Un sultán con olfato político
Erdogan apostó por la repetición de las elecciones a pesar de que su partido se inclinaba por formar una coalición de gobierno
Juan Carlos Sanz
Estambul, El País
El culto a la personalidad no parece haber hecho mella aún en Recep Tayyip Erdogan a los 61 años. Tan solo el estadio de fútbol de Kasimpasá, el distrito donde se crió a orillas del Cuerno de Oro, lleva su nombre. Hijo de las calles de Estambul, niño inmigrante recién llegado de Rice, en el confín georgiano del mar Negro, el hombre más poderoso de Turquía desde la muerte del fundador de la República, Mustafá Kemal, Atatürk, tuvo que abrirse paso a puñetazos en la vida.
No es un dirigente contemporizador, ni partidario a ultranza de consensos. Pero su olfato político le ha llevado a acumular cuatro mayorías absolutas para su Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP), a pesar del traspiés del que sufrió en los comicios de junio. Mientras la mayoría de los líderes islamistas se inclinaban por un acuerdo de coalición, Erdogan se lo jugó todo al órdago de la disolución del Parlamento y a la convocatoria de elecciones anticipadas. Su visión de futbolista juvenil aficionado de Kasimpasá le ha acompañado de nuevo para intuir el regate político correcto. Aunque haya sido a costa de airear el fantasma del miedo a la inestabilidad económica y al conflicto kurdo.
“Tayyip solo cree en Alá... pero no se fía ni de Dios”, le confesaba hace años al embajador de Estados Unidos en Ankara un estrecho colaborador del entonces primer ministro de Turquía en un informe diplomático desvelado por Wikileaks. Erdogan, que fue elegido en 2014 presidente —el primero directamente votado por el pueblo— con el 52% de los sufragios, aspira a convertirse en el gobernante turco que acumula más tiempo en el poder en Turquía. Atatürk presidió el país durante 15 años. Erdogan lleva ya más de 12 —11 de ellos como primer ministro—, y confía en seguir al frente de la presidencia en 2023, en el centenario de la República fundada por Atatürk. Pero no como un tribuno retirado y una figura decorativa. Por ello la mayoría absoluta le resulta esencial en su estrategia para dotarse de amplios poderes ejecutivos mediante una reforma de la Constitución.
Erdogan estudió en un imam hatip, o liceo coránico, antes de graduarse en Economía en la Universidad del Mármara. En 1994, fue elegido alcalde de Estambul, pero cuatro años después acabó en la cárcel acusado de “incitación al odio religioso” por leer un poema islámico —“nuestras bayonetas son los minaretes”, rezaba un verso— en un acto oficial. Sobrevivió al ostracismo político y fundo el AKP, con una versión más moderada del islamismo, y lo convirtió en la mayor maquinaria de ganar elecciones de la historia de Turquía.
El joven reformista que llevó a su país a las puertas de la Unión Europea y devolvió a los cuarteles a los militares —proclives a intervenir en los asuntos civiles mediante pronunciamientos—, es hoy un patriarca autocrático que no vacila en sofocar con gases lacrimógenos a los jóvenes y que desentierra el hacha de guerra en el polvorín del conflicto kurdo. De lo que nadie puede dudar es que Erdogan conoce de sobra las fibras que hay que tocar en el alma del pueblo turco para barrer en las urnas.
Juan Carlos Sanz
Estambul, El País
El culto a la personalidad no parece haber hecho mella aún en Recep Tayyip Erdogan a los 61 años. Tan solo el estadio de fútbol de Kasimpasá, el distrito donde se crió a orillas del Cuerno de Oro, lleva su nombre. Hijo de las calles de Estambul, niño inmigrante recién llegado de Rice, en el confín georgiano del mar Negro, el hombre más poderoso de Turquía desde la muerte del fundador de la República, Mustafá Kemal, Atatürk, tuvo que abrirse paso a puñetazos en la vida.
No es un dirigente contemporizador, ni partidario a ultranza de consensos. Pero su olfato político le ha llevado a acumular cuatro mayorías absolutas para su Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP), a pesar del traspiés del que sufrió en los comicios de junio. Mientras la mayoría de los líderes islamistas se inclinaban por un acuerdo de coalición, Erdogan se lo jugó todo al órdago de la disolución del Parlamento y a la convocatoria de elecciones anticipadas. Su visión de futbolista juvenil aficionado de Kasimpasá le ha acompañado de nuevo para intuir el regate político correcto. Aunque haya sido a costa de airear el fantasma del miedo a la inestabilidad económica y al conflicto kurdo.
“Tayyip solo cree en Alá... pero no se fía ni de Dios”, le confesaba hace años al embajador de Estados Unidos en Ankara un estrecho colaborador del entonces primer ministro de Turquía en un informe diplomático desvelado por Wikileaks. Erdogan, que fue elegido en 2014 presidente —el primero directamente votado por el pueblo— con el 52% de los sufragios, aspira a convertirse en el gobernante turco que acumula más tiempo en el poder en Turquía. Atatürk presidió el país durante 15 años. Erdogan lleva ya más de 12 —11 de ellos como primer ministro—, y confía en seguir al frente de la presidencia en 2023, en el centenario de la República fundada por Atatürk. Pero no como un tribuno retirado y una figura decorativa. Por ello la mayoría absoluta le resulta esencial en su estrategia para dotarse de amplios poderes ejecutivos mediante una reforma de la Constitución.
Erdogan estudió en un imam hatip, o liceo coránico, antes de graduarse en Economía en la Universidad del Mármara. En 1994, fue elegido alcalde de Estambul, pero cuatro años después acabó en la cárcel acusado de “incitación al odio religioso” por leer un poema islámico —“nuestras bayonetas son los minaretes”, rezaba un verso— en un acto oficial. Sobrevivió al ostracismo político y fundo el AKP, con una versión más moderada del islamismo, y lo convirtió en la mayor maquinaria de ganar elecciones de la historia de Turquía.
El joven reformista que llevó a su país a las puertas de la Unión Europea y devolvió a los cuarteles a los militares —proclives a intervenir en los asuntos civiles mediante pronunciamientos—, es hoy un patriarca autocrático que no vacila en sofocar con gases lacrimógenos a los jóvenes y que desentierra el hacha de guerra en el polvorín del conflicto kurdo. De lo que nadie puede dudar es que Erdogan conoce de sobra las fibras que hay que tocar en el alma del pueblo turco para barrer en las urnas.