Huidos de Siria, hacinados en Kos

Miles de refugiados sirios y sin papeles se agolpan en las islas griegas del Egeo

María Antonia Sánchez-Vallejo
Kos, El País
Mariem (nombre supuesto), vecina de la periferia de Damasco, llegó a la isla griega de Kos hace una semana huyendo de la guerra. “Para ir al trabajo, un trayecto de 20 minutos, tardaba más de dos horas porque debía pasar seis controles, del Ejército y de los rebeldes, con francotiradores. Y otro tanto a la vuelta… La vida se ha vuelto irrespirable: sin luz, ni agua, con gente comiendo hierba u hojas de los árboles porque no tienen más… En Siria no vivía, sólo era una zombi”, cuenta.


Como Mariem, miles de refugiados de Siria, Irak, Eritrea o Afganistán han llegado desde principios de año a las islas griegas del Egeo contiguas a Turquía (Mitilene, Samos, Leros, Chíos o Kos). Su afluencia es un 327% mayor que en 2014, según la policía griega (seis veces más, hasta los 42.000 en mayo, según Acnur, la agencia de la ONU para los refugiados). Miles de extranjeros –incluidos muchos inmigrantes irregulares- se hacinan en los puertos ante la impotencia de las autoridades y la incapacidad material del Estado para atenderlos. La principal ayuda que reciben procede de los isleños: comida, lavado de ropa, pañales de bebé o compresas higiénicas. Entre los recién llegados hay muchas familias con niños. Son, junto con los arribados a Italia, parte de los refugiados que la UE quiere reubicar en otros países de Europa.

La mayoría de ellos no puede permitirse gastar los 30 euros diarios que cuesta una habitación en un hotel barato, como la que comparten Mariem, cristiana, y sus dos nuevas amigas, compañeras de travesía ilegal desde Turquía: una suní de Alepo y otra de Damasco. La mayoría duerme en los parques o se hacina en un viejo hotel abandonado. Sin luz ni agua corriente, salvo un par de tomas en el exterior, y con baños inutilizables, el refugio parece un agujero negro. “Duermo en un balcón con otras tres personas; así evito los olores nauseabundos del interior”, cuenta Yassim Salangi, un afgano de 27 años.

El hacinamiento es tan palpable que la Cruz Roja ha instalado alrededor varias tiendas de campaña, con camastros de tijera y mantas, como la que ocupan cinco hombretones sirios, un taxista de Raqa y su hijo de siete años, tres kurdos de Kobane (un sastre, un olivarero y un panadero) y un muchacho de Alepo. “Raqa… Daesh (el acrónimo árabe del Estado Islámico de Irak y Levante)… grrrrrrr”, dice el taxista, rebanándose el cuello con el dedo. Todos ignoran dónde acabarán en Europa, y se encogen de hombros al ser informados de la existencia de un sistema de cuotas, que Marien afirma conocer, aunque prefiere reunirse con su hermano en Holanda.

Para desahogar a las islas, Atenas ordenó en febrero, cuando empezó esta crisis, su traslado exprés al puerto del Pireo. Pero las líneas regulares de ferris no dan abasto, como tampoco los policías para tramitar los expedientes. “Nos han mandado cuatro personas de refuerzo; somos nueve para gestionar llegadas diarias de hasta 300 personas. Antes tardábamos tres o cuatro días en un caso; ahora más de dos semanas”, cuenta un agente.

“Hablamos a diario con el Ministerio de la Marina para que flete un barco que pueda llevarse de golpe a 1.000 o 2.000”, explica el alcalde de Kos, Yorgos Kiritsis. “No tenemos capacidad, no podemos hacernos responsables del albergue, hemos puesto un retén policial y otro de la guardia costera, y gestionamos la limpieza”. Cuesta creer lo último tras visitar el lugar, un cúmulo de basura, restos de fogatas y cristales rotos, entre charcos negros como la hez y nubes de mosquitos. Muchos bebés empiezan a sufrir reacciones alérgicas por el calor y la atmósfera insalubre del lugar.

“Nadie está a cargo, ni la alcaldía ni el gobernador… temen asumir responsabilidades”, lamenta Christos Sideris, uno de los dos voluntarios de Cruz Roja en la isla. “Pero al menos tienen un techo, hasta abril dormían todos en el puerto, al raso”. El mismo puerto por el que a diario pasea Mohamed (nombre supuesto), un universitario de Lataquia que observa curioso a compatriotas con los que no se habría cruzado jamás en Siria. “Nunca me habían tratado como un ciudadano de segunda, o de tercera. Y ahora es lo que soy”, suspira. Como el resto de los miles de extranjeros que llegan a las islas griegas, o a Italia o Malta: cuerpos extraños en las extremidades de Europa.

8.000 euros para llegar a Holanda

Desde Kos, la siria Mariem confía en alcanzar pronto Atenas -"los papeles de refugiada tardarán una semana, me dice la policía; me ha bastado con presentar mi pasaporte sirio"- para desde allí emprender la misma ruta, muchas veces a pie, que siguió su hermano unos meses antes: norte de Grecia, Macedonia, Serbia, Hungría, y luego el salto a Holanda. Un mínimo de 8.000 euros más a los coyotes, y quién sabe cuánto tiempo, para llegar a su meta. "Al menos yo espero hacerlo en verano, con buen tiempo. Mi hermano pasó en invierno, a pie y durmiendo en el bosque, empapado y con temperaturas bajo cero", cuenta la mujer.

En virtud del Tratado de Dublín II, del que Grecia es firmante con los países de la UE salvo Croacia, los solicitantes de asilo deben formular su solicitud en el primer país al que llegan -Grecia e Italia son los más afectados- y éste no puede concederles permisos para viajar libremente por Europa. La sobrecarga de llegadas, y el fallido sistema griego de asilo -es uno de los países de la UE con menor número de concesiones, en torno al 2%-, obliga a los irregulares a ponerse de nuevo en manos de los traficantes para salir de la ratonera griega, en un negocio que según varios expertos mueve alrededor de 2.200 millones de euros al año. Las autoridades griegas han solicitado con insistencia la revisión de Dublín-II, así como una mayor implicación europea para afrontar la crisis. "Aquí debería estar Frontex, ayudando, y todavía no les hemos visto el pelo", se queja el alcalde de Kos. Una situación que, espera, pueda ser pronto aliviada por la introducción del sistema de cuotas.

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