Baltimore retrata décadas de desigualdad en Estados Unidos

El contraste entre los barrios blancos y los negros refleja la brecha en el país

Marc Bassets
Baltimore, El País
Los helicópteros sobrevolaban la ciudad. La Guardia Nacional había desplegado sus soldados tras los disturbios del lunes pasado. Centenares de periodistas registraban en las calles las patologías de Estados Unidos: violencia, marginación, racismo.


A dos kilómetros, en los barrios blancos de Baltimore, todo aquello parecía lejano.

“Están a un universo de distancia”, explicaba Paul Taylor, vecino de Bolton Hill, un barrio de calles arboladas, mansiones de ladrillo y cafés hipsters. “Tan lejos como la Luna”, insistió.

El paseo por este Baltimore en estado de excepción —hasta este domingo, cuando la Guardia Nacional empezó a retirarse, rigió un toque de queda a partir de las 22.00 horas— comienza en Bolton Hill. Taylor, de 53 años, hace tertulia en las escalinatas de una casa junto a Reuben Lee, su vecino. Ambos son blancos. Lee tiene 80 años y ha vivido todos los cambios de Baltimore del último medio siglo: de una ciudad de guetos étnicos —los irlandeses, los italianos, los judíos, los polacos, los negros— a uno de mayoría negra después de que los blancos huyeran a las afueras en los sesenta y setenta.

Hoy existen dos Baltimore que se dan la espalda.

“No es algo que solamos ver o sentir, ni que nos preocupe”, responde Taylor a la pregunta sobre si los blancos se adentran en los barrios de West Baltimore, donde el 12 de abril Freddie Gray, negro de 25 años, fue detenido. Una semana después, murió. La fiscal de Baltimore, Marilyn Mosby, ha acusado a seis policías de homicidio.

La disparidad entre el Baltimore negro y el blanco es, como dice el vecino de Bolton Hill, cósmica. En la galaxia blanca está la Universidad John Hopkins, centro de enseñanza e investigación puntero. “Sólo seis millas separan los barrios de Roland Park y Hollins Market”, dijo hace unos años Jonathan Bagger, vicerrector de la John Hopkins, hablando de los 10 kilómetros entre un barrio rico y otro pobre. “Pero la diferencia entre la esperanza media de vida es de veinte años”. En Sandtown-Winchester, el barrio de Freddie Gray, la esperanza de vida es de 69,7 años, al nivel de Irak. Desde enero se han cometido 74 homicidios en el conjunto de Baltimore, una ciudad de 620.000 habitantes. En todo 2014 hubo 17 homicidios en Madrid, una ciudad de más de tres millones de habitantes. En EE UU los negros representan 13% de la población y el 30% de las víctimas de los disparos de la
policía.

Con matices, las estadísticas citadas no son exclusivas de Baltimore: sólo hay que desplazarse a un par de kilómetros de la Casa Blanca para descubrir en los barrios de Washington problemas similares.

Pero Baltimore, donde los principales cargos políticos, judiciales y policiales los ocupan los negros, obliga a los matices a la hora de buscar explicaciones únicamente racistas.

Algunos barrios, con casas abandonadas y solares, parecen un paisaje azotado por una catástrofe natural. Todo esto no ha empezado ahora, sino mucho antes, con la desindustrialización, la epidemia del crack, la delincuencia local y la represión policial y, en la década pasada, los abusos de las hipotecas basura, que golpearon a las minorías.

Todos los negros entrevistados en Baltimore conocen a alguien que sufrió el vendaval. En una librería en las afueras, Natashia Heggins recuerda a su madre, profesora de instituto, acompañando a alumnas al médico: estaban embarazadas.

“Se veía venir, se veía venir”, repite, al hablar de los disturbios, Keyon Johnson, vecino de Oliver, un barrio negro y deprimido. Johnson, de 32 años, explica que muchos amigos de infancia han muerto. A él le salvó el baloncesto. Ahora promueve actividades deportivas para los chavales del barrio.

En un bufete del centro, el abogado negro Derrick Hamlin —traje a rayas, pañuelo y pajarita: un dandi de arrabal— evoca su juventud. “Si veías a la policía, te ibas corriendo”, dice. Le arrestaron dos veces siendo menor y otra ya de mayor.

“Mi padre pasó en prisión parte de mis primeros años. Como mínimo, estuvo encarcelado 15 veces en un periodo de 20 años por robar un banco, por atracos o por drogas”, dice. Fue su madre quien lo crió, quien lo salvó. Llegó a la universidad: en su despacho cuelgan diplomas de Química y Derecho. La ausencia de los padres es un rasgo común en la América negra.

Hamlin ha asumido la defensa de algunos jóvenes detenidos en los disturbios. “No apruebo el vandalismo ni la destrucción, pero entiendo la ira”, ha escrito.El paseo por Baltimore termina en un restaurante tailandés de un barrio aburguesado. Los clientes son blancos. Las pantallas de televisión están sintonizadas con la CNN, que informa desde el lugar de las protestas. Parece un país remoto, pero está a menos de diez minutos en coche. Antes de las nueve de la noche, con los platos sin acabar, la camarera trae la cuenta. “Por el toque de queda”, justifica.

Baltimore no es Irak, ni la Luna: está a 70 kilómetros de la Casa Blanca.

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