Las sombras del imperio

La caída de la Unión Soviética dejó de lado cuestiones clave reabiertas años después por Putin y que ayudan a entender la actual escalada de tensión entre Rusia y EE UU

Serhii Plokhy, El País
En sus recientes discursos en Naciones Unidas, el presidente estadounidense, Barack Obama, y el ruso, Vladímir Putin, criticaron mutuamente sus respectivas políticas sobre Siria y Ucrania. Su reunión posterior duró 90 minutos en vez de los 60 previstos, pero no produjo resultados tangibles. Unos días después, el Consejo de la Federación Rusa hizo público un decreto que autorizaba a Putin a desplegar la fuerza aérea en Siria, y el Gobierno ruso exigió a Estados Unidos que sus aviones dejaran de sobrevolar dicho país. Tanto la retórica como las acciones de los dos dirigentes recuerdan cada vez más a la guerra fría, cuyo final simbólico quedó plasmado en la Conferencia de Paz de Madrid, en octubre de 1991; la última cumbre mundial en la que participó el presidente soviético Mijaíl Gorbachov.


La Conferencia de Madrid, que puso en marcha el intento más fructífero hasta la fecha de llevar la paz a Oriente Próximo, fue resultado de una cooperación sin precedentes entre Moscú y Washington. Como demostraron las entrevistas de Gorbachov con el presidente George H. W. Bush en Madrid, no había prácticamente ninguna cuestión sobre la mesa en la que ambos no estuvieran de acuerdo. En vísperas de la cumbre, los soviéticos establecieron relaciones diplomáticas con Israel sin molestarse en informar a su principal aliado en la región, Siria, y, a propósito de ellos, Bush dijo al emir de Bahréin: “No creemos que vayan a volver a ser un peligro para nuestros intereses en Oriente Próximo”. En Madrid, Bush acordó ampliar la ayuda económica a la Unión Soviética para mantener a Gorbachov en un momento en el que las repúblicas de la Unión estaban escindiéndose. Sin embargo, en privado, era muy escéptico sobre el futuro del país y las perspectivas políticas del presidente que había puesto fin a la guerra fría con él.

En 1991, como ahora, el problema crucial era Ucrania. En la cena organizada por el rey Juan Carlos, que contó con la presencia del presidente Felipe González, Bush preguntó a Gorbachov si creía que los ucranios votarían por la independencia en el referéndum previsto para poco después. Gorbachov le aseguró que Ucrania permanecería dentro de Rusia, porque tenía su propio problema, los 15 millones de habitantes de etnia rusa que, según él, vivían en su territorio. Bush aseguró a Gorbachov que estaba animando a las repúblicas a que colaborasen con el centro. En efecto, esa era la política de Estados Unidos.

No obstante, cuando en noviembre de 1991 empezaron a llegar a la Casa Blanca informaciones de que los ucranios iban a votar en su inmensa mayoría a favor de la independencia (así fue, con un 90%), Bush tuvo que cambiar de estrategia y abandonar a Gorbachov. Optó por apoyar a Borís Yeltsin en Rusia, Leónidas Kravchuk en Ucrania y Stanislau Shushkevich en Bielorrusia, que, en diciembre de ese mismo año, decidieron disolver la Unión Soviética y crear la Comunidad de Estados Independientes. Aquel fue el fin, no solo de Gorbachov, sino de toda una era. El nuevo y prometedor comienzo parecía estar por delante de la región y del mundo. Pocos años antes, el politólogo estadounidense Francis Fukuyama había anunciado el fin de la Historia y la victoria definitiva del liberalismo. Era imposible imaginar un final mejor, si no de la Historia, al menos de la historia de la guerra fría.

Esas son la época y la atmósfera que describo en mi libro El último imperio: los días finales de la Unión Soviética. En él analizo la historia de ese periodo y trato de ayudar a entender por qué se han estropeado las cosas durante los últimos veintitantos años, hasta culminar en la intervención militar rusa en Georgia en 2008, la anexión de Crimea en 2014 y la guerra actual contra Ucrania en las provincias orientales de dicho país. Como muestro en mi libro, los intentos de Putin de recuperar Ucrania y otras antiguas repúblicas soviéticas son consecuencia de la decisión que tomaron desde muy pronto las autoridades de Moscú de conservar el control político, económico y militar del “entorno inmediato”, que es como la clase dirigente rusa y los medios de comunicación llamaban a esas repúblicas. Ya en el otoño de 1991, los asesores de Yeltsin preveían que Rusia volvería a albergar a las repúblicas fronterizas en un plazo de 20 años. Y confiaban en poderlo hacer por medios pacíficos.

Como muchas otras antiguas potencias coloniales, Rusia renunció al imperio porque no tenía los recursos necesarios para sostener los costes de mantenerlo. Sin embargo, a diferencia de casi todas las demás, se quedó con los abundantes recursos de gas y petróleo de ese imperio, porque casi todas las reservas soviéticas estaban en la Siberia rusa. Por consiguiente, la caída de la URSS tenía más ventajas que inconvenientes para Rusia. El control de los recursos energéticos facilitó el divorcio en 1991 e impidió un conflicto armado entre Rusia y las repúblicas que se declararon independientes. Hoy sabemos que, en realidad, el conflicto no se evitó, sino que solo se aplazó. En los últimos diez años, la subida de los precios del gas y el petróleo han permitido a Rusia reconstruir su poderío económico y militar, volver a plantear las disputas sobre fronteras y territorios y reforzar su campaña para volver a reunir las repúblicas soviéticas más de veinte años después de la caída del imperio.

Hoy, 25 años después del fin de la guerra fría, de la desintegración de los Estados multiétnicos de Yugoslavia, la Unión Soviética y Checoslovaquia, el mundo vuelve a enfrentarse a la posibilidad de más desintegración de los Estados existentes. Ya están modificándose, de hecho, si no de derecho, las fronteras en Irak y Siria, Moldavia, Georgia y Ucrania. El referéndum en Quebec en los años noventa, el reciente en Escocia y las elecciones en Cataluña hace unos días nos dicen que, además de Oriente Próximo y Europa del Este, Norteamérica y Europa occidental tampoco son inmunes a los movimientos secesionistas capaces de desembocar en la formación de nuevos Estados y transformar las fronteras.

Si hay algo que la desintegración de la Unión Soviética puede enseñar a los políticos actuales es que es posible negociar posturas y modificar fronteras sin necesidad de derramar sangre. El tono relativamente pacífico de la caída de la Unión Soviética la distingue de la desintegración de Yugoslavia, y pone de relieve el contraste entre las políticas de la dirección actual de Rusia y las de Yeltsin en 1991. Yeltsin, Kravchuck, Shushlevich y el presidente de Kazajstán, Nursultán Nazarbáyev, consiguieron algo que parecía imposible en aquel momento, disolver una superpotencia nuclear sin que estallara un conflicto entre las repúblicas que la formaban y que tenían sus propias armas nucleares. Si las cosas hubieran salido mal entonces, el mundo habría podido encontrarse con lo que algunos llamaron “una guerra como la de Yugoslavia pero con bombas nucleares”, una guerra nuclear.

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