veces inferior al español) y secularmente olvidado por la Administración. Bajo estas condiciones, los cárteles se han lanzado a una cruenta batalla por el control territorial. Chilapa es el ejemplo.
El municipio, de 35.000 habitantes, se sitúa estratégicamente al pie de los grandes cultivos de amapola. Dos virulentas organizaciones criminales, Los Rojos y Los Ardillos, se la disputan. Las desapariciones se cuentan por centenares, y la población ha sido abandonada a su suerte hasta el punto de que en mayo pasado el pueblo fue tomado durante cinco días por Los Ardillos, y 16 personas (30, según los familiares) fueron secuestradas a plena luz. Nunca más se les vio. Pero nadie duda de qué les pasó. Cinco de los desaparecidos tenían un apellido maldito: eran parientes del exjefe de policía municipal, Silvestre Carreto, supuestamente vinculado con Los Rojos, la banda rival.
Este terror renació el martes 3 de noviembre. El hijo de Silvestre Carreto fue sacado a la fuerza de su casa y asesinado a un centenar de metros. Tres tiros en el tórax. El lunes pasado, la venganza prosiguió. Un grupo armado dio caza a seis vecinos de Chilapa y los liquidó en la comunidad de Tepozcuautla. Cinco eran familiares de Carreto. Entre ellos, había una niña de siete años y un bebé de uno. Nadie ha sido detenido. Es Guerrero.