Exorcismo de Santos

El presidente colombiano debe aprender a vender los beneficios de la paz con las FARC

John Carlin, El País
Todos los políticos son vendedores. Venden libertad, seguridad, prosperidad, igualdad, honestidad, orden. Y también paz, el producto que la gente debería estar más dispuesta a comprar, especialmente en un país como Colombia donde llevan medio siglo en guerra.


Pero resulta que no. Las complicadas negociaciones en La Habana entre las dos principales partes en el conflicto colombiano, el Estado y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), llevan dos años y medio en la mesa pero la confianza pública en el proceso de paz, que nunca fue mucha, parece disminuir con cada día que pasa. La muerte en combate de 37 miembros de las FARC hace dos semanas y de 11 soldados del Ejército en abril no ayudaron a mejorar el clima negociador. Una encuesta nacional publicada a principios de mayo indicó que el 69% de la población se sentía pesimista sobre la posibilidad de que un acuerdo ponga fin a la guerra, y solo un 29% aprobó la gestión del presidente Juan Manuel Santos, el promotor en jefe de la paz.

Las muertes de los militares y guerrilleros han sido tan lamentables como inevitables en un país dos veces el tamaño de España por donde pululan antiguos enemigos fuertemente armados. Pero este no es el nudo del problema. El nudo del problema, y el motivo por el cual existe la alarmante posibilidad de que la firma de un acuerdo en Cuba no resulte en una paz duradera en Colombia, es que a la mayoría de los colombianos no les convence el plan que les quiere vender el presidente Santos.

¿Por qué no? Por las mismas razones por las que uno duda a la hora de comprar un coche, una aspiradora o medio kilo de carne. Una, que el producto es caro. Dos, que el vendedor no es muy bueno. Tres, que existe un producto rival a un precio más asequible. Cuatro, que el otro vendedor es mejor. Esto es lo que ocurre hoy con la venta de la paz en Colombia.

El precio del acuerdo propuesto es alto: una justicia menos que perfecta cuya consecuencia sería que miembros de las FARC culpables de atrocidades se salven de los castigos penales que, según el grueso de los colombianos, se merecen.

El presidente Santos es un hombre astuto y racional, pero el don de la persuasión no es su punto fuerte. Cuando uno conversa con colombianos en la calle llama la atención la ignorancia sobre los dividendos positivos que representaría para el país invertir en la paz.

Para el público comprador resulta más seductor —más barato— un proyecto que combine el final de la guerra con las FARC derrotadas y sus líderes en la cárcel.

El expresidente Álvaro Uribe, que aboga con más ruido que nadie por una solución militar (o, lo que es lo mismo, por una paz sin las concesiones que una negociación por definición conlleva), es un populista de cabo a rabo.
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El presidente Santos reconoció lo difícil que lo tenía en una entrevista publicada en este diario el 1 de marzo. “Vender la paz es mucho más difícil que vender la guerra”, dijo. “Vender la paz requiere sacrificios… requiere conciliar odios, heridas, resentimientos”. En la misma entrevista Santos reconoció el superior talante vendedor de su rival al confesar que rezaba “todos los días” para que Uribe cambiase de opinión y apoyase el proceso de paz. Loable la franqueza de Santos como hombre, pero como político no tanto. Con esas palabras demostró más debilidad que convicción. La guerra no tiene por qué ser más fácil de vender que la paz. Debería ser más bien lo contrario, aunque sea cierto que la naturaleza del ser humano es tal que no es difícil convencer a las multitudes apelando al resentimiento y al rencor, cualidades que Uribe encarna desde que lo remplazó Santos, que fue su ministro de defensa, en la presidencia. Santos es un Judas, según Uribe, que lo traicionó al iniciar el acercamiento a las FARC.

Los dirigentes de las FARC tampoco ayudan. Sus declaraciones beligerantes desde La Habana han demostrado que no han entendido algo que Santos sí entiende, que en una negociación las partes deben tener la madurez de hacer causa común con el contrincante en la tarea de vender el proyecto a la totalidad de la población.

Pero Uribe, que no deja de lanzar mensajes como balas desde su cuenta de Twitter (casi cuatro millones de seguidores) o a través de otras declaraciones públicas, es el que se ha convertido en el enemigo más peligroso del proceso de paz. Uribe representa hoy un caso clásico de lo que un antiguo primer ministro británico acusó de ser (no sin cierta razón) a los periodistas: gente con poder pero sin responsabilidad.

La reticencia de Santos a la hora de delatar a Uribe como tal, de someterlo a un exorcismo en vez de solo rezar, es motivo de frustración para los muchos colombianos que apoyan un acuerdo negociado. Lamentan su incapacidad para apelar a los corazones de la gente con palabras y gestos que inspiren —limitación que comparte con la mayoría de los líderes políticos del mundo de hoy—. Pero si no le sale por naturaleza, como él mismo ha tenido la humildad de reconocer, que se aplique con empeño y fe a la urgente misión de transmitir a sus compatriotas una visión ilusionante de las ventajas que recibirán todos —más turismo, mayor inversión extranjera, libertad de movimiento por todo el país, un grado de tranquilidad en el día a día desconocido desde hace 50 años— si compran un acuerdo con las FARC. Como escribió el mes pasado el periodista colombiano Álvaro Sierra en el diario El Tiempo, faltan “mensajes sencillos y convincentes que compitan con los de la oposición… Nadie le habla al oído al ciudadano común”.

Del éxito que tenga Santos en su gran asignatura pendiente dependerá la mejor oportunidad que Colombia ha tenido de conquistar la paz. La alternativa, por más que avancen los inescrutables diálogos de La Habana, es la guerra sin fin.

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