Un paseo entre sonámbulos
París, El Mundo.es
Ante las persianas metálicas de La Belle Équipe hay, como en otros escenarios de la matanza, flores y velas. Pocas aún, porque a las dos de la tarde acaba de abrirse el cordón policial y no ha habido tiempo para mucha ofrenda. Un ramo lleva prendida una nota, escrita a mano: "La pétite est avec vous". ¿Quién es la pequeña? ¿Está muerta? ¿Quién es vous? ¿Usted, vosotros, dios? La frase me recuerda al famoso relato brevísimo, y muy triste, de Ernest Hemingway: "Vendo zapatos de bebé, nunca usados". Prefiero no interpretar la nota ni lo que está ocurriendo. Las interpretaciones de urgencia pueden ser muy estúpidas.
Los parisinos, perdonen la generalización, deambulan como sonámbulos. Ha sido una noche larga y sin sueño. Pero también hay gente que ríe, y gente que aprovecha la jornada para hacer compras en comercios semivacíos. Y hay mucha policía. Y soldados. Y, como siempre que se derrama gran cantidad de sangre en una ciudad europea, legiones de periodistas. Como soy de los pocos que no llevan cámara, intentan entrevistarme un par de veces.
El 'Time Out' parisino dijo de La Belle Équipe que era un lugar "cálido y relajado, el tipo de lugar ideal para una velada alegre entre amigos". Ya entrada la madrugada del sábado estaba repleto. Uno mira el pequeño tamaño del restaurante y no logra hacerse una idea de cómo pudieron amontonarse en él tantas víctimas, muertos, heridos, gritos, espasmos. "Una velada alegre entre amigos". Ahora mismo empieza a lloviznar. Junto al restaurantito de las cuatro chicas, en la misma esquina, un ángulo truncado al estilo de los chaflanes barceloneses, hay una cantina japonesa. Sushi maki, se llama. También cerrado. En su cristalera hay varios orificios de bala, de los que uno exhibe una redondez casi perfecta. A los fotógrafos les atrae esa esfericidad rotunda, a la altura de la cabeza de una persona en pie, entre tanto cristal craquelado y resquebrajado. Han lavado la sangre del pavimento.
Los vidrios rotos siguen ahí. Parece que esta esquina de Charonne y Faidherbe fue el último escenario de la carnicería. ¿Por qué? Quién sabe. La pesadilla del Bataclán había terminado ya. Un coche con dos hombres armados de fusiles, dicen algunos vecinos, se detuvo en la esquina.
El tiroteo, casi a quemarropa, cerró la noche de horror. "Oí los disparos, me asomé y vi aquello", dice un camarero de L'Armagnac, un bar-restaurante cercano. El camarero llamó a la policía y luego siguió aferrado al teléfono, toda la noche. El móvil, dice, le hacía sentirse algo más seguro.
Al margen de los primeros atentados en el estadio de fútbol donde juega la selección francesa, a unos 10 kilómetros del centro, casi todo ocurrió en el entorno de la plaza de la República. A lo largo del canal de Saint Martin, un área antaño deprimida y hoy muy de moda, y del bulevar Voltaire. Un área de bares, restaurantes y vida nocturna. Estaba muy concurrida el viernes por la noche. En París, como en Madrid o Barcelona, el clima otoñal resulta por ahora extrañamente cálido. La gente paseaba o se aglomeraba en las terrazas. Blancos fáciles.
No me siento capaz de afirmar que los parisinos están, hoy sábado, mientras paseo, traumatizados. O indignados. O asustados. Es posible que lo estén y algunos a los que pregunto dicen estarlo. Como he aventurado antes, sólo me atrevo a constatar que les faltan horas de sueño. Lo otro ya lo veremos, aunque es de suponer que costará digerir un suceso tan cruento y terrorífico y que habrá consecuencias políticas. Sin ninguna duda, la sensación de estupor y aturdimiento se hace más evidente que tras los anteriores atentados, los de Charlie Hebdo y el supermercado judío.
Nadie sabía en qué consistía exactamente el estado de emergencia declarado por el presidente François Hollande. No se cerró ninguna frontera, pero sí la Torre Eiffel. Se recomendó a los ciudadanos que no abandonaran sus domicilios salvo en caso de necesidad, pero no se prohibió que la gente recuperara la calle y la normalizara dentro de lo posible, después de tanta angustia. La policía tenía orden de impedir grandes concentraciones de personas y centenares de agentes pasaron la jornada impidiendo manifestaciones espontáneas de protesta o duelo en la plaza de la República. ¿Cuánta gente debe reunirse para constituir una gran concentración? Un oficial de la Gendarmería responde que no tiene cifras y que el único objetivo es "garantizar la calma". Luego precisa: "Éviter un bordel, quoi". No creo que haga falta traducir. A falta de manifestaciones, que ya llegarán, se multiplican los pequeños homenajes. Y se extiende una gran calma urbana. Todo lo contrario del caos y el terror de unas horas antes. Hay calma, verdaderamente. En los Grandes Bulevares abundan los turistas y está todo abierto. Le pregunto a una joven española, de fin de semana parisino, qué piensa de lo ocurrido: "Qué fuerte, ¿no?". Aclarado. El metro circula con pocos pasajeros. Abundan los taxis. Paro uno para ir a la esquina de las calles Follie-Méricourt y Fontaine du Roi, otro escenario de sangre. El taxista es musulmán. Le pregunto qué siente. Pregunta a su vez si le pregunto como taxista, como parisino o como árabe, va alzando la voz, se enfada y acaba gritando "¡Hijos de puta! ¡Hijos de puta!". La conversación se queda ahí.
Sólo 'Le Monde', que se rige por horarios particulares y se publica a media mañana, ofrece una versión más o menos completa de lo ocurrido. La prensa, 'Le Monde' incluido, utiliza la palabra guerra en titulares como "Es la guerra" o "La guerra llega a París". Resulta normal que ante una agresión tan brutal se recurra a sustantivos rotundos. Sin embargo, uno tiende a pensar que hay guerras y guerras.
En una guerra como la de Irak, o la de ahora en Siria, o en Túnez, o en regiones africanas donde impera Boko Haram, la marca del yihadismo subsahariano, lo que ocurrió en París el viernes por la noche ocurre cada noche, una noche tras otra, una semana tras otra. Hay barrios que viven de forma permanente bajo las bombas y las balas, entre secuestros y mutilaciones, sometidos a un terror constante. Lógicamente, a la gente le entran ganas de escapar y lo hace en cuanto puede. La gente que sufre esas guerras busca refugio. En la actualidad irrumpe en Europa y sigue aglomerándose a sus puertas.
Ante las persianas metálicas de La Belle Équipe hay, como en otros escenarios de la matanza, flores y velas. Pocas aún, porque a las dos de la tarde acaba de abrirse el cordón policial y no ha habido tiempo para mucha ofrenda. Un ramo lleva prendida una nota, escrita a mano: "La pétite est avec vous". ¿Quién es la pequeña? ¿Está muerta? ¿Quién es vous? ¿Usted, vosotros, dios? La frase me recuerda al famoso relato brevísimo, y muy triste, de Ernest Hemingway: "Vendo zapatos de bebé, nunca usados". Prefiero no interpretar la nota ni lo que está ocurriendo. Las interpretaciones de urgencia pueden ser muy estúpidas.
Los parisinos, perdonen la generalización, deambulan como sonámbulos. Ha sido una noche larga y sin sueño. Pero también hay gente que ríe, y gente que aprovecha la jornada para hacer compras en comercios semivacíos. Y hay mucha policía. Y soldados. Y, como siempre que se derrama gran cantidad de sangre en una ciudad europea, legiones de periodistas. Como soy de los pocos que no llevan cámara, intentan entrevistarme un par de veces.
VIDRIOS ROTOS
La Belle Équipe está, o estaba, en la esquina de las calles Charonne y Faidherbe. Muy cerca del celebérrimo cementerio del Père Lachaise, donde fueron enterrados Molière y Balzac, Abelardo y Eloísa, Jim Morrison y el español Godoy, llamado Príncipe de la Paz. El negocio se inauguró en junio y es propiedad de cuatro mujeres jóvenes que antes trabajaban como camareras en otros locales. Ignoro si siguen vivas.El 'Time Out' parisino dijo de La Belle Équipe que era un lugar "cálido y relajado, el tipo de lugar ideal para una velada alegre entre amigos". Ya entrada la madrugada del sábado estaba repleto. Uno mira el pequeño tamaño del restaurante y no logra hacerse una idea de cómo pudieron amontonarse en él tantas víctimas, muertos, heridos, gritos, espasmos. "Una velada alegre entre amigos". Ahora mismo empieza a lloviznar. Junto al restaurantito de las cuatro chicas, en la misma esquina, un ángulo truncado al estilo de los chaflanes barceloneses, hay una cantina japonesa. Sushi maki, se llama. También cerrado. En su cristalera hay varios orificios de bala, de los que uno exhibe una redondez casi perfecta. A los fotógrafos les atrae esa esfericidad rotunda, a la altura de la cabeza de una persona en pie, entre tanto cristal craquelado y resquebrajado. Han lavado la sangre del pavimento.
Los vidrios rotos siguen ahí. Parece que esta esquina de Charonne y Faidherbe fue el último escenario de la carnicería. ¿Por qué? Quién sabe. La pesadilla del Bataclán había terminado ya. Un coche con dos hombres armados de fusiles, dicen algunos vecinos, se detuvo en la esquina.
El tiroteo, casi a quemarropa, cerró la noche de horror. "Oí los disparos, me asomé y vi aquello", dice un camarero de L'Armagnac, un bar-restaurante cercano. El camarero llamó a la policía y luego siguió aferrado al teléfono, toda la noche. El móvil, dice, le hacía sentirse algo más seguro.
LA PAGODA ENSANGRENTADA
El Bataclan está a unos 10 minutos andando. Se trata de un edificio singular, es decir, más bien feo pero no del todo, con siglo y medio de historia, aspecto de pagoda china y varias reformas a cuestas. En el Bataclan, señoras y señores, obtuvo sus primeros éxitos Maurice Chevalier. Ese constituía, hasta el viernes, su rasgo más relevante. En adelante será símbolo de cosas mucho menos agradables. Hoy no es posible acercarse a la pseudopagoda del bulevar Voltaire porque se mantiene el cordón policial. Hay mucho trabajo forense por hacer en el local donde ocurrió lo más atroz de la matanza. Entre enjambres de periodistas, hay quien rinde algún tipo de homenaje. Más flores. Más velas. Un zapato manchado de sangre. Una mujer que carga dos macetas con plantas llega, permanece erguida y fuma en silencio un cigarrillo habano, cerca del Bataclan pero sin mirarlo de forma directa. Un joven musulmán se postra para rezar. Más tarde alguien saca un piano al bulevar e interpreta Imagine. Las cámaras enloquecen.BOMBAS EN EL ESTADIO
Los primeros ataques se realizaron junto al Stade de France, en Saint Denis, un municipio del extrarradio parisino. Es una zona de inmigración. Es, de hecho, la zona con mayor densidad de población musulmana en una región, Île de France, con un 15% de población musulmana. Atención, sólo es posible referirse a los musulmanes de forma tan vaga e imprecisa como lo sería llamar "cristianos" a todos los bautizados franceses: como mucho, una generalización cultural. Las bombas estallaron ante dos locales de comida rápida cuya clientela estaba compuesta mayormente por jóvenes árabes. No tengo interpretación para eso, si es que hay algo que interpretar.Al margen de los primeros atentados en el estadio de fútbol donde juega la selección francesa, a unos 10 kilómetros del centro, casi todo ocurrió en el entorno de la plaza de la República. A lo largo del canal de Saint Martin, un área antaño deprimida y hoy muy de moda, y del bulevar Voltaire. Un área de bares, restaurantes y vida nocturna. Estaba muy concurrida el viernes por la noche. En París, como en Madrid o Barcelona, el clima otoñal resulta por ahora extrañamente cálido. La gente paseaba o se aglomeraba en las terrazas. Blancos fáciles.
CADÁVERES EN LA 'ZONA POPULAR'
Otra generalización grosera: si toman un mapa de París, lo que está hacia la izquierda (Louvre, Tullerías, Vendôme, Inválidos, Campo de Marte, etcétera) tiende a ser, en términos políticos y sociológicos, derecha, y lo que está hacia la derecha (República, Bastilla, Vosgos, etcétera) tiende a ser izquierda. Los cadáveres del viernes se amontonaron en la zona a la que históricamente se atribuye un carácter izquierdista, o progresista, o popular, o juvenil, o mestizo. En esa zona, pero no donde los terroristas atacaron, sino más bien entre Les Halles y el Marais, también residen muchos judíos ortodoxos.No me siento capaz de afirmar que los parisinos están, hoy sábado, mientras paseo, traumatizados. O indignados. O asustados. Es posible que lo estén y algunos a los que pregunto dicen estarlo. Como he aventurado antes, sólo me atrevo a constatar que les faltan horas de sueño. Lo otro ya lo veremos, aunque es de suponer que costará digerir un suceso tan cruento y terrorífico y que habrá consecuencias políticas. Sin ninguna duda, la sensación de estupor y aturdimiento se hace más evidente que tras los anteriores atentados, los de Charlie Hebdo y el supermercado judío.
AEROPUERTO BLINDADO
A las nueve de la mañana, en el momento de llegar a París, el aeropuerto de Orly estaba en calma y no existía ningún tipo de control especial. Como siempre, las maletas facturadas salían directamente al exterior. Nadie me pidió papeles ni miró mi equipaje. En el Charles de Gaulle, por el contrario, a esa misma hora los controles de pasaportes eran exhaustivos. La entrada a París por el sur, por la Puerta de Orleans, estaba semidesierta, como los domingos muy temprano. La calle Rennes, una gran vía comercial, apenas respiraba. Algunos comercios habían abierto. Otros, no.Nadie sabía en qué consistía exactamente el estado de emergencia declarado por el presidente François Hollande. No se cerró ninguna frontera, pero sí la Torre Eiffel. Se recomendó a los ciudadanos que no abandonaran sus domicilios salvo en caso de necesidad, pero no se prohibió que la gente recuperara la calle y la normalizara dentro de lo posible, después de tanta angustia. La policía tenía orden de impedir grandes concentraciones de personas y centenares de agentes pasaron la jornada impidiendo manifestaciones espontáneas de protesta o duelo en la plaza de la República. ¿Cuánta gente debe reunirse para constituir una gran concentración? Un oficial de la Gendarmería responde que no tiene cifras y que el único objetivo es "garantizar la calma". Luego precisa: "Éviter un bordel, quoi". No creo que haga falta traducir. A falta de manifestaciones, que ya llegarán, se multiplican los pequeños homenajes. Y se extiende una gran calma urbana. Todo lo contrario del caos y el terror de unas horas antes. Hay calma, verdaderamente. En los Grandes Bulevares abundan los turistas y está todo abierto. Le pregunto a una joven española, de fin de semana parisino, qué piensa de lo ocurrido: "Qué fuerte, ¿no?". Aclarado. El metro circula con pocos pasajeros. Abundan los taxis. Paro uno para ir a la esquina de las calles Follie-Méricourt y Fontaine du Roi, otro escenario de sangre. El taxista es musulmán. Le pregunto qué siente. Pregunta a su vez si le pregunto como taxista, como parisino o como árabe, va alzando la voz, se enfada y acaba gritando "¡Hijos de puta! ¡Hijos de puta!". La conversación se queda ahí.
«ES LA GUERRA»
Ante el restaurante italiano Casa Nostra (muchos siguen empeñándose en llamarlo Cosa Nostra, que debe sonarles más italiano), otra esquina, otra reja bajada y otro altarcito de flores, velas y dedicatorias. A unos pasos del restaurante, en la otra acera, una placa recuerda que en esta calle, Fontaine du Roi, permaneció alzada la última barricada de la Comuna de París hasta el 28 de mayo de 1871. Una mujer mayor explica a otras dos señoras, con profusión de detalles y señalamientos, cómo ocurrió la matanza de la víspera: "Unos hombres bajaron de un coche negro y empezaron a ametrallar a la gente, una vez, y otra vez, y otra vez, y los cuerpos se amontonaban en el suelo, fue horroroso, horroroso". "¿Estaba usted en el restaurante?", le pregunto. "No, yo vivo dos calles más allá y estaba en casa, esto lo he leído en 'Le Monde'". Ah.Sólo 'Le Monde', que se rige por horarios particulares y se publica a media mañana, ofrece una versión más o menos completa de lo ocurrido. La prensa, 'Le Monde' incluido, utiliza la palabra guerra en titulares como "Es la guerra" o "La guerra llega a París". Resulta normal que ante una agresión tan brutal se recurra a sustantivos rotundos. Sin embargo, uno tiende a pensar que hay guerras y guerras.
En una guerra como la de Irak, o la de ahora en Siria, o en Túnez, o en regiones africanas donde impera Boko Haram, la marca del yihadismo subsahariano, lo que ocurrió en París el viernes por la noche ocurre cada noche, una noche tras otra, una semana tras otra. Hay barrios que viven de forma permanente bajo las bombas y las balas, entre secuestros y mutilaciones, sometidos a un terror constante. Lógicamente, a la gente le entran ganas de escapar y lo hace en cuanto puede. La gente que sufre esas guerras busca refugio. En la actualidad irrumpe en Europa y sigue aglomerándose a sus puertas.