Los recortes de Rousseff rasgan las banderas del PT
Un movimiento de trabajadores simboliza el desencanto con el partido gobernante de sus simpatizantes tradicionales
Antonio Jiménez Barca
São Paulo, El País
A más de una hora y media en coche del centro, en la localidad de Embu das Artes, donde la mastodóntica São Paulo termina, se asienta el campamento Paulo Freire. Son miles de casetas hechas con plástico y bambú levantadas en un paraje extraño que linda, por un lado, con el fin de la ciudad y, por otro, con el vergel en que se convierte Brasil cuando se deja a la naturaleza en paz.
Allí, el Movimento dos Trabalhadores Sem Teto (MTST) ha ocupado ilegalmente una finca particular para reivindicar una vivienda. Es una práctica de presión habitual en el país. Los habitantes del campamento (algunos, los más desesperados, duermen allí; otros no) están apuntados a una lista larga. Pero la crisis, y los ajustes que ha emprendido el Gobierno para conjurarla, ha hecho que los programas sociales —bandera electoral de Dilma Rousseff y de su partido, el PT— se resientan y que la perspectiva de recibir una casa, se alargue más de 10 o 15 años. La ilusión de la casa propia se aleja.
En uno de los esquinazos del campamento, en un comedor público hecho con tablas y atendido por voluntarios integrantes del movimiento, especialistas en comidas-rancho como espaguetis con salchichas o feijoada con lo que haya, aguarda una familia. Ella, Vãnia, se trituró el tobillo hace tres años al caerse y salvar con una torsión rara a su hijo, que llevaba en brazos. Perdió el trabajo de limpiadora. Él, Luciano Ferreira, está en paro. Sobreviven con 1.100 reales (algo más de 250 euros) del seguro de desempleo. Están apuntados al Programa Minha Casa Minha Vida, uno de los que sufrirán recortes. Por eso saben que no será fácil encontrar una casa y dejar de vivir de alquiler en un barrio pobre cerca del campamento y adonde acuden todos los días para comer.
También saben que cuando deje de llegar el cheque del paro tal vez tengan que ir todos a vivir al campamento. Aquí hace mucho calor si pega el sol; y se convierte en una torrentera sucia de lodo si llueve. En Brasil no es raro que en el mismo día sucedan ambas cosas. En una esquina hay un retrato de Dilma Rousseff mirando al frente y una frase “La salida está a la izquierda”. Pero hay quien abjura del partido en el Gobierno por considerar que les ha traicionado. La semana pasada, miembros del MTST invadieron sedes del Ministerio de Economía para protestar por los recortes.
Algunos llevaban otro retrato de Rousseff, con el añadido de unas feas uñas con forma de cuchillos, parecidas a las de la película Eduardo Manostijeras. El líder del movimiento, el combativo Guilherme Boulos, ya no esconde sus críticas a un Gobierno y a un partido que siempre tuvo el avance social de Brasil y la lucha por la desigualdad como una de sus principales metas. “Estamos aquí, ocupando este ministerio, simplemente porque está llevando a cabo los cortes que afectan a los programas de vivienda”. Y promete más protestas.
Desde el otro lado, los especialistas recuerdan que para calmar a los mercados y atajar la peligrosa escalada del dólar, la presidenta necesita seguir las rígidas reglas del ministro de Economía, el ortodoxo y liberal Joaquim Levy, en cuanto a contención del gasto. Mientras, la crisis ha saltado a la calle, afectándolo todo. La caída libre del real con respecto al dólar (el jueves alcanzó un nuevo récord histórico al cambiarse, por unas horas, por 4,25 reales) se ha convertido en el elemento palpable y mensurable de una economía en barrena.
El pan sale más caro porque, paradojas de un país inmenso, el trigo se importa de Argentina. En algunos supermercados de la capital paulista las colas de postulantes con el currículum en la mano para una plaza de cajera dan la vuelta a la esquina, cosa impensable hace unos meses. El desempleo ha crecido en un año desde el 5% al 7,6%. Todo lo contrario de los ánimos de una población noqueada, tanto ricos como pobres.
Antonio Jiménez Barca
São Paulo, El País
A más de una hora y media en coche del centro, en la localidad de Embu das Artes, donde la mastodóntica São Paulo termina, se asienta el campamento Paulo Freire. Son miles de casetas hechas con plástico y bambú levantadas en un paraje extraño que linda, por un lado, con el fin de la ciudad y, por otro, con el vergel en que se convierte Brasil cuando se deja a la naturaleza en paz.
Allí, el Movimento dos Trabalhadores Sem Teto (MTST) ha ocupado ilegalmente una finca particular para reivindicar una vivienda. Es una práctica de presión habitual en el país. Los habitantes del campamento (algunos, los más desesperados, duermen allí; otros no) están apuntados a una lista larga. Pero la crisis, y los ajustes que ha emprendido el Gobierno para conjurarla, ha hecho que los programas sociales —bandera electoral de Dilma Rousseff y de su partido, el PT— se resientan y que la perspectiva de recibir una casa, se alargue más de 10 o 15 años. La ilusión de la casa propia se aleja.
En uno de los esquinazos del campamento, en un comedor público hecho con tablas y atendido por voluntarios integrantes del movimiento, especialistas en comidas-rancho como espaguetis con salchichas o feijoada con lo que haya, aguarda una familia. Ella, Vãnia, se trituró el tobillo hace tres años al caerse y salvar con una torsión rara a su hijo, que llevaba en brazos. Perdió el trabajo de limpiadora. Él, Luciano Ferreira, está en paro. Sobreviven con 1.100 reales (algo más de 250 euros) del seguro de desempleo. Están apuntados al Programa Minha Casa Minha Vida, uno de los que sufrirán recortes. Por eso saben que no será fácil encontrar una casa y dejar de vivir de alquiler en un barrio pobre cerca del campamento y adonde acuden todos los días para comer.
También saben que cuando deje de llegar el cheque del paro tal vez tengan que ir todos a vivir al campamento. Aquí hace mucho calor si pega el sol; y se convierte en una torrentera sucia de lodo si llueve. En Brasil no es raro que en el mismo día sucedan ambas cosas. En una esquina hay un retrato de Dilma Rousseff mirando al frente y una frase “La salida está a la izquierda”. Pero hay quien abjura del partido en el Gobierno por considerar que les ha traicionado. La semana pasada, miembros del MTST invadieron sedes del Ministerio de Economía para protestar por los recortes.
Algunos llevaban otro retrato de Rousseff, con el añadido de unas feas uñas con forma de cuchillos, parecidas a las de la película Eduardo Manostijeras. El líder del movimiento, el combativo Guilherme Boulos, ya no esconde sus críticas a un Gobierno y a un partido que siempre tuvo el avance social de Brasil y la lucha por la desigualdad como una de sus principales metas. “Estamos aquí, ocupando este ministerio, simplemente porque está llevando a cabo los cortes que afectan a los programas de vivienda”. Y promete más protestas.
Desde el otro lado, los especialistas recuerdan que para calmar a los mercados y atajar la peligrosa escalada del dólar, la presidenta necesita seguir las rígidas reglas del ministro de Economía, el ortodoxo y liberal Joaquim Levy, en cuanto a contención del gasto. Mientras, la crisis ha saltado a la calle, afectándolo todo. La caída libre del real con respecto al dólar (el jueves alcanzó un nuevo récord histórico al cambiarse, por unas horas, por 4,25 reales) se ha convertido en el elemento palpable y mensurable de una economía en barrena.
El pan sale más caro porque, paradojas de un país inmenso, el trigo se importa de Argentina. En algunos supermercados de la capital paulista las colas de postulantes con el currículum en la mano para una plaza de cajera dan la vuelta a la esquina, cosa impensable hace unos meses. El desempleo ha crecido en un año desde el 5% al 7,6%. Todo lo contrario de los ánimos de una población noqueada, tanto ricos como pobres.