El ocaso del carbón
El mineral negro impulsó la riqueza de Europa y su unidad política. La amenaza del cambio climático ha propiciado el declive de esta fuente de energía altamente contaminante
JEAN-MICHEL BEZAT, El País
El tiempo pasa y el capitalismo 3.0 triunfa con sus ejércitos de frikis de la tecnología. ¿Cómo es posible que los gueules noires [caras negras, mineros], símbolo de un mundo casi desaparecido, sigan vigentes en la memoria de Francia, Reino Unido, Polonia o Alemania? Sin duda porque antaño extraían un recurso prodigioso —el carbón— que hizo posible que el Viejo Continente iniciara su desarrollo, que estructuró su historia social y asentó los cimientos de la construcción europea… antes de convertirse en la bestia negra de los movimientos de defensa del medio ambiente. El mineral negro será el principal objeto de debate en la Conferencia Mundial sobre el Clima que se celebrará entre el 30 de noviembre y el 11 de diciembre en Le Bourget, cerca de París.
El carbón ha conocido días mejores. “¿Qué nación no ha sentido celos de esos inmensos bancos de hulla, de esas Indias negras de Reino Unido, verdadera fuente de su poderío industrial y comercial?”, decía un alto funcionario francés en 1837. Por entonces, ese país era el escenario, desde hacía ya medio siglo, de la primera revolución industrial, marcada por el auge de la siderurgia y el textil, antes de que la electricidad y el petróleo condujeran a Europa a una segunda revolución. Las grandes cuencas industriales se establecieron sobre las minas, o cerca de ellas, como si estuvieran conectadas por un rico y largo filón subterráneo: Escocia, Gales y norte de Inglaterra, Bélgica, norte de Francia, el Ruhr alemán, la Alta Silesia polaca. El carbón favoreció el desarrollo de canales para su transporte, de fábricas que quemaban coque para producir acero, vital para el despliegue de las vías férreas y, más tarde, para el de la electricidad.
La mina dio pie a un imaginario social forjado a base de sufrimiento humano y luchas colectivas. Las imágenes remontan a la superficie desde el pasado: buscadores de cinco años, esclavos blancos empujando por las galerías unas vagonetas cargadas de hulla, mortíferas explosiones de grisú, arengas sindicales ante la bocamina. En Europa (como en EE UU), las huelgas de mineros fueron más frecuentes, más largas y más duras que en otros sectores.
Lo que impulsó la riqueza económica del Viejo Continente impulsó también su historia política. La industria del carbón contribuyó a la emergencia de la democracia en el siglo XIX, pues los mineros pudieron utilizar el arma de la huelga, e incluso del sabotaje, para defender sus reivindicaciones sociales y políticas (salarios decentes, representación sindical, jubilación, sanidad…), sostiene el historiador y politólogo norteamericano Timothy Mitchell en Carbon Democracy (Verso, Londres-Nueva York, 2011). “El flujo y la concentración de la energía permitieron aunar las demandas de los mineros con las de otros trabajadores y dar a sus argumentos una fuerza técnica que no podía ser ignorada fácilmente”, escribe. En 1890, asustado por sus huelgas en Alemania, el emperador Guillermo II convocó una conferencia internacional para establecer normas sociales en las minas, especialmente la limitación del trabajo de mujeres y niños.
Todavía hoy, el 85% del mineral es consumido en el país de extracción, según la Agencia Internacional de la Energía (AIE). A partir de 1945, el petróleo hizo retroceder la dinámica social impuesta por el carbón, señala Mitchell: recurso menos ávido de mano de obra, transportado a través del planeta y alejado de los lugares de consumo, el oro negro es la energía de la globalización, que ha permitido debilitar la capacidad humana para perturbar la actividad económica.
Tras la II Guerra Mundial, la roca negra seguía siendo la primera fuente de energía en Europa, por delante del petróleo. No es casual que fuera la primera herramienta de su unificación. El 9 de mayo de 1950, París propuso una Comunidad Europea del Carbón y el Acero (CECA) entre Francia, la RFA, Italia y los tres países del Benelux, dotada de una autoridad supranacional para pilotar dos sectores claves. De este modo, Robert Schuman pretendía hacer la guerra “no solo impensable, sino materialmente imposible”. Mediante un apoyo masivo a estas industrias, también quería “permitir que se modernizasen, optimizasen su producción y redujesen sus costes”.
Pero lo que ayudó a Europa a alcanzar tiempos de bonanza económica puede ser ahora su perdición debido a la amenaza del cambio climático. Se empieza a estigmatizar a los grandes países carboníferos (Polonia, Alemania) que continúan explotándolo y quemándolo en sus centrales. “Estas críticas tienen más eco a partir del momento en que los proyectos piloto de captación y almacenamiento de dióxido de carbono, apoyados por Bruselas, han resultado decepcionantes”, señala el climatólogo Jean Jouzel, vicepresidente del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Clima (GIEC). Aunque los industriales dominan bien la captación, no han resuelto la cuestión del almacenamiento. Esas tecnologías son caras y los municipios rechazan que se entierre carbono cerca de sus casas.
La OCDE reclama el fin de las subvenciones al carbón. Ante la presión de la opinión pública y la amenaza de una tasa al carbono, los gestores de fondos soberanos, banqueros, aseguradores e industriales se desvinculan del sector. Hasta el papa Francisco, que ha afirmado que las energías fósiles, “sobre todo el carbón”, deben ser sustituidas “sin tardanza” por energías renovables. ¿Es realista, teniendo en cuenta que un estudio reciente publicado por la revista Nature revela que para limitar el calentamiento del planeta a dos grados, China e India tendrían que renunciar a explotar el 70% de su carbón, África el 90%, EE UU el 92% y Europa el 78%?
Sin embargo, ningún continente ha llevado a cabo su transición energética mejor que Europa: actualmente, solo es responsable del 5% de la producción mundial de carbón (7.800 millones de toneladas en 2014) y de menos del 10% de su consumo. Aún cuenta con 280 centrales y el cierre de minas no rentables obedece más a la necesidad económica que a la virtud ecológica, como bien saben los mineros británicos inmersos entre 1984 y 1985 en el conflicto más largo y violento de su posguerra contra el cierre de los yacimientos de hulla. Las dos últimas minas del país cerrarán en diciembre, últimos estertores de un siglo XIX que no termina de morir.
Jean-Michel Bezat es periodista de Le Monde.
Traducción de José Luis Sánchez-Silva.
JEAN-MICHEL BEZAT, El País
El tiempo pasa y el capitalismo 3.0 triunfa con sus ejércitos de frikis de la tecnología. ¿Cómo es posible que los gueules noires [caras negras, mineros], símbolo de un mundo casi desaparecido, sigan vigentes en la memoria de Francia, Reino Unido, Polonia o Alemania? Sin duda porque antaño extraían un recurso prodigioso —el carbón— que hizo posible que el Viejo Continente iniciara su desarrollo, que estructuró su historia social y asentó los cimientos de la construcción europea… antes de convertirse en la bestia negra de los movimientos de defensa del medio ambiente. El mineral negro será el principal objeto de debate en la Conferencia Mundial sobre el Clima que se celebrará entre el 30 de noviembre y el 11 de diciembre en Le Bourget, cerca de París.
El carbón ha conocido días mejores. “¿Qué nación no ha sentido celos de esos inmensos bancos de hulla, de esas Indias negras de Reino Unido, verdadera fuente de su poderío industrial y comercial?”, decía un alto funcionario francés en 1837. Por entonces, ese país era el escenario, desde hacía ya medio siglo, de la primera revolución industrial, marcada por el auge de la siderurgia y el textil, antes de que la electricidad y el petróleo condujeran a Europa a una segunda revolución. Las grandes cuencas industriales se establecieron sobre las minas, o cerca de ellas, como si estuvieran conectadas por un rico y largo filón subterráneo: Escocia, Gales y norte de Inglaterra, Bélgica, norte de Francia, el Ruhr alemán, la Alta Silesia polaca. El carbón favoreció el desarrollo de canales para su transporte, de fábricas que quemaban coque para producir acero, vital para el despliegue de las vías férreas y, más tarde, para el de la electricidad.
La mina dio pie a un imaginario social forjado a base de sufrimiento humano y luchas colectivas. Las imágenes remontan a la superficie desde el pasado: buscadores de cinco años, esclavos blancos empujando por las galerías unas vagonetas cargadas de hulla, mortíferas explosiones de grisú, arengas sindicales ante la bocamina. En Europa (como en EE UU), las huelgas de mineros fueron más frecuentes, más largas y más duras que en otros sectores.
Lo que impulsó la riqueza económica del Viejo Continente impulsó también su historia política. La industria del carbón contribuyó a la emergencia de la democracia en el siglo XIX, pues los mineros pudieron utilizar el arma de la huelga, e incluso del sabotaje, para defender sus reivindicaciones sociales y políticas (salarios decentes, representación sindical, jubilación, sanidad…), sostiene el historiador y politólogo norteamericano Timothy Mitchell en Carbon Democracy (Verso, Londres-Nueva York, 2011). “El flujo y la concentración de la energía permitieron aunar las demandas de los mineros con las de otros trabajadores y dar a sus argumentos una fuerza técnica que no podía ser ignorada fácilmente”, escribe. En 1890, asustado por sus huelgas en Alemania, el emperador Guillermo II convocó una conferencia internacional para establecer normas sociales en las minas, especialmente la limitación del trabajo de mujeres y niños.
Todavía hoy, el 85% del mineral es consumido en el país de extracción, según la Agencia Internacional de la Energía (AIE). A partir de 1945, el petróleo hizo retroceder la dinámica social impuesta por el carbón, señala Mitchell: recurso menos ávido de mano de obra, transportado a través del planeta y alejado de los lugares de consumo, el oro negro es la energía de la globalización, que ha permitido debilitar la capacidad humana para perturbar la actividad económica.
Tras la II Guerra Mundial, la roca negra seguía siendo la primera fuente de energía en Europa, por delante del petróleo. No es casual que fuera la primera herramienta de su unificación. El 9 de mayo de 1950, París propuso una Comunidad Europea del Carbón y el Acero (CECA) entre Francia, la RFA, Italia y los tres países del Benelux, dotada de una autoridad supranacional para pilotar dos sectores claves. De este modo, Robert Schuman pretendía hacer la guerra “no solo impensable, sino materialmente imposible”. Mediante un apoyo masivo a estas industrias, también quería “permitir que se modernizasen, optimizasen su producción y redujesen sus costes”.
Pero lo que ayudó a Europa a alcanzar tiempos de bonanza económica puede ser ahora su perdición debido a la amenaza del cambio climático. Se empieza a estigmatizar a los grandes países carboníferos (Polonia, Alemania) que continúan explotándolo y quemándolo en sus centrales. “Estas críticas tienen más eco a partir del momento en que los proyectos piloto de captación y almacenamiento de dióxido de carbono, apoyados por Bruselas, han resultado decepcionantes”, señala el climatólogo Jean Jouzel, vicepresidente del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Clima (GIEC). Aunque los industriales dominan bien la captación, no han resuelto la cuestión del almacenamiento. Esas tecnologías son caras y los municipios rechazan que se entierre carbono cerca de sus casas.
La OCDE reclama el fin de las subvenciones al carbón. Ante la presión de la opinión pública y la amenaza de una tasa al carbono, los gestores de fondos soberanos, banqueros, aseguradores e industriales se desvinculan del sector. Hasta el papa Francisco, que ha afirmado que las energías fósiles, “sobre todo el carbón”, deben ser sustituidas “sin tardanza” por energías renovables. ¿Es realista, teniendo en cuenta que un estudio reciente publicado por la revista Nature revela que para limitar el calentamiento del planeta a dos grados, China e India tendrían que renunciar a explotar el 70% de su carbón, África el 90%, EE UU el 92% y Europa el 78%?
Sin embargo, ningún continente ha llevado a cabo su transición energética mejor que Europa: actualmente, solo es responsable del 5% de la producción mundial de carbón (7.800 millones de toneladas en 2014) y de menos del 10% de su consumo. Aún cuenta con 280 centrales y el cierre de minas no rentables obedece más a la necesidad económica que a la virtud ecológica, como bien saben los mineros británicos inmersos entre 1984 y 1985 en el conflicto más largo y violento de su posguerra contra el cierre de los yacimientos de hulla. Las dos últimas minas del país cerrarán en diciembre, últimos estertores de un siglo XIX que no termina de morir.
Jean-Michel Bezat es periodista de Le Monde.
Traducción de José Luis Sánchez-Silva.