Una ofensiva del narco pone en jaque al corazón de México
Un ataque sume en el terror a Jalisco, bloquea Guadalajara y Puerto Vallarta
Jan Martínez Ahrens
México, El País
El narco ha vuelto a poner en jaque a México. Esta vez ha sido en Jalisco, el cuarto Estado del país en población y riqueza, y de la mano de la última criatura surgida del infierno criminal: el cártel Jalisco-Nueva Generación. En una ofensiva desatada supuestamente en respuesta a la detención de 10 de sus miembros, la organización cortó accesos a las principales ciudades, incluida la capital, Guadalajara, atacó a las fuerzas de seguridad y sembró el caos ahí por donde pasó. La vertiginosa escalada, que acabó con siete muertos y 19 heridos, representa un desafío al propio presidente Enrique Peña Nieto, que ha situado Jalisco como una de las zonas prioritarias de su estrategia de seguridad, junto a Michoacán, Guerrero y Tamaulipas.
El ataque sorprendió a las fuerzas de seguridad al inicio de un puente en que México deja prácticamente de respirar. Con decenas de efectivos desplegados estratégicamente, el cártel se hizo presente en las carreteras y avenidas principales bloqueando 39 puntos mediante coches y autobuses incendiados. Mientras miles de personas huían de los focos de tensión, atacó bancos, gasolineras y tiendas, mantuvo cuatro enfrentamientos directos con las fuerzas de seguridad y hasta derribó un helicóptero militar, con 18 personas a bordo, causando la muerte de tres soldados y 12 heridos.
La ofensiva, que trajo a la memoria las jornadas más feroces de la narcoguerra, puso contra las cuerdas a 25 municipios, entre ellos la capital, Guadalajara, con casi un millón y medio de habitantes y sede de la mayor feria del libro en lengua española, y Puerto Vallarta, uno de los destinos turísticos más importantes del Pacífico mexicano.
El vendaval fue de tal magnitud que los servicios consulares de Estados Unidos pidieron a sus ciudadanos evitar la región, la campaña electoral fue suspendida y la cúpula de la seguridad nacional mexicana se reunió de urgencia. “La autoridad no claudicará en su misión de combatir a la delincuencia de manera frontal y decidida”, afirmó el gobernador, el priista Aristóteles Sandoval, quien, por la tarde, aseguró que el estado había recuperado la calma. Atrás había quedado un viernes negro que trajo a México la sensación de que Jalisco, al igual que ocurrió en Tamaulipas, ha entrado en un túnel del horror.
La ofensiva se inscribe en una larga y enloquecida guerra emprendida por el Cártel Jalisco-Nueva Generación contra las autoridades. Esta organización ya dio muestras de su poder, cuando desató su venganza por la muerte de Heriberto Acevedo, alias El Gringo, uno de sus jefes sicarios. Este narco cayó abatido el 23 de marzo por la Fuerza Única, un grupo policial de élite creado por el Gobierno de Jalisco para hacer frente al crimen organizado. Dos semanas después llegó la respuesta.
El 6 de abril un convoy de diez vehículos blindados, con 40 agentes, fue atacado a plena luz del día en una carretera comarcal entre Puerto Vallarta y Guadalajara. Armados con lanzagranadas de precisión y ametralladoras M-60 (550 disparos por minuto), los narcos frenaron con determinación militar el avance del contingente policial. Después, estratégicamente situados en lo alto de terraplenes, lo abrasaron con explosivos y bidones de gasolina. Quince policías murieron. Otros cinco resultaron heridos. Ningún narco cayó. Aquel día, el cártel demostró su capacidad letal. No era la primera vez.
La organización, dirigida por Nemesio Oseguera Cervantes, alias El Mencho, ha ido creciendo a la sombra de otras más conocidas como Los Zetas o Los Caballeros Templarios. Mientras las fuerzas de seguridad se centraban en romperles el espinazo a las grandes mafias, el Cártel Jalisco-Nueva Generación, relativamente joven, se iba apoderando, como un reptil, de los nichos que abandonaban sus enemigos. Aunque cuando hacía falta, también atacaba a la yugular. En su expansión, se enfrentó a cara descubierta a Los Zetas, dirigidos por exmilitares de élite y cuyas terroríficas mutilaciones dieron la vuelta al mundo. En septiembre de 2011, el emergente cártel dejó en Boca del Río (Veracruz), en el corazón del territorio zeta, su carta de presentación: 35 cadáveres sobre el asfalto de la avenida Ruiz Cortines. La masacre les valió el apodo de matazetas.
Amparados en su extrema violencia, en apenas 10 años han extendido sus tentáculos desde Jalisco a ocho estados (Colima, Michoacán, Guanajuato, Nayarit, Guerrero, Morelos, Veracruz y el mismo Distrito Federal), se han hecho fuertes en la producción de metanfetamina y se han expandido con firmeza en el mercado estadounidense, hasta el punto de que el Departamento del Tesoro ya les sitúa entre “las organizaciones de tráfico de droga más poderosas de México”, en franca competencia con el cártel de Sinaloa.
Este crecimiento tumoral ha sumido en el terror a Jalisco (7.800.000 habitantes). Alcaldes y políticos han ido sucumbiendo al plomo, sin importar su rango. El secretario de Turismo fue asesinado en marzo de 2013 a las dos semanas de ocupar el cargo; y un año después el diputado federal Gabriel Gómez Michel, también de PRI, fue ultimado y calcinado tras un espectacular secuestrado en plena carretera, cuyas imágenes grabadas por cámaras de seguridad pudo contemplar todo México. En dos años, han caído más de 70 funcionarios en el Estado.
En esta línea, la vorágine del viernes no es más que la culminación de un largo proceso cuyo fin se atisba incierto. Zonas como Tamaulipas, atrapada en una feroz batalla entre Los Zetas y el cártel del Golfo, llevan años sumidas en el horror. Los narcobloqueos, las balaceras y los secuestros se han vuelto ahí moneda común. Y la intervención militar no ha reducido la violencia.
Pese a que cada día quedan menos grandes capos libres y que la era de las superorganizaciones criminales ha llegado a su fin, la fractura de sus estructuras ha generado una balcanización del terror. Grupúsculos ultraviolentos de sicarios se han reproducido viralmente ocupando el espacio de sus hermanos mayores. Tamaulipas, Michoacán y Guerrero, donde ayer mataron a un candidato local del PRI, son la prueba. Y Jalisco, cuya capital es una de las joyas de México, está siguiendo una senda parecida. Este viernes negro ha sido un aviso.
Jan Martínez Ahrens
México, El País
El narco ha vuelto a poner en jaque a México. Esta vez ha sido en Jalisco, el cuarto Estado del país en población y riqueza, y de la mano de la última criatura surgida del infierno criminal: el cártel Jalisco-Nueva Generación. En una ofensiva desatada supuestamente en respuesta a la detención de 10 de sus miembros, la organización cortó accesos a las principales ciudades, incluida la capital, Guadalajara, atacó a las fuerzas de seguridad y sembró el caos ahí por donde pasó. La vertiginosa escalada, que acabó con siete muertos y 19 heridos, representa un desafío al propio presidente Enrique Peña Nieto, que ha situado Jalisco como una de las zonas prioritarias de su estrategia de seguridad, junto a Michoacán, Guerrero y Tamaulipas.
El ataque sorprendió a las fuerzas de seguridad al inicio de un puente en que México deja prácticamente de respirar. Con decenas de efectivos desplegados estratégicamente, el cártel se hizo presente en las carreteras y avenidas principales bloqueando 39 puntos mediante coches y autobuses incendiados. Mientras miles de personas huían de los focos de tensión, atacó bancos, gasolineras y tiendas, mantuvo cuatro enfrentamientos directos con las fuerzas de seguridad y hasta derribó un helicóptero militar, con 18 personas a bordo, causando la muerte de tres soldados y 12 heridos.
La ofensiva, que trajo a la memoria las jornadas más feroces de la narcoguerra, puso contra las cuerdas a 25 municipios, entre ellos la capital, Guadalajara, con casi un millón y medio de habitantes y sede de la mayor feria del libro en lengua española, y Puerto Vallarta, uno de los destinos turísticos más importantes del Pacífico mexicano.
El vendaval fue de tal magnitud que los servicios consulares de Estados Unidos pidieron a sus ciudadanos evitar la región, la campaña electoral fue suspendida y la cúpula de la seguridad nacional mexicana se reunió de urgencia. “La autoridad no claudicará en su misión de combatir a la delincuencia de manera frontal y decidida”, afirmó el gobernador, el priista Aristóteles Sandoval, quien, por la tarde, aseguró que el estado había recuperado la calma. Atrás había quedado un viernes negro que trajo a México la sensación de que Jalisco, al igual que ocurrió en Tamaulipas, ha entrado en un túnel del horror.
La ofensiva se inscribe en una larga y enloquecida guerra emprendida por el Cártel Jalisco-Nueva Generación contra las autoridades. Esta organización ya dio muestras de su poder, cuando desató su venganza por la muerte de Heriberto Acevedo, alias El Gringo, uno de sus jefes sicarios. Este narco cayó abatido el 23 de marzo por la Fuerza Única, un grupo policial de élite creado por el Gobierno de Jalisco para hacer frente al crimen organizado. Dos semanas después llegó la respuesta.
El 6 de abril un convoy de diez vehículos blindados, con 40 agentes, fue atacado a plena luz del día en una carretera comarcal entre Puerto Vallarta y Guadalajara. Armados con lanzagranadas de precisión y ametralladoras M-60 (550 disparos por minuto), los narcos frenaron con determinación militar el avance del contingente policial. Después, estratégicamente situados en lo alto de terraplenes, lo abrasaron con explosivos y bidones de gasolina. Quince policías murieron. Otros cinco resultaron heridos. Ningún narco cayó. Aquel día, el cártel demostró su capacidad letal. No era la primera vez.
La organización, dirigida por Nemesio Oseguera Cervantes, alias El Mencho, ha ido creciendo a la sombra de otras más conocidas como Los Zetas o Los Caballeros Templarios. Mientras las fuerzas de seguridad se centraban en romperles el espinazo a las grandes mafias, el Cártel Jalisco-Nueva Generación, relativamente joven, se iba apoderando, como un reptil, de los nichos que abandonaban sus enemigos. Aunque cuando hacía falta, también atacaba a la yugular. En su expansión, se enfrentó a cara descubierta a Los Zetas, dirigidos por exmilitares de élite y cuyas terroríficas mutilaciones dieron la vuelta al mundo. En septiembre de 2011, el emergente cártel dejó en Boca del Río (Veracruz), en el corazón del territorio zeta, su carta de presentación: 35 cadáveres sobre el asfalto de la avenida Ruiz Cortines. La masacre les valió el apodo de matazetas.
Amparados en su extrema violencia, en apenas 10 años han extendido sus tentáculos desde Jalisco a ocho estados (Colima, Michoacán, Guanajuato, Nayarit, Guerrero, Morelos, Veracruz y el mismo Distrito Federal), se han hecho fuertes en la producción de metanfetamina y se han expandido con firmeza en el mercado estadounidense, hasta el punto de que el Departamento del Tesoro ya les sitúa entre “las organizaciones de tráfico de droga más poderosas de México”, en franca competencia con el cártel de Sinaloa.
Este crecimiento tumoral ha sumido en el terror a Jalisco (7.800.000 habitantes). Alcaldes y políticos han ido sucumbiendo al plomo, sin importar su rango. El secretario de Turismo fue asesinado en marzo de 2013 a las dos semanas de ocupar el cargo; y un año después el diputado federal Gabriel Gómez Michel, también de PRI, fue ultimado y calcinado tras un espectacular secuestrado en plena carretera, cuyas imágenes grabadas por cámaras de seguridad pudo contemplar todo México. En dos años, han caído más de 70 funcionarios en el Estado.
En esta línea, la vorágine del viernes no es más que la culminación de un largo proceso cuyo fin se atisba incierto. Zonas como Tamaulipas, atrapada en una feroz batalla entre Los Zetas y el cártel del Golfo, llevan años sumidas en el horror. Los narcobloqueos, las balaceras y los secuestros se han vuelto ahí moneda común. Y la intervención militar no ha reducido la violencia.
Pese a que cada día quedan menos grandes capos libres y que la era de las superorganizaciones criminales ha llegado a su fin, la fractura de sus estructuras ha generado una balcanización del terror. Grupúsculos ultraviolentos de sicarios se han reproducido viralmente ocupando el espacio de sus hermanos mayores. Tamaulipas, Michoacán y Guerrero, donde ayer mataron a un candidato local del PRI, son la prueba. Y Jalisco, cuya capital es una de las joyas de México, está siguiendo una senda parecida. Este viernes negro ha sido un aviso.