Una selva es la ‘jaula’ de mujeres que sufren en silencio
Testimonios a los costados de la carretera y en el corazón de un pueblo de Perú muestran el mundo oscuro
El Deber
Los puticlub de carretera aparecen en algunos pueblitos de la selva peruana, en esa ruta que lleva a Puerto Maldonado y después, si uno sigue el asfalto, a la frontera con Brasil y también a la boliviana donde no existe ni control policial ni aduanero.
El objetivo mayor era llegar a Puerto Maldonado, ciudad del sureste del Perú, situada a orillas del río Madre de Dios y uno de los principales núcleos comerciales de la Amazonia. Pero una hora antes de que eso suceda aparece Bajo Arequita, un núcleo urbano que tiene su centro de diversión sexual que abre sus puertas mucho antes de que salga el sol.
Lo que delata a este lugar son los focos rojos y amarillos que llaman la atención desde la carretera. Las fachadas de donde cuelga esta forma llamativa de atraer a los compradores de sexo están a los costados de ese asfalto caliente que atraviesa como una columna vertebral las entrañas del pueblo.
Algunas casitas de madera, otras, de concreto pero sin obra fina. Ahí se las ve a ellas, algunas sentadas en banquetas, otras, apoyadas en el marco de las puertas, vestidas con pantalón corto o blusas con escote.
Una de ellas se acerca con modales de vieja amiga. Invita a destapar una cerveza y que uno se siente a compartir con ella. Asegura que es peruana de nacimiento y que las bolivianas están al otro lado, que ellas tienen su espacio al frente de la carretera, entrando por una calle de tierra, por esa esquina por donde están ingresando aquellos muchachos en moto.
“Pero aquí estará más seguro, tanto para entrar como para salir”, dice, con una sonrisa artificial que lanza cuando un hombre se baja de una moto y le alcanza una botella de Coca Cola de dos litros y una bolsa con comida adentro. “Llegó mi cena, dice, y aclara que si nadie va a hacer pieza con ella se irá a comer, porque después, cuando los mineros empiecen a subir del río para navegar en otras aguas, las del sexo comprado, ella y las otras chicas deben estar con la barriga llena para cumplir con las exigencias de los que las trajeron hasta aquí, los que se creen sus dueños, los que todas las noches, para evitar que salgan al pueblo, les llevan comida y bebida.
Antes de llegar a este lugar, desde el corazón de la ciudad de El Alto, desde el refugio para víctimas de trata, Munasim Kullakita, que en aimara significa ‘quiérete hermanita’, revelaron el dato de que es en esta zona de Perú hasta donde también llegan los que trafican con mujeres bolivianas, porque al tratarse de un centro de explotación de oro, la oferta sexual juega sus mejores cartas que se nutren por una demanda constante y creciente.
Al otro lado de la carretera
Los prostíbulos en Bajo Arequipa no esperan la noche para despertar. Con el sol aún en lo alto del cielo abre el telón el epicentro del comercio sexual oculto entre la selva peruana.
Desde la carretera aparentemente no pasa nada. Este lugar está camuflado por una callecita angosta que si uno la ve desde lejos parece una ruta que bien puede llevar a una zona cualquier del pueblo.
Pero esa calle va al corazón del placer comprado, a ese lugar donde queda al descubierto que existen mujeres bolivianas que tienen vigilantes que les obligan a mantenerse calladas, a hacer cosas contra su voluntad.
Entrar a este lugar requiere cuidados. Hacerlo solo, por ejemplo, es la regla número uno que no se debe romper. Así lo dice el conductor de mototaxi de tres ruedas que se compromete a no irse de ahí, a estar expectante por si el peligro aparece.
El escenario tiene la forma de un patio grande, como el de una cancha de fútbol, pero sin pasto y un poco inclinada. A los costados están los cuartos, algunos con corredores. En ellos está Raquel, la muchacha que me dirá que es boliviana, que fue reclutada en El Alto de Bolivia por una pareja que le prometió trabajar como empleada doméstica, que en Bolivia no tiene a nadie porque ella es hija única y sus padres murieron en un pueblito de la frontera con Chile, que aquí ya aprendió a vivir sin poder salir al pueblo a la hora que quiere, y que pese a todo, aquí tiene la comida segura y a ese hombre que ella llama don Reinaldo, como el que la ‘cuida’ y el que le guarda lo que gana por alquilar su cuerpo, por lo menos tres veces por noche. Ella cree que su carcelero es su ángel de la guarda. Álvaro Costa, responsable de operativos de la Dirección de Trata y Tráfico de Personas de Bolivia, dice que ese tipo de relación entre una víctima y su tratante es común, puesto que este la somete a tal punto que la intimida sicológicamente.
En toda esta zona de Bajo Arequipa, tanto en el patio como en las galerías de las casas, hombres de diferentes edades caminan estirando el cuello, ‘chequeando’ a las mujeres. Algunos llegan en motos, otros lo hacen caminando.
Tenga cuidado, había advertido hace rato el taxista, cuando dijo que ahí los que buscan sexo siempre van entre dos, porque cuando uno entra con la muchacha otro se queda afuera, para evitar que al que ha ingresado le roben la billetera cuando esté en las faenas del sexo. “Hay alguien que se oculta debajo del catre y que mientras la pareja está ocupada se apodera de todo lo que el hombre tenga en su pantalón”, explica. Raquel, por su parte, dice que no sabe con exactitud en qué parte de Perú se encuentra, que solo está enterada de que es una selva que se parece a algunos lugares de Bolivia
El Deber
Los puticlub de carretera aparecen en algunos pueblitos de la selva peruana, en esa ruta que lleva a Puerto Maldonado y después, si uno sigue el asfalto, a la frontera con Brasil y también a la boliviana donde no existe ni control policial ni aduanero.
El objetivo mayor era llegar a Puerto Maldonado, ciudad del sureste del Perú, situada a orillas del río Madre de Dios y uno de los principales núcleos comerciales de la Amazonia. Pero una hora antes de que eso suceda aparece Bajo Arequita, un núcleo urbano que tiene su centro de diversión sexual que abre sus puertas mucho antes de que salga el sol.
Lo que delata a este lugar son los focos rojos y amarillos que llaman la atención desde la carretera. Las fachadas de donde cuelga esta forma llamativa de atraer a los compradores de sexo están a los costados de ese asfalto caliente que atraviesa como una columna vertebral las entrañas del pueblo.
Algunas casitas de madera, otras, de concreto pero sin obra fina. Ahí se las ve a ellas, algunas sentadas en banquetas, otras, apoyadas en el marco de las puertas, vestidas con pantalón corto o blusas con escote.
Una de ellas se acerca con modales de vieja amiga. Invita a destapar una cerveza y que uno se siente a compartir con ella. Asegura que es peruana de nacimiento y que las bolivianas están al otro lado, que ellas tienen su espacio al frente de la carretera, entrando por una calle de tierra, por esa esquina por donde están ingresando aquellos muchachos en moto.
“Pero aquí estará más seguro, tanto para entrar como para salir”, dice, con una sonrisa artificial que lanza cuando un hombre se baja de una moto y le alcanza una botella de Coca Cola de dos litros y una bolsa con comida adentro. “Llegó mi cena, dice, y aclara que si nadie va a hacer pieza con ella se irá a comer, porque después, cuando los mineros empiecen a subir del río para navegar en otras aguas, las del sexo comprado, ella y las otras chicas deben estar con la barriga llena para cumplir con las exigencias de los que las trajeron hasta aquí, los que se creen sus dueños, los que todas las noches, para evitar que salgan al pueblo, les llevan comida y bebida.
Antes de llegar a este lugar, desde el corazón de la ciudad de El Alto, desde el refugio para víctimas de trata, Munasim Kullakita, que en aimara significa ‘quiérete hermanita’, revelaron el dato de que es en esta zona de Perú hasta donde también llegan los que trafican con mujeres bolivianas, porque al tratarse de un centro de explotación de oro, la oferta sexual juega sus mejores cartas que se nutren por una demanda constante y creciente.
Al otro lado de la carretera
Los prostíbulos en Bajo Arequipa no esperan la noche para despertar. Con el sol aún en lo alto del cielo abre el telón el epicentro del comercio sexual oculto entre la selva peruana.
Desde la carretera aparentemente no pasa nada. Este lugar está camuflado por una callecita angosta que si uno la ve desde lejos parece una ruta que bien puede llevar a una zona cualquier del pueblo.
Pero esa calle va al corazón del placer comprado, a ese lugar donde queda al descubierto que existen mujeres bolivianas que tienen vigilantes que les obligan a mantenerse calladas, a hacer cosas contra su voluntad.
Entrar a este lugar requiere cuidados. Hacerlo solo, por ejemplo, es la regla número uno que no se debe romper. Así lo dice el conductor de mototaxi de tres ruedas que se compromete a no irse de ahí, a estar expectante por si el peligro aparece.
El escenario tiene la forma de un patio grande, como el de una cancha de fútbol, pero sin pasto y un poco inclinada. A los costados están los cuartos, algunos con corredores. En ellos está Raquel, la muchacha que me dirá que es boliviana, que fue reclutada en El Alto de Bolivia por una pareja que le prometió trabajar como empleada doméstica, que en Bolivia no tiene a nadie porque ella es hija única y sus padres murieron en un pueblito de la frontera con Chile, que aquí ya aprendió a vivir sin poder salir al pueblo a la hora que quiere, y que pese a todo, aquí tiene la comida segura y a ese hombre que ella llama don Reinaldo, como el que la ‘cuida’ y el que le guarda lo que gana por alquilar su cuerpo, por lo menos tres veces por noche. Ella cree que su carcelero es su ángel de la guarda. Álvaro Costa, responsable de operativos de la Dirección de Trata y Tráfico de Personas de Bolivia, dice que ese tipo de relación entre una víctima y su tratante es común, puesto que este la somete a tal punto que la intimida sicológicamente.
En toda esta zona de Bajo Arequipa, tanto en el patio como en las galerías de las casas, hombres de diferentes edades caminan estirando el cuello, ‘chequeando’ a las mujeres. Algunos llegan en motos, otros lo hacen caminando.
Tenga cuidado, había advertido hace rato el taxista, cuando dijo que ahí los que buscan sexo siempre van entre dos, porque cuando uno entra con la muchacha otro se queda afuera, para evitar que al que ha ingresado le roben la billetera cuando esté en las faenas del sexo. “Hay alguien que se oculta debajo del catre y que mientras la pareja está ocupada se apodera de todo lo que el hombre tenga en su pantalón”, explica. Raquel, por su parte, dice que no sabe con exactitud en qué parte de Perú se encuentra, que solo está enterada de que es una selva que se parece a algunos lugares de Bolivia