Cientos de refugiados acampan ante la oficina de Extranjería de Bruselas

Las instalaciones de Bruselas solo pueden atender a 250 solicitantes de asilo al día

Véronique Lamquin (Le Soir), El País
“Et si c'était toi” [¿Y si fueras tú?]. Cinco palabras pintadas sobre un pedazo de sábana que hace las veces de pancarta de bienvenida al camping del parque Maximiliano. De lejos, las tiendas multicolores parecen encogerse bajo las torres de oficinas del Barrio Norte. De cerca, se hunden en el barro que las lluvias belgas diluyen un poco más cada día. Una infame cloaca a solo seis estaciones de metro de la sede de las instituciones europeas. Si los jefes de Estado y de Gobierno europeos decidieran dar un rodeo (3,5 kilómetros) por la Calzada de Amberes, este miércoles de camino a la cumbre, verían los rostros que se ocultan detrás de las cuotas que intentan endosarse unos a otros, las consecuencias de esta crisis que amenaza a Europa.


El campamento del parque Maximiliano ha surgido porque aunque, en efecto, el Gobierno belga de centroderecha no ha cerrado las fronteras, ha decidido limitar el flujo migratorio a su manera. En Bélgica, la Oficina de Extranjería es el punto de paso obligado para todo aspirante a refugiado: una única ventanilla para todo el país en la planta baja de un edificio de funcionarios del Manhattan bruselense. En un día, los iraquíes, sirios, afganos y somalíes (el 80% de las solicitudes proceden de ciudadanos de estos cuatro países) desgranan allí el relato de su exilio por primera vez, completan su expediente con sus huellas digitales y una radiografía de sus pulmones. En abril, eran un millar los que venían a probar suerte en Bélgica; en agosto, 5.000.

Sin embargo, la Oficina de Extranjería solo puede recibir a 250 personas al día. Es una cuestión... de efectivos, de tamaño de las instalaciones y de horarios de apertura. ¿Kafka acechando a los solicitantes de asilo? No, la voluntad del secretario de Estado de Asilo y Migración, que por fin muestra sus cartas. Con ocasión de su designación, hace casi un año, Theo Francken, nacionalista flamenco, anunció una política de acogida más restrictiva. Forzado por el deber moral y el respeto de las reglas europeas e internacionales a abrir las puertas de Bélgica, ha hecho lo posible por restringir el paso. Y mala suerte si se forman colas interminables en la acera: un obstáculo más antes del reconocimiento del estatus de refugiado. “Estamos haciendo mucho, no podemos hacer más”, justificaba a Le Soir el sábado pasado. “Cuando Angela Merkel anunció que ella podía acoger a 800.000 personas, Alemania aún solo tenía 300.000. Eso generó un efecto llamada que el país era incapaz de asumir, como hemos visto después”. Sobrentendido: eso es lo que Bélgica quiere evitar. Y de ahí esa cuota no reconocida.

En Bélgica, solo se conceden ayudas materiales a los aspirantes a refugiados una vez que se han inscrito como tales. Los últimos de la fila que se forma cotidianamente ante la Oficina de Extranjería están por tanto en la calle. En ocasiones, los rechazados llegan a contarse por centenares. De ahí el campamento improvisado instalado desde agosto en el parque Maximiliano, justo enfrente, con ayuda de varias ONG. Al correr de los días, se convirtió en un conglomerado de 350 o 400 tiendas y, luego, en un pueblo de la supervivencia al que acuden los buenos samaritanos. “No es lo ideal, y menos ahora que empieza a hacer frío, pero al menos tenemos comida”, explica Omar, un joven iraquí, mientras espera junto a otros 150 el arroz caldoso que reparten en la cocina del campamento. “Un estudiante belga me ha dado unos zapatos. No es mucho, pero me han venido muy bien”.

Otros reciben tratamiento, a menudo por problemas musculares; se ha señalado un caso de sarna y las afecciones pulmonares se multiplican. Se ha constituido una plataforma cívica para organizar la vida en el barro: talleres de hip-hop, guardería, clases de costura... Pero sobre todo para hacer oír la voz de estos ciudadanos de todas partes y de ninguna. “Hacemos un llamamiento a los ciudadanos para paliar el inmovilismo de los políticos”, remacha incansablemente el colectivo que ha conseguido sensibilizar a todos los medios del reino. A cada día su reportaje sobre estos sirios escapados de la guerra que seguramente soñaban con algo mejor en la capital de Europa que una pequeña tienda anegada con el primer chaparrón, en el camping de la miseria. A los aspirantes a refugiados no tardaron en unírseles otros compañeros de infortunio (sin techo, sin papeles) ni en acercárseles explotadores de la peor especie (las asociaciones sobre el terreno denuncian la presencia, restringida pero real, de camellos y otros traficantes).

Los ciudadanos bruselenses reaccionaron inmediatamente, invadiendo literalmente el campamento con donativos. “No nos traigan más comida ni ropa”, puede leerse en todos sus accesos. “¿Ni siquiera juguetes para los niños?”, preguntaba este fin de semana Aïcha, una joven con velo y dos bolsas tan llenas como el saco de Papá Noel. Algunas familias se han presentado voluntarias para acoger a los más vulnerables. El viernes pasado, una octogenaria se puso en contacto con nosotros... “Soy hija de resistentes. Mis padres me educaron con la esperanza de que ya no habría más guerras. Por eso no puedo quedarme de brazos cruzados. En su día ya acogí a unos niños de Chernóbil y a unos estudiantes ruandeses. Quiero hacer algo por estos sirios. ¿Tal vez pagarle una habitación a una familia?”. Por su parte, algunos propietarios de hoteles y albergues juveniles se han ofrecido espontáneamente.

Si bien el impulso cívico nació con el camping, ha sido necesaria la amenaza del otoño para que los políticos reaccionen creando soluciones denominadas de “preacogida”: cientos de plantas de oficinas vacías están siendo reconvertidas en dormitorios. Pero, pese a estas medidas de emergencia, el parque Maximiliano sigue ocupado y se ha convertido en el símbolo del enfrentamiento político entre la derecha, en el Gobierno federal, y la izquierda, en el Ayuntamiento de Bruselas. La primera exige que la segunda proceda a la evacuación del parque, pues los “verdaderos” aspirantes a refugiados allí presentes serían minoritarios, el lugar no sería sino un instrumento de propaganda, una especie de caos organizado con fines de oposición partidista, y este estado de cosas perjudicaría la imagen de la capital de Europa. Por el contrario, el bando opuesto no ve en esta exigencia sino la prueba de la inhumanidad del Ejecutivo de centroderecha y pone el grito en el cielo ante la idea de recurrir a la policía para desalojar el parque. Entre ambos, los refugiados mantienen la esperanza.

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