Triunfo y exorcismo en Santiago
No parecía la premiación de un equipo, sino la de varias generaciones
Alberto Lati, El País
No parecía la premiación de un equipo, sino la de varias generaciones que antes fracasaron en el intento o sin estar en posición de siquiera intentarlo. No lucía como la coronación de un nuevo rey, sino como la consagración en retrospectiva de una dinastía por décadas descartada como tal: los Leonel Sánchez, Caszely, Figueroa, Zamorano, Salas. Tumultos en el podio, masas en el alzar del trofeo, peregrinación en la vuelta olímpica, lo del Estadio Nacional fue diferente y maravilloso en su caos.
A veces resulta difícil establecer si fue el balón quien contrajo deudas históricas con algunas selecciones o si, por contraparte, esas mismas selecciones debían algo a la pelota. Como quiera que sea, la única víctima de esta moratoria era la jamás campeona afición chilena.
Tal vez por todo lo anterior, por tan prolongada escasez, por el temor de los jugadores a verse perseguidos a perpetuidad por tamaña derrota, no hubo demasiado futbol en la final. Descartada o neutralizada la lírica, sólo iba a ser con épica. Y puestos a ella, surge pretexto en la cancha para casi todo, para el exceso de nervio, para el bloqueo por angustia, para la imprecisión por híper revolución, para más músculo que brillantez, para temores que son ansias que son dudas que son pases a la nada o disparos que no encontrarán red. Así se jugó, exactamente en el terreno que al mayor virtuoso de la cancha, Lionel Messi, menos le convenía: sin espacios, melancólico siempre de albiceleste de quien es de blaugrana, con meros esbozos de su genio, él tan acostumbrado a resolver partidos y campeonatos, pospuso otra vez –y por segunda final consecutiva– la gloria con su selección. Otra vez, además, sin el concurso del lesionado Ángel di María. Y otra vez, también, con Gonzalo Higuaín varado en el estigma de delantero sin suerte (o sin estrella, o sin frialdad, o sin puntería cuando más socorrida e imperativa resulta).
Se sudó hasta la extenuación y más allá de ella, se apretó y empujó al límite, se llevó la rudeza tan lejos (que fue mucho) como el arbitraje lo permitió. Ese río revuelto por defensas impecables y delanteras áridas, nos lanzó hasta los penales. Si Chile había esperado toda su historia, si en Copa América nunca se había impuesto a Argentina, si el Estadio Nacional había contemplado casi ochenta años sin título alguno para su más distinguido inquilino, lo de menos era aguardar 120 minutos más lo que dilatara la serie definitoria.
Multitudinaria misa de exorcismo bajo el himno de “por fin”, Chile no ganó por suerte, aunque tuvo muchísima. Chile acaso ganó por fe, que tuvo todavía más.
Alberto Lati, El País
No parecía la premiación de un equipo, sino la de varias generaciones que antes fracasaron en el intento o sin estar en posición de siquiera intentarlo. No lucía como la coronación de un nuevo rey, sino como la consagración en retrospectiva de una dinastía por décadas descartada como tal: los Leonel Sánchez, Caszely, Figueroa, Zamorano, Salas. Tumultos en el podio, masas en el alzar del trofeo, peregrinación en la vuelta olímpica, lo del Estadio Nacional fue diferente y maravilloso en su caos.
A veces resulta difícil establecer si fue el balón quien contrajo deudas históricas con algunas selecciones o si, por contraparte, esas mismas selecciones debían algo a la pelota. Como quiera que sea, la única víctima de esta moratoria era la jamás campeona afición chilena.
Tal vez por todo lo anterior, por tan prolongada escasez, por el temor de los jugadores a verse perseguidos a perpetuidad por tamaña derrota, no hubo demasiado futbol en la final. Descartada o neutralizada la lírica, sólo iba a ser con épica. Y puestos a ella, surge pretexto en la cancha para casi todo, para el exceso de nervio, para el bloqueo por angustia, para la imprecisión por híper revolución, para más músculo que brillantez, para temores que son ansias que son dudas que son pases a la nada o disparos que no encontrarán red. Así se jugó, exactamente en el terreno que al mayor virtuoso de la cancha, Lionel Messi, menos le convenía: sin espacios, melancólico siempre de albiceleste de quien es de blaugrana, con meros esbozos de su genio, él tan acostumbrado a resolver partidos y campeonatos, pospuso otra vez –y por segunda final consecutiva– la gloria con su selección. Otra vez, además, sin el concurso del lesionado Ángel di María. Y otra vez, también, con Gonzalo Higuaín varado en el estigma de delantero sin suerte (o sin estrella, o sin frialdad, o sin puntería cuando más socorrida e imperativa resulta).
Se sudó hasta la extenuación y más allá de ella, se apretó y empujó al límite, se llevó la rudeza tan lejos (que fue mucho) como el arbitraje lo permitió. Ese río revuelto por defensas impecables y delanteras áridas, nos lanzó hasta los penales. Si Chile había esperado toda su historia, si en Copa América nunca se había impuesto a Argentina, si el Estadio Nacional había contemplado casi ochenta años sin título alguno para su más distinguido inquilino, lo de menos era aguardar 120 minutos más lo que dilatara la serie definitoria.
Multitudinaria misa de exorcismo bajo el himno de “por fin”, Chile no ganó por suerte, aunque tuvo muchísima. Chile acaso ganó por fe, que tuvo todavía más.