ANÁLISIS / Derlis González elimina a Brasil desde el punto de penalti
Concepción, As
El fútbol fue franco y sincero con el que tantas veces le honró, con el país que más maravilló en este deporte, ese que vive días de fracasos y decepciones como pocas veces antes. Brasil cayó eliminada de la Copa América igual que en 2011, por penaltis y ante una Paraguay que no se rinde, jamás lo ha hecho. Los guaraníes disputarán la ansiada semifinal ante Argentina. Los brasileños, por el contrario, suman otro fracaso estrepitoso que ahora sí debe hacer tambalearse la estructura de todo un país, de todo la religión que hay generada en torno a un balón.
Es esta Brasil tan diferente a lo que uno siempre pensó de ella que su análisis casi hasta duele. Le falta magia a este equipo, esa magia que desbordaban los brasileños, desde cualquier partido en la playa de Ipanema a la final del Mundial si su selección estaba de por medio. Dunga priorizó el equipo, el bloque, el colectivo, palabra tan manida que respalda la idea final de este juego pero a la vez rompe con lo que de verdad apetece ver de Brasil, las individualidades.
Ese apartado parecía reservado exclusivamente para Neymar, cuyo vacío acabó ocupando con bastante buena onda Robinho. Es Robinho el mejor ejemplo de que para ser una estrella no es suficiente con ser un buen jugador. Hace falta más. Hace falta el compromiso por querer ser el mejor todos los días, no de tanto en cuanto. Aún así, al ahora jugador del Santos le alcanza para ser el líder en una selección grande como Brasil, lo cual es mucho decir. Con un juego más maduro que el de sus inicios, sin esas bicicletas y esas gambetas que eran más vistosas que efectivas, todavía ofrece una movilidad y un desequilibrio que más de una selección querría.
Al plan de Dunga de no descoserse y esperar a que cayese algo arriba le benefició Robinho, pues avivó la circulación y dinamizó el juego. Da la sensación de que sin una gran estrella como Neymar todos en Brasil se sintieron pequeñas estrellas -Robinho, Willian, Coutinho, Firmino-, aunque eso no se sabe si es bueno o malo. Otro que no esperaba destacar en la Copa América pero lo hizo fue Dani Alves. Suyo fue el pase del gol, de nuevo en una buena subida por la banda, igual que en el debut ante Perú, siguiendo una inercia positiva que traía del Barça y que le hizo entrar a última hora en la lista de Dunga casi sin tiempo para desvestirse.
Paraguay se resfrió en esa acción, extraña para un equipo con cartel de defensivo, y el rostro le cambió de golpe porque de esperar a que el paso de los minutos le diera esperanza pasó a tener que buscar un empate que implicaba propuesta, algo que no tiene. Su única opción era el balón parado, gracias a excelentes lanzadores como Edgar Benítez y Derlis González, y la realidad es que fue así como mereció empatar, primero con un remate de Haedo Váldez y luego con otro de Da Silva.
Cada saque de banda también se destinó al área sin necesidad de intermediarios y el bombardeo exigió a la defensa brasileña hasta hacerla sufrir. A Brasil el partido le fue ofreciendo poco a poco espacios y es ahí donde se ve la naturaleza de Dunga, que no pudo, no supo o no quiso surcarlos. Así, en otro balón al área, el enésimo, Thiago Silva sacó el brazo como ya había hecho de manera absurda en Champions en Stamford Bridge y el árbitro pitó un penalti que castigó a los brasileños y rescató a los paraguayos. Quedaban 20 minutos para comprobar si Brasil era Brasil, si esa camiseta amarilla que portaban sus futbolistas era capaz de transmitir algo más que nostalgia y márketing añejo, caduco, jogo bonito ficticio que resultó ser una quimera. Nada de eso. El duelo se dirimió en los penaltis, donde Ribeiro y Douglas Costa mandaron el balón fuera y Derlis no. Cruel castigo para los brasileños, reyes de esto durante muchos años pero lejos de serlo ahora mismo. Ni siquiera en Sudamérica. Tampoco ahí.
El fútbol fue franco y sincero con el que tantas veces le honró, con el país que más maravilló en este deporte, ese que vive días de fracasos y decepciones como pocas veces antes. Brasil cayó eliminada de la Copa América igual que en 2011, por penaltis y ante una Paraguay que no se rinde, jamás lo ha hecho. Los guaraníes disputarán la ansiada semifinal ante Argentina. Los brasileños, por el contrario, suman otro fracaso estrepitoso que ahora sí debe hacer tambalearse la estructura de todo un país, de todo la religión que hay generada en torno a un balón.
Es esta Brasil tan diferente a lo que uno siempre pensó de ella que su análisis casi hasta duele. Le falta magia a este equipo, esa magia que desbordaban los brasileños, desde cualquier partido en la playa de Ipanema a la final del Mundial si su selección estaba de por medio. Dunga priorizó el equipo, el bloque, el colectivo, palabra tan manida que respalda la idea final de este juego pero a la vez rompe con lo que de verdad apetece ver de Brasil, las individualidades.
Ese apartado parecía reservado exclusivamente para Neymar, cuyo vacío acabó ocupando con bastante buena onda Robinho. Es Robinho el mejor ejemplo de que para ser una estrella no es suficiente con ser un buen jugador. Hace falta más. Hace falta el compromiso por querer ser el mejor todos los días, no de tanto en cuanto. Aún así, al ahora jugador del Santos le alcanza para ser el líder en una selección grande como Brasil, lo cual es mucho decir. Con un juego más maduro que el de sus inicios, sin esas bicicletas y esas gambetas que eran más vistosas que efectivas, todavía ofrece una movilidad y un desequilibrio que más de una selección querría.
Al plan de Dunga de no descoserse y esperar a que cayese algo arriba le benefició Robinho, pues avivó la circulación y dinamizó el juego. Da la sensación de que sin una gran estrella como Neymar todos en Brasil se sintieron pequeñas estrellas -Robinho, Willian, Coutinho, Firmino-, aunque eso no se sabe si es bueno o malo. Otro que no esperaba destacar en la Copa América pero lo hizo fue Dani Alves. Suyo fue el pase del gol, de nuevo en una buena subida por la banda, igual que en el debut ante Perú, siguiendo una inercia positiva que traía del Barça y que le hizo entrar a última hora en la lista de Dunga casi sin tiempo para desvestirse.
Paraguay se resfrió en esa acción, extraña para un equipo con cartel de defensivo, y el rostro le cambió de golpe porque de esperar a que el paso de los minutos le diera esperanza pasó a tener que buscar un empate que implicaba propuesta, algo que no tiene. Su única opción era el balón parado, gracias a excelentes lanzadores como Edgar Benítez y Derlis González, y la realidad es que fue así como mereció empatar, primero con un remate de Haedo Váldez y luego con otro de Da Silva.
Cada saque de banda también se destinó al área sin necesidad de intermediarios y el bombardeo exigió a la defensa brasileña hasta hacerla sufrir. A Brasil el partido le fue ofreciendo poco a poco espacios y es ahí donde se ve la naturaleza de Dunga, que no pudo, no supo o no quiso surcarlos. Así, en otro balón al área, el enésimo, Thiago Silva sacó el brazo como ya había hecho de manera absurda en Champions en Stamford Bridge y el árbitro pitó un penalti que castigó a los brasileños y rescató a los paraguayos. Quedaban 20 minutos para comprobar si Brasil era Brasil, si esa camiseta amarilla que portaban sus futbolistas era capaz de transmitir algo más que nostalgia y márketing añejo, caduco, jogo bonito ficticio que resultó ser una quimera. Nada de eso. El duelo se dirimió en los penaltis, donde Ribeiro y Douglas Costa mandaron el balón fuera y Derlis no. Cruel castigo para los brasileños, reyes de esto durante muchos años pero lejos de serlo ahora mismo. Ni siquiera en Sudamérica. Tampoco ahí.