De emblema de BMW en Bolivia a taxista en Madrid: así es el actual máximo goleador del fútbol español
Gerardo Berodia, el 'pichichi' de todas las categorías del fútbol español, juega hoy en el Navalcarnero mientras trabaja 12 horas diarias en el taxi. En la pasado, tras vagar por varios equipos se fue a Bolivia, donde se convirtió en una estrella. "Me pedían hacerme vídeos para los cumpleaños de los niños". Pero un terrible accidente de su hijo le hizo volver.
ALFREDO VARONA
MADRID
Hay historias con el corazón dividido, imposibles de olvidar. Si no fuera porque la vida es así, uno tiene derecho a pensar que estas cosas sólo suceden en la literatura o en el cine. Pero la realidad es que Gerardo Berodia (Madrid, 1981) acaba de hacer un alto en el taxi. Las calles de Madrid, al mando de ese Seat Toledo, que conduce de diez a doce horas diarias, ya casi no guardan secretos para él. Y no sería nada extraño si no es porque su historia no es como la de los demás taxistas. Ni siquiera como la de un ciudadano normal.
Hasta el año pasado, era un ídolo en Bolivia, donde jugaba en el Jorge Wilstermann. Un futbolista con el número ’10’, con el talento íntegro que impactó al país entero. “Me convirtieron en un icono publicitario, de marcas de trajes y hasta de la BMW”. La admiración creció hasta lo infinito en Cochabamba, a 2.600 metros de altitud, la ciudad que se emocionó a su lado, la que lo convirtió en un ídolo de masas y, en definitiva, la que no quería cambiarlo por nadie.
“No podía ni ir a comer a los restaurantes. Había niños que se abrazaban a mí llorando, padres que me pidieron hacerme vídeos para el cumpleaños de sus hijos”, recuerda hoy Gerardo, en una calle céntrica de Madrid sin miedo a recordar, con la nostalgia vigilada. “A las tres semanas de llegar, me quisieron renovar por tres años. Me triplicaron el sueldo. Me eligieron mejor jugador del torneo. Fue algo importante. Alrededor mía se creo una adhesión social que, a los 32 años, yo ya no podía esperar de ninguna manera. Querían, incluso, que me nacionalizase y jugase con su selección”.
Gerardo era un futbolista de la clase media en España, peleado con la suerte que casi nunca le eligió entre sus favoritos. Se crió en el Real Madrid a la vez de Casillas, de la misma generación. Fue elegido el mejor infantil de Europa. Tenía un talento que llamaba la atención hasta que un cáncer en un tobillo detuvo en seco su carrera, que luego se perdió por escenarios de menor enjundia.
Jugó en Ponferradina, Zamora, Alcala o San Sebastián de los Reyes hasta llegar al Lugo, donde siempre le quedará la sensación de que Quique Setién, el entrenador, no se portó bien con él. “Yo era el máximo goleador del equipo cuando, de repente, después de una entrevista que hice para ‘Punto Pelota, en la que conté mi historia, Setién dejó de contar conmigo. Llegó a decirme, incluso, que no iba a ir ni convocado. La hinchada coreaba mi nombre en la grada, pero él decía que no era nada personal”.
Esa maldita puerta de cristal
Su solución fue la de emigrar en enero de 2013 a Bolivia, una extraña oportunidad que, sin embargo, hoy es inseparable de lo mejor de su vida. Allí, en una ciudad que cada fin de semana llenaba las 40.000 localidades del estadio, Gerardo fue como ‘Ciudadano Kane’. Un futbolista que despertó una enorme curiosidad entre la población, que le juró amor eterno, que le regaló un BMW de última generación para desplazarse por la ciudad y que adoraba como él tocaba la pelota, incluso, en campos como el del Potosí, a 4.100 metros de altitud.
Pero Berodia, por encima de todo, era el talento, el número ’10’. “Podía tirarme hasta 40 minutos seguidos firmando autógrafos. Había entrenamientos que venían 2.000 personas a vernos que no hacían más que gritar mi nombre”. La relación fue provechosa en todos los sentidos. Ganó dinero y conoció el lujo: “Yo vivía en la zona norte de la ciudad, en una urbanización en la que no faltaba de nada, piscina, jacuzzi…., de todo. Había veces, incluso, en las que iba caminando a entrenar”.
Pero en medio de la perfección apareció el drama. “Mi hijo tuvo un accidente grave. Se cortó con una puerta de cristal en la urbanización al salir de la piscina, rodillas, pies, manos, por todos lados. Mi mujer, que no se adaptaba a la altitud, ya no aguantó más. Quiso venir a Madrid para que el niño continuase la rehabilitación en la clínica Cemtro y yo tuve que elegir entre la familia y el fútbol y no lo dudé. Cada uno tiene sus valores, que no se pueden cambiar, y en esta vida hay que elegir”.
Y Gerardo Berodia regresó a España, a su casa, la que se había comprado en Arroyomolinos, ciudad dormitorio al sur de Madrid, y que llevaba años cerrada. El cambio fue enorme, porque aquí la vida no se parece nada a la que tenía en Bolivia, donde hicieron lo posible para convencerle de que se quedase. “Pero yo volví. Tenía que volver por mi hijo y no me arrepiento. Hoy, el niño ya hace vida normal. Juega al fútbol, hace atletismo, apenas le quedaron secuelas de los 600 puntos que le dieron”. Y esa es la felicidad del padre, hombre de 34 años que, en su regreso a España, se encontró con un escenario más prosaico, sin las credenciales que le sobraban en Cochabamba, donde jugaba frente a 40.000 personas, conducía un BMW y le ovacionaban en los mejores restaurantes de la ciudad.
La licencia del taxi
La diferencia es que hoy conduce un taxi, un Seat Toledo, "porque tengo que trabajar". Juega en Tercera división, en el Navalcarnero, donde la vida no se parece. Pasa diez o doce horas diarias en el taxi “que afortunadamente es mío. Hace cinco años me metí en el negocio. Me compré la licencia por 150.000 euros porque entendía que un taxi es un valor de trabajo seguro”. Luego, va a entrenar, “y raro es el día en el que llego a casa antes de las once de la noche”, casi destrozado de tanto trajín, ajeno a la figura que fue en Bolivia, donde “supongo que serían incapaces de imaginarse que yo soy taxista en Madrid. Hace un tiempo, precisamente, cogí a un cliente que era boliviano de Cochabamba y cuando le dije que yo era Berodia no se lo podía creer. Se hizo fotos, abrazos conmigo y las mandó por Whattsap a toda su familia, amigos y demás”. Sin embargo, Gerardo no se deja llevar por la crueldad de una situación como ésta, insólita, kafkiana, una doble vida en una sola persona, maldita sea.
“La última vez que fui a Bolivia estuve un par de semanas. Había miles de personas, de periodistas para recibirme en el aeropuerto. Y luego cuando regresé a Madrid tenía al taxi, a mi taxi, esperándome en la puerta”, dice a la vez que insiste que no se hace mala sangre.
“Al contrario. Doy gracias por vivir un sueño como ese que no podía ni imaginar. Y luego, con el regreso a Madrid, más o menos todo volvió a la normalidad. Pude ir a algún Segunda B, pero con los problemas de dinero que hay en esa categoría no me mereció la pena irme de Madrid y arriesgar. Mi hijo ya se merece echar raíces en su casa”. Y para no enterrar al futbolista que siempre será, Gerardo Berodia aceptó la propuesta del Navalcarnero en Tercera, donde hoy, con 8 goles en 6 partidos, es el máximo goleador de todas las categorías en el fútbol español. Quizá por eso nos hemos acordado de él y de su historia que no se parece a la de nadie, porque tal vez sea digna de un ‘Best Seller’, enrevesado como su vida misma.
ALFREDO VARONA
MADRID
Hay historias con el corazón dividido, imposibles de olvidar. Si no fuera porque la vida es así, uno tiene derecho a pensar que estas cosas sólo suceden en la literatura o en el cine. Pero la realidad es que Gerardo Berodia (Madrid, 1981) acaba de hacer un alto en el taxi. Las calles de Madrid, al mando de ese Seat Toledo, que conduce de diez a doce horas diarias, ya casi no guardan secretos para él. Y no sería nada extraño si no es porque su historia no es como la de los demás taxistas. Ni siquiera como la de un ciudadano normal.
Hasta el año pasado, era un ídolo en Bolivia, donde jugaba en el Jorge Wilstermann. Un futbolista con el número ’10’, con el talento íntegro que impactó al país entero. “Me convirtieron en un icono publicitario, de marcas de trajes y hasta de la BMW”. La admiración creció hasta lo infinito en Cochabamba, a 2.600 metros de altitud, la ciudad que se emocionó a su lado, la que lo convirtió en un ídolo de masas y, en definitiva, la que no quería cambiarlo por nadie.
“No podía ni ir a comer a los restaurantes. Había niños que se abrazaban a mí llorando, padres que me pidieron hacerme vídeos para el cumpleaños de sus hijos”, recuerda hoy Gerardo, en una calle céntrica de Madrid sin miedo a recordar, con la nostalgia vigilada. “A las tres semanas de llegar, me quisieron renovar por tres años. Me triplicaron el sueldo. Me eligieron mejor jugador del torneo. Fue algo importante. Alrededor mía se creo una adhesión social que, a los 32 años, yo ya no podía esperar de ninguna manera. Querían, incluso, que me nacionalizase y jugase con su selección”.
Gerardo era un futbolista de la clase media en España, peleado con la suerte que casi nunca le eligió entre sus favoritos. Se crió en el Real Madrid a la vez de Casillas, de la misma generación. Fue elegido el mejor infantil de Europa. Tenía un talento que llamaba la atención hasta que un cáncer en un tobillo detuvo en seco su carrera, que luego se perdió por escenarios de menor enjundia.
Jugó en Ponferradina, Zamora, Alcala o San Sebastián de los Reyes hasta llegar al Lugo, donde siempre le quedará la sensación de que Quique Setién, el entrenador, no se portó bien con él. “Yo era el máximo goleador del equipo cuando, de repente, después de una entrevista que hice para ‘Punto Pelota, en la que conté mi historia, Setién dejó de contar conmigo. Llegó a decirme, incluso, que no iba a ir ni convocado. La hinchada coreaba mi nombre en la grada, pero él decía que no era nada personal”.
Esa maldita puerta de cristal
Su solución fue la de emigrar en enero de 2013 a Bolivia, una extraña oportunidad que, sin embargo, hoy es inseparable de lo mejor de su vida. Allí, en una ciudad que cada fin de semana llenaba las 40.000 localidades del estadio, Gerardo fue como ‘Ciudadano Kane’. Un futbolista que despertó una enorme curiosidad entre la población, que le juró amor eterno, que le regaló un BMW de última generación para desplazarse por la ciudad y que adoraba como él tocaba la pelota, incluso, en campos como el del Potosí, a 4.100 metros de altitud.
Pero Berodia, por encima de todo, era el talento, el número ’10’. “Podía tirarme hasta 40 minutos seguidos firmando autógrafos. Había entrenamientos que venían 2.000 personas a vernos que no hacían más que gritar mi nombre”. La relación fue provechosa en todos los sentidos. Ganó dinero y conoció el lujo: “Yo vivía en la zona norte de la ciudad, en una urbanización en la que no faltaba de nada, piscina, jacuzzi…., de todo. Había veces, incluso, en las que iba caminando a entrenar”.
Pero en medio de la perfección apareció el drama. “Mi hijo tuvo un accidente grave. Se cortó con una puerta de cristal en la urbanización al salir de la piscina, rodillas, pies, manos, por todos lados. Mi mujer, que no se adaptaba a la altitud, ya no aguantó más. Quiso venir a Madrid para que el niño continuase la rehabilitación en la clínica Cemtro y yo tuve que elegir entre la familia y el fútbol y no lo dudé. Cada uno tiene sus valores, que no se pueden cambiar, y en esta vida hay que elegir”.
Y Gerardo Berodia regresó a España, a su casa, la que se había comprado en Arroyomolinos, ciudad dormitorio al sur de Madrid, y que llevaba años cerrada. El cambio fue enorme, porque aquí la vida no se parece nada a la que tenía en Bolivia, donde hicieron lo posible para convencerle de que se quedase. “Pero yo volví. Tenía que volver por mi hijo y no me arrepiento. Hoy, el niño ya hace vida normal. Juega al fútbol, hace atletismo, apenas le quedaron secuelas de los 600 puntos que le dieron”. Y esa es la felicidad del padre, hombre de 34 años que, en su regreso a España, se encontró con un escenario más prosaico, sin las credenciales que le sobraban en Cochabamba, donde jugaba frente a 40.000 personas, conducía un BMW y le ovacionaban en los mejores restaurantes de la ciudad.
La licencia del taxi
La diferencia es que hoy conduce un taxi, un Seat Toledo, "porque tengo que trabajar". Juega en Tercera división, en el Navalcarnero, donde la vida no se parece. Pasa diez o doce horas diarias en el taxi “que afortunadamente es mío. Hace cinco años me metí en el negocio. Me compré la licencia por 150.000 euros porque entendía que un taxi es un valor de trabajo seguro”. Luego, va a entrenar, “y raro es el día en el que llego a casa antes de las once de la noche”, casi destrozado de tanto trajín, ajeno a la figura que fue en Bolivia, donde “supongo que serían incapaces de imaginarse que yo soy taxista en Madrid. Hace un tiempo, precisamente, cogí a un cliente que era boliviano de Cochabamba y cuando le dije que yo era Berodia no se lo podía creer. Se hizo fotos, abrazos conmigo y las mandó por Whattsap a toda su familia, amigos y demás”. Sin embargo, Gerardo no se deja llevar por la crueldad de una situación como ésta, insólita, kafkiana, una doble vida en una sola persona, maldita sea.
“La última vez que fui a Bolivia estuve un par de semanas. Había miles de personas, de periodistas para recibirme en el aeropuerto. Y luego cuando regresé a Madrid tenía al taxi, a mi taxi, esperándome en la puerta”, dice a la vez que insiste que no se hace mala sangre.
“Al contrario. Doy gracias por vivir un sueño como ese que no podía ni imaginar. Y luego, con el regreso a Madrid, más o menos todo volvió a la normalidad. Pude ir a algún Segunda B, pero con los problemas de dinero que hay en esa categoría no me mereció la pena irme de Madrid y arriesgar. Mi hijo ya se merece echar raíces en su casa”. Y para no enterrar al futbolista que siempre será, Gerardo Berodia aceptó la propuesta del Navalcarnero en Tercera, donde hoy, con 8 goles en 6 partidos, es el máximo goleador de todas las categorías en el fútbol español. Quizá por eso nos hemos acordado de él y de su historia que no se parece a la de nadie, porque tal vez sea digna de un ‘Best Seller’, enrevesado como su vida misma.