El día que busqué desaparecidos en Iguala con Miguel Ángel Jiménez, el activista asesinado en México
Juan Carlos Pérez
México, BBC Mundo
La cita fue en una iglesia de Iguala, en el estado mexicano de Guerrero, a las 8:00 de la mañana. Incluso antes de saludarlo y conocerlo, me resultó evidente que Miguel Ángel Jiménez Blanco era un líder natural.Recibía a las personas, anotaba los nombres en planillas, distribuía los puestos en los vehículos. Abrazaba a los desconsolados.
Había muchos por abrazar: la cincuentena de personas que se reunía en el lugar -en su inmensa mayoría mujeres- buscaban un ser querido desaparecido, algunos por años.
Es un dolor que, aunque por fortuna no he sufrido en carne propia, he visto muy de cerca: trabajé como periodista en Colombia en los años 90, donde conocí varios casos de desaparición forzada.
Uno de ellos fue el del hijo de doña Fabiola Lalinde, ejecutiva en una cadena de supermercados. Cuando Luis Fernando desapareció, doña Fabiola lo dejó todo y durante más de doce años se dedicó a buscarlo.
Fue estigmatizada, amenazada, acusada de ser líder de un cartel de la droga, pero nunca se rindió. Sólo pudo descansar cuando le entregaron los huesos de su hijo.
La misma determinación la observaba en estas mujeres que, día a día, se reunían para salir a recorrer las resecas colinas que rodean a Iguala.
Y a la cabeza, ordenando los grupos, enseñando cómo clavar las barras de hierro para encontrar terrenos blandos - señal de que podía ser una tumba clandestina-, estaba Miguel Ángel.
Policía comunitaria
Había llegado a la zona a principios de octubre de 2014, junto a varios grupos de autodefensa del estado de Guerrero (policías comunitarios, se llaman a sí mismos), para buscar a los 43 estudiantes desaparecidos el 26 de septiembre.La razón: 17 de los 43 estudiantes secuestrados -y posiblemente asesinados- pertenecían a sus comunidades.
Luego, cuando empezaron a aparecer decenas y decenas de otras familias denunciando que sus seres queridos también habían desaparecido, decidieron extender la búsqueda.
Para el momento en que pasé una jornada con ellos (mediados de diciembre del año pasado), tenían registros de al menos 300 personas perdidas. Estaban tratando de obtener trazas de ADN de todas.
Durante ese arduo, desolador día, uno de los pocos puntos de luz que recuerdo es el buen humor de Miguel Ángel. De tanto en tanto, con algún comentario oportuno e irónico, lograba arrancar una sonrisa a alguna de esas personas agobiadas por el dolor.
Su número telefónico quedó grabado en nuestras agendas. Dos meses después nos ayudó a conseguir contactos para una crónica que escribí sobre cómo Acapulco había pasado de ser uno de los balnearios internacionales más famosos en los 50, a la tercera ciudad más violenta del mundo en la actualidad.
Ese día no pudimos verlo, porque una emergencia familiar se lo impidió. Iba a ir en su taxi. El mismo en el que, el sábado pasado, lo encontraron bañado en sangre, muerto de un tiro en la cabeza.
Me enteré entonces de que tenía 45 años, esposa y tres hijos. Jamás me había hablado de sí mismo.
¿De dónde vinieron los disparos?
En una entrevista para un programa de la BBC en inglés me preguntaban quién pudo matarlo. No pude dar una respuesta clara.Porque los disparos pudieron venir de su búsqueda de los desaparecidos. Por los narcotraficantes que expulsó de su pueblo, Xaltianguis, cuando fundó la policía comunitaria. O pudieron provenir de otro grupo de autodefensas rival.
Esta mañana escuché de nuevo el audio de una entrevista que le hicimos. Al comienzo se le escucha hacer lo que mejor sabía: dando instrucciones, orientando.
Escuche el audio de la entrevista
No puedo sino pensar en la decena de líderes populares y sociales que conocí durante mi período en Colombia y que fueron asesinados. América Latina, como Saturno, no deja de devorar a sus hijos.
El número de Miguel Ángel Jiménez Blanco sigue grabado en mi teléfono mexicano. No lo voy a borrar.