Cruzar antes del amanecer, o nunca

Los migrantes aceleran su viaje ante las noticias de crecientes controles fronterizos

Óscar Gutiérrez
Horgos / Kanjiza, El País
A Acran no le alcanza la vista para ver a dos de sus tres hijos. Se adelantaron caminando por las vías del tren que conducen a la frontera serbo-húngara y toca correr para darles caza. Acran, de 33 años, es paquistaní. Nació en Lahore y allí contrajo matrimonio con Shemin, una mujer enjuta de 32 años que, con gesto serio, relata sin vergüenza por qué han llegado tan lejos. “A mi hermano no le gustaba nuestro matrimonio”, dice Shemin, que sostiene una criatura de un mes de vida. Una historia más si no fuera porque hablan de Pakistán. “Si nos hubiéramos quedado, quizá nos hubiera matado”, apostilla Acran.


Han detenido su marcha a la altura de la estación de Horgos, pequeña localidad en el noroeste de Serbia. Sale el oficial de turno y les obliga a seguir. A tres kilómetros, el paso fronterizo hacia Hungría. Objetivo: pasar antes de que el Ejército se despliegue, se cierre el paso y entren en vigor las nuevas leyes húngaras antiinmigración. Y se prevé que todo eso pueda ocurrir en horas.

El silencio que recorre las dos orillas de las vías de tren tiene poco que ver con el ritmo frenético del último campo de refugiados que han visitado la mayoría de los que transitan por Hungría. Está situado en el pueblo de Kanjiza, a unas tres horas en autobús desde Belgrado, la capital serbia. Muchos llegaron en bus. A otros no les llegó el dinero y pararon en medio de la autopista para seguir andando. “¿Adónde van?”, se les grita a un grupito de sirios. “Hacia la frontera”, responden. Han cruzado el arcén y atravesado una alambrada por un agujero. Ya en las vías, se prestan a hablar, pero advierten: “Debemos seguir”. Tienen prisa, el 15 de septiembre, fecha en la que la nueva legislación húngara permita su detención, se echa encima. Destino final: un puñado a Alemania, otro a Suecia. La rara avis del grupo viaja a Holanda. “Es que Alemania está ya muy llena”, dice. “Bueno, y porque queremos la paz”, prosigue. La policía serbia espanta la charla.
Registro de huellas

Ya en Kanjiza, los buses cargan y descargan. Dejan a algunos para que descansen; toman a otros en dirección a Horgos para alcanzar la frontera. Hacia allí, sin medio de transporte, se dirigían Acran y Shemin. Su historia no guarda fortuna: se casaron con el consentimiento del padre de ella. Pero este murió al mes del enlace y el siguiente en el escalafón era el hermano, el que más resistencia había opuesto a la unión. Y llegaron las amenazas de muerte. Escaparon de Lahore hacia Turquía hace tres años, pero allí él no obtuvo papeles para trabajar. Hace un mes, tras el nacimiento de la pequeña, Sanab, emprendieron su periplo a Alemania. ¿Volverían a Pakistán? “No, no”, contesta tajante Acran, “nos podrían matar”.

Tres kilómetros más adelante, sin la luz del día, los buses de Kanjiza han llegado al cruce de la carretera con las vías del tren. El ajetreo es conmovedor. Niños cambiándose de ropa para seguir, adultos tirados en el suelo para coger aliento. Hay que cruzar cuanto antes porque llegan buenas noticias.

El pregonero se llama Simon C. Kret. Es suizo, tatuador y trabaja, voluntariamente, para informar a los que llegan a la frontera serbo-húngara. “Tengo muchos contactos en el otro lado”. ¿Qué les ha dicho? “Les estoy diciendo que los húngaros, al menos hoy, no están registrando sus huellas, que les dejan pasar y les meten en trenes hacia Austria”. Se oyen vítores, una palmada en la espalda, y a correr. O se cruza ahora o quizá sea demasiado tarde.

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