Vida y muerte en Nepal
Bal Kumari sobrevivió a dos seísmos y la pequeña Nita se salvó gracias a su abuela
Javier Ayuso
Katmandu, El País
En el distrito de Sindu Pachok, a 100 kilómetros al noreste de Katmandú, murieron el 25 de abril 3.426 personas, más de un tercio de las víctimas totales del terremoto que asoló Nepal. No es que el distrito sea el más poblado (son apenas 300.000 personas), ni que haya más densidad de viviendas; al contrario, es una zona rural con pequeñas poblaciones desperdigadas y con su gente dedicada a la agricultura. Ese fue precisamente el problema. El fatídico sábado 25 de abril a las 11.56 de la mañana, mientras en Katmandú o en otras ciudades la gente estaba en la calle, en los pequeños poblados agrarios de Sindu Pachok, los agricultores y ganaderos habían vuelto a sus casas tras la jornada laboral. El seísmo les sorprendió descansando y fueron víctimas fáciles.
Bal Kumari tenía solo tres años cuando vivió el terremoto de 1934; ahora tiene 85 y ha experimentado otros dos en 20 días. Se sabe superviviente, pero no está satisfecha: “Si hubiera muerto no habría pasado nada”, dice. “Incluso hubiera sido mejor, porque estoy vieja, enferma y sola”.
Sus ojos desprenden una terrible tristeza, aunque se muestra activa y dispuesta a contar lo que pasó en su poblado, Nawalpur, a 150 kilómetros del epicentro del terremoto del 25 de abril y a 50 del temblor del 12 de mayo. “Estaba sentada fuera de mi casa y empecé a ver mucho polvo en el camino”, relata. “De repente noté un temblor y la gente de las casas de al lado empezaron a gritar. Entonces me di cuenta de que era un terremoto y miré al tejado de mi casa, que se estaba derrumbando. Tuve suerte de estar fuera”.
Cuando le preguntas por lo que vivió siendo una niña, Bal Kumari dice que no tiene recuerdos de aquel día, pero sí de lo que le contaron más tarde sus padres. “La diferencia”, explica con lucidez, “es que en 1934 las casas eran de madera; ahora son de piedra y hacen más daño cuando se derrumban”. Vive sola, aunque uno de sus nietos viene a visitarla y a ayudarla de vez en cuando. En el patio interior tiene un pequeño establo con varias cabras y cabritillas, además de gallinas que corren entre escombros. Una zona de la casa se mantiene en pie y ella no quiere abandonar su hogar. “Aquí estoy bien para lo que me queda de vida”.
En Sipapokhare, otro pequeño pueblo, la comunidad se ha organizado en torno a una ONG local, UNICEF y Plan Internacional. Entre las tres han montado una escuela provisional para que 35 niños y niñas reciban clases y cariño hasta que reconstruyan el colegio. Allí nos encontramos con Nita, una niña de nueve años salvada por su abuela de la muerte segura el 25 de abril. Su padre, Checkbahadur, cestero de 53 años, relata la tragedia. “Había salido esa mañana hacia un pueblo cercano, andando con dificultad por mi cojera, para asistir a una boda”, dice sentado frente a la tienda de campaña donde vive con su hija. “Noté el temblor y volví a casa lo más rápido que pude. Al llegar estaba todo en silencio y el tejado se había derrumbado. Vinieron unos vecinos y entre todos despejamos piedras hasta que encontramos la cabeza de mi madre, de 77 años”.
Grandes escombros
Checkbahadur lo cuenta fríamente. “Pensé que mi madre estaba viva, pero en seguida vimos que ya no respiraba”, explica. “Entonces escuchamos el llanto de mi hija de nueve años y levantamos escombros durante casi una hora hasta que la sacamos con vida. Su abuela se había puesto sobre ella para evitar que el tejado la dañara. Murió por salvarla”.
Nita pasó varios días semiinconsciente, en parte por las heridas, en parte por el shock del terremoto. Poco a poco recupera la normalidad en la escuela y va olvidando las pesadillas que sufría los primeros días, en los que despertaba llorando por la noche. Cuando llegó el segundo terremoto, Nita recayó, probablemente por la angustia de las horas que pasó bajo el cuerpo de su abuela.
El profesor de la escuela, Narayan, explica que los 35 niños y niñas que asisten a clase vuelven poco a poco a la normalidad. “Les pedimos que cuenten lo que les pasó, que lo saquen de dentro y que se desprendan de la angustia”. Los niños parecen contentos, aunque seguro que el drama estará con ellos para siempre, en una historia de vida y muerte.
Javier Ayuso
Katmandu, El País
En el distrito de Sindu Pachok, a 100 kilómetros al noreste de Katmandú, murieron el 25 de abril 3.426 personas, más de un tercio de las víctimas totales del terremoto que asoló Nepal. No es que el distrito sea el más poblado (son apenas 300.000 personas), ni que haya más densidad de viviendas; al contrario, es una zona rural con pequeñas poblaciones desperdigadas y con su gente dedicada a la agricultura. Ese fue precisamente el problema. El fatídico sábado 25 de abril a las 11.56 de la mañana, mientras en Katmandú o en otras ciudades la gente estaba en la calle, en los pequeños poblados agrarios de Sindu Pachok, los agricultores y ganaderos habían vuelto a sus casas tras la jornada laboral. El seísmo les sorprendió descansando y fueron víctimas fáciles.
Bal Kumari tenía solo tres años cuando vivió el terremoto de 1934; ahora tiene 85 y ha experimentado otros dos en 20 días. Se sabe superviviente, pero no está satisfecha: “Si hubiera muerto no habría pasado nada”, dice. “Incluso hubiera sido mejor, porque estoy vieja, enferma y sola”.
Sus ojos desprenden una terrible tristeza, aunque se muestra activa y dispuesta a contar lo que pasó en su poblado, Nawalpur, a 150 kilómetros del epicentro del terremoto del 25 de abril y a 50 del temblor del 12 de mayo. “Estaba sentada fuera de mi casa y empecé a ver mucho polvo en el camino”, relata. “De repente noté un temblor y la gente de las casas de al lado empezaron a gritar. Entonces me di cuenta de que era un terremoto y miré al tejado de mi casa, que se estaba derrumbando. Tuve suerte de estar fuera”.
Cuando le preguntas por lo que vivió siendo una niña, Bal Kumari dice que no tiene recuerdos de aquel día, pero sí de lo que le contaron más tarde sus padres. “La diferencia”, explica con lucidez, “es que en 1934 las casas eran de madera; ahora son de piedra y hacen más daño cuando se derrumban”. Vive sola, aunque uno de sus nietos viene a visitarla y a ayudarla de vez en cuando. En el patio interior tiene un pequeño establo con varias cabras y cabritillas, además de gallinas que corren entre escombros. Una zona de la casa se mantiene en pie y ella no quiere abandonar su hogar. “Aquí estoy bien para lo que me queda de vida”.
En Sipapokhare, otro pequeño pueblo, la comunidad se ha organizado en torno a una ONG local, UNICEF y Plan Internacional. Entre las tres han montado una escuela provisional para que 35 niños y niñas reciban clases y cariño hasta que reconstruyan el colegio. Allí nos encontramos con Nita, una niña de nueve años salvada por su abuela de la muerte segura el 25 de abril. Su padre, Checkbahadur, cestero de 53 años, relata la tragedia. “Había salido esa mañana hacia un pueblo cercano, andando con dificultad por mi cojera, para asistir a una boda”, dice sentado frente a la tienda de campaña donde vive con su hija. “Noté el temblor y volví a casa lo más rápido que pude. Al llegar estaba todo en silencio y el tejado se había derrumbado. Vinieron unos vecinos y entre todos despejamos piedras hasta que encontramos la cabeza de mi madre, de 77 años”.
Grandes escombros
Checkbahadur lo cuenta fríamente. “Pensé que mi madre estaba viva, pero en seguida vimos que ya no respiraba”, explica. “Entonces escuchamos el llanto de mi hija de nueve años y levantamos escombros durante casi una hora hasta que la sacamos con vida. Su abuela se había puesto sobre ella para evitar que el tejado la dañara. Murió por salvarla”.
Nita pasó varios días semiinconsciente, en parte por las heridas, en parte por el shock del terremoto. Poco a poco recupera la normalidad en la escuela y va olvidando las pesadillas que sufría los primeros días, en los que despertaba llorando por la noche. Cuando llegó el segundo terremoto, Nita recayó, probablemente por la angustia de las horas que pasó bajo el cuerpo de su abuela.
El profesor de la escuela, Narayan, explica que los 35 niños y niñas que asisten a clase vuelven poco a poco a la normalidad. “Les pedimos que cuenten lo que les pasó, que lo saquen de dentro y que se desprendan de la angustia”. Los niños parecen contentos, aunque seguro que el drama estará con ellos para siempre, en una historia de vida y muerte.