A la revolución, en zapatillas

Un año después de la muerte de Luis Villoro, el zapatismo homenajea al filósofo que abrazó su resistencia no violenta

Pablo de Llano
México, El País
Cuando viajaba a Chiapas, Luis Villoro no olvidaba sus zapatillas. “Iba con unos tenis ya viejitos. Casi no le gustaba andar con zapatos”, dice Marta, la empleada de hogar que trabajaba en su casa. El calzado del viejo filósofo se ajustaba al modelo de subversión ética que había encontrado en una guerrilla que renunció a la violencia para buscar su camino en la autonomía doméstica.


Su hijo, el escritor Juan Villoro, cuenta que al principio –cuando el Ejército Zapatista de Liberación Nacional se levantó en armas, el 1 de enero de 1994– a su padre aquello le suscitó “muchas reservas”. Era un filósofo de 72 años, de los principales del último medio siglo en México; había pasado por el existencialismo, la fenomenología, el marxismo y la filosofía analítica; había militado en partidos que predicaban una vía mexicana democrática al socialismo, y, después de todo aquello, había desembocado en un terreno de reflexión sobre ética y justicia que no tenía nada que ver con las ideas de la revolución a través de los fusiles. Por eso, a partir del alto el fuego unilateral por el que optó el Gobierno el 12 de enero de 1994, que propició el viraje del EZLN de la estrategia armada hacia un enfoque de radicalidad de principios pero sin violencia, Luis Villoro empezó a ver en el zapatismo un ejemplo de resistencia y transformación política.

Para el filósofo, los referentes no eran Lenin o el Che Guevara, sino pacifistas como Gandhi y Martin Luther King. Su último ejercicio intelectual, antes de morir el 5 de marzo de 2014 a los 91 años, fueron unos apuntes a mano sobre zapatismo y budismo. En un artículo inédito titulado Por ejemplo, un puñado de sal, Juan Villoro explica la trayectoria del pensamiento de su padre y la conexión postrera que hizo entre los herederos de Buda y los de Emiliano Zapata: “Más allá de las diferencias (…) encuentra elementos de confluencia: el sentido interminable del camino, la meta siempre aplazada, la disolución de los intereses individuales en favor de la comunidad, el cumplimiento de los valores personales a través del otro y de lo otro”.

La filósofa y traductora Fernanda Navarro, pareja de Luis Villoro en sus últimos años de vida, dice que los zapatistas lo admiraban porque los trató “con respeto”, de igual a igual. “Nunca pretendió indicarles un camino, como si él supiera más”. Navarro enseña una caricatura de un guerrillero labrada sobre una lámina de metal que le regaló el subcomandante Marcos al pensador con una dedicatoria: “Para don Luis Villoro que ha sabido vernos aún ocultos”.

Desde 1995, el intelectual y el insurgente trabaron una relación que se consolidó con continuas visitas del filósofo a Chiapas y por las cartas que se intercambiaban con frecuencia. Juan Villoro señala los puntos que los unían: “Eran los dos alumnos de los jesuitas; la formación de ambos pasó por una lectura rebelde de las Escrituras; los dos se habían sacudido una herencia burguesa y tenían una confianza ilimitada en la creación de una nueva comunidad; aparte de que compartían el gusto por el lenguaje”. El escritor considera que a su padre, un hombre que rechazaba el personalismo, le resultaba difícil asimilar la enorme exposición pública de Marcos. “Pero entendía que era necesario. Lo discutíamos mucho: tú no puedes llenar un estadio para un concierto de rock si no tienes un cantante carismático”. Su estima por el subcomandante estaba por encima de matices: “Le tenía un afecto profundo. Mis hermanos y yo le decíamos de broma que, de todos sus hijos, al que más quería era a Marcos”.

Un año y dos meses después de su fallecimiento, los zapatistas le harán este sábado en una de sus cabeceras territoriales autónomas un homenaje al filósofo. Nacido en Barcelona en 1922, trasladado a Bélgica a los nueve años y más tarde a México, Luis Villoro, un pensador que empezó su carrera en los años cincuenta estudiando a los primeros intérpretes del indigenismo –Bernardino de Sahagún, Bartolomé de las Casas, Vasco de Quiroga– terminó tan involucrado con la práctica de la lucha indígena que, según lo previsto, parte de sus cenizas acabarán reposando al pie de un árbol chiapaneco.

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