“Yo pago los salvavidas, pero no tendré para el mío”
Tercera entrega de la huida de Siria de una madre y sus hijos, un adolescente y un desertor
Natalia Sancha Esmirna, El País
Tras pagar los seis pasajes de patera no queda marcha atrás. Um Alí lo sabe. Con la cara desencajada escucha a Mohammed, el intermediario de los traficantes: “Ya podéis hacer compras. Llevad una mochila y una riñonera por persona, tirad el resto. En Grecia os darán lo que necesitéis”. Mohammed les jura que los guardacostas turcos y sirios no solo no les detendrán si les interceptan, sino que les ayudarán a llegar a tierra firme.
Comienza el regateo. En el escaparate de una tienda de Esmirna, en la costa turca, salvavidas comparten vitrina con los nuevos modelos de zapatos llegados de Europa. La dependienta atiende a la familia de migrantes: “Los de fabricación china valen 15 euros, 17 con silbato. Los originales 23 euros”. El pequeño Hassan es el primero en probarse el salvavidas naranja chillón. El niño estalla en llantos cuando su madre compra el que no tiene silbato, por ser más barato. “¡Yo quiero uno con silbato!”, logra articular entre gimoteos. Su hermana Shames se pierde en la tienda en busca de una funda acuática para el móvil, y así poder proseguir con los selfies que marcan su viaje.
Um Alí no tiene dinero suficiente. “Yo pago los salvavidas, pero no tendré para el mío”, dice Ayman. En caso de naufragio, tan solo él, Alí y Hamzi saben nadar. Ayman, el desertor del Ejército de El Asad que se ha unido a la familia Bolhos, podría haber hecho el camino con otros jóvenes y avanzar más rápido. “No sé por qué elegí este grupo. Tengo hermanos y Um Alí me recuerda a mi madre. Ahora que dejo atrás a mi familia, me dan cierto apoyo emocional”, comenta acariciando la cabeza de Nur, que se ha quedado enroscada a su pierna con el salvavidas puesto.
Otra familia siria con dos bebés se prueba los chalecos salvavidas. Los referidos como originales tan solo muestran un cosido un tanto mejor que los chinos. La dependienta les ofrece un modelo para bebés que incluye un pañal de plástico, por “tan solo 20 euros”. No queda dinero para flotadores después de saber que cada pasajero habrá de pagar otros 45 euros por el taxi hasta el punto de salida de la patera.
“Cambio de planes, salimos a las 20 horas. Tenemos que movernos ya”, irrumpe Mohammed. Por primera vez en cuatro días de viaje, surge un estremecedor silencio. Como zombis, siguen al simsar –intermediario- a través de Esmirna. “Al pasar veréis a Abu Nur, vuestro traficante, pero no le miréis. Una vez lleguemos al parque os sentáis en uno de los bancos. Esperad nuestra señal y, cuando lleguen los taxis, os subís”, explica Mohammed alejándose del grupo. En el camino cruzan la mirada con otros transeúntes también cargados con la gran bolsa negra, esa que oculta los salvavidas naranjas. En un pestañeo comparten un breve suspiro de acongojo y un “que Dios os proteja” susurrado al vuelo.
Momentos de duda
Um Alí y el resto toman asiento en un banco del parque. La mujer enciende un pitillo sin percatarse de que el anterior se consume todavía. “¡No quiero subirme a la patera! ¡Nos volvemos a Líbano!”, estalla. La líder del grupo, la mujer fuerte que ha cargado con cuatro hijos desde Siria a Líbano primero, y de Líbano a Esmirna después, se desmorona. “¡Yo quería darles una vida mejor; no matarlos!”. El joven Alí se rebela al ver a su madre dudar. “¿Y para qué nos has arrastrado hasta aquí entonces? ¡No te lo pedimos, tú te empeñaste! ¡Nos vamos a Europa aunque tú te quedes aquí!”.
El traficante Abu Nur aparece y agarra suavemente la mano de Um Alí arrastrándola hacia un lugar menos visible. Transformado repentinamente en psicólogo le enseña una foto del que dice que es su hijo menor. “Es normal que estés nerviosa. Pero has hecho lo correcto. Luchas por tus hijos”. Luego le tiende su teléfono: “Habla con mi mujer, es madre como tú”. Toda artimaña es buena para no poner en peligro la operación de las mafias, que en ese momento mantienen a un centenar de migrantes sirios en el parque, aguardando la salida de sus pateras. Calculadora en mente, a más de 1.000 euros por viajero son unos 110.000 euros sentados entre arbustos que Um Alí puede poner en peligro con su crisis.
Um Alí se rinde ante la voz de la mujer del traficante. Los taxis recogerán poco a poco a los migrantes para transportarlos hasta el punto de partida de la patera. Desde la ventanilla se despiden. “No tengo miedo a la muerte. La hemos visto pasar por delante ya muchas veces”, intenta reconfortar a su madre con una inusitada madurez la joven Nur al tiempo que se arregla el pañuelo sobre la cabeza y hace lo propio con el de su madre. Shames, aprovecha para tomar otro selfie. “Claro que tengo miedo. Este es el trayecto más peligroso, pero está todo en manos de Alá”, se despide cargando las mochilas en el maletero el joven Hamzi, el adolescente que se sumó al grupo en el trayecto.
Una vez desaparecen los taxis amarillos, el traficante prosigue su discurso ante la periodista, a la que considera una refugiada más aunque no haya querido subir a una patera: “Yo entiendo a Um Alí, es madre y quiere proteger a sus hijos. Es una decisión muy dura, pero al fin y al cabo son pocos los que mueren comparados con los que lo logran”. Rehúsa dar las coordenadas del punto de partida, que inicialmente debía ser Bodrun, pero será a tres horas y media de coche en dirección opuesta. “La patera nos cuesta 20.000 euros”, dice, dando por sentado que los refugiados no saben contar. Una zodiac apenas vale 400 euros en el mercado negro, pero las mafias controlan los puntos de salida operativos e impiden el acceso a aquellos que lo intentan por su cuenta. “Nuestros informadores nos dirán cuando esté despejado el camino de patrullas costeras. No te preocupes por ellos, están en buenas manos”.
Natalia Sancha Esmirna, El País
Tras pagar los seis pasajes de patera no queda marcha atrás. Um Alí lo sabe. Con la cara desencajada escucha a Mohammed, el intermediario de los traficantes: “Ya podéis hacer compras. Llevad una mochila y una riñonera por persona, tirad el resto. En Grecia os darán lo que necesitéis”. Mohammed les jura que los guardacostas turcos y sirios no solo no les detendrán si les interceptan, sino que les ayudarán a llegar a tierra firme.
Comienza el regateo. En el escaparate de una tienda de Esmirna, en la costa turca, salvavidas comparten vitrina con los nuevos modelos de zapatos llegados de Europa. La dependienta atiende a la familia de migrantes: “Los de fabricación china valen 15 euros, 17 con silbato. Los originales 23 euros”. El pequeño Hassan es el primero en probarse el salvavidas naranja chillón. El niño estalla en llantos cuando su madre compra el que no tiene silbato, por ser más barato. “¡Yo quiero uno con silbato!”, logra articular entre gimoteos. Su hermana Shames se pierde en la tienda en busca de una funda acuática para el móvil, y así poder proseguir con los selfies que marcan su viaje.
Um Alí no tiene dinero suficiente. “Yo pago los salvavidas, pero no tendré para el mío”, dice Ayman. En caso de naufragio, tan solo él, Alí y Hamzi saben nadar. Ayman, el desertor del Ejército de El Asad que se ha unido a la familia Bolhos, podría haber hecho el camino con otros jóvenes y avanzar más rápido. “No sé por qué elegí este grupo. Tengo hermanos y Um Alí me recuerda a mi madre. Ahora que dejo atrás a mi familia, me dan cierto apoyo emocional”, comenta acariciando la cabeza de Nur, que se ha quedado enroscada a su pierna con el salvavidas puesto.
Otra familia siria con dos bebés se prueba los chalecos salvavidas. Los referidos como originales tan solo muestran un cosido un tanto mejor que los chinos. La dependienta les ofrece un modelo para bebés que incluye un pañal de plástico, por “tan solo 20 euros”. No queda dinero para flotadores después de saber que cada pasajero habrá de pagar otros 45 euros por el taxi hasta el punto de salida de la patera.
“Cambio de planes, salimos a las 20 horas. Tenemos que movernos ya”, irrumpe Mohammed. Por primera vez en cuatro días de viaje, surge un estremecedor silencio. Como zombis, siguen al simsar –intermediario- a través de Esmirna. “Al pasar veréis a Abu Nur, vuestro traficante, pero no le miréis. Una vez lleguemos al parque os sentáis en uno de los bancos. Esperad nuestra señal y, cuando lleguen los taxis, os subís”, explica Mohammed alejándose del grupo. En el camino cruzan la mirada con otros transeúntes también cargados con la gran bolsa negra, esa que oculta los salvavidas naranjas. En un pestañeo comparten un breve suspiro de acongojo y un “que Dios os proteja” susurrado al vuelo.
Momentos de duda
Um Alí y el resto toman asiento en un banco del parque. La mujer enciende un pitillo sin percatarse de que el anterior se consume todavía. “¡No quiero subirme a la patera! ¡Nos volvemos a Líbano!”, estalla. La líder del grupo, la mujer fuerte que ha cargado con cuatro hijos desde Siria a Líbano primero, y de Líbano a Esmirna después, se desmorona. “¡Yo quería darles una vida mejor; no matarlos!”. El joven Alí se rebela al ver a su madre dudar. “¿Y para qué nos has arrastrado hasta aquí entonces? ¡No te lo pedimos, tú te empeñaste! ¡Nos vamos a Europa aunque tú te quedes aquí!”.
El traficante Abu Nur aparece y agarra suavemente la mano de Um Alí arrastrándola hacia un lugar menos visible. Transformado repentinamente en psicólogo le enseña una foto del que dice que es su hijo menor. “Es normal que estés nerviosa. Pero has hecho lo correcto. Luchas por tus hijos”. Luego le tiende su teléfono: “Habla con mi mujer, es madre como tú”. Toda artimaña es buena para no poner en peligro la operación de las mafias, que en ese momento mantienen a un centenar de migrantes sirios en el parque, aguardando la salida de sus pateras. Calculadora en mente, a más de 1.000 euros por viajero son unos 110.000 euros sentados entre arbustos que Um Alí puede poner en peligro con su crisis.
Um Alí se rinde ante la voz de la mujer del traficante. Los taxis recogerán poco a poco a los migrantes para transportarlos hasta el punto de partida de la patera. Desde la ventanilla se despiden. “No tengo miedo a la muerte. La hemos visto pasar por delante ya muchas veces”, intenta reconfortar a su madre con una inusitada madurez la joven Nur al tiempo que se arregla el pañuelo sobre la cabeza y hace lo propio con el de su madre. Shames, aprovecha para tomar otro selfie. “Claro que tengo miedo. Este es el trayecto más peligroso, pero está todo en manos de Alá”, se despide cargando las mochilas en el maletero el joven Hamzi, el adolescente que se sumó al grupo en el trayecto.
Una vez desaparecen los taxis amarillos, el traficante prosigue su discurso ante la periodista, a la que considera una refugiada más aunque no haya querido subir a una patera: “Yo entiendo a Um Alí, es madre y quiere proteger a sus hijos. Es una decisión muy dura, pero al fin y al cabo son pocos los que mueren comparados con los que lo logran”. Rehúsa dar las coordenadas del punto de partida, que inicialmente debía ser Bodrun, pero será a tres horas y media de coche en dirección opuesta. “La patera nos cuesta 20.000 euros”, dice, dando por sentado que los refugiados no saben contar. Una zodiac apenas vale 400 euros en el mercado negro, pero las mafias controlan los puntos de salida operativos e impiden el acceso a aquellos que lo intentan por su cuenta. “Nuestros informadores nos dirán cuando esté despejado el camino de patrullas costeras. No te preocupes por ellos, están en buenas manos”.