Las mil y una noches de las Américas
Obama se ha constituido en el narrador de la historia
Héctor E. Schamis, El País
El rey Shariar decide casarse cada día con una joven diferente, a la que hará ejecutar cada noche para evitar ser traicionado como ocurrió con su primera esposa. Eventualmente, no quedan vírgenes en el reino, siendo Sherezada la última esposa disponible. La noche de la boda, la joven le cuenta un cuento al rey, el cual deja inconcluso. Curioso por conocer el final, el rey decide posponer su ejecución. Lo mismo ocurre la siguiente noche, ya que una nueva historia comienza, posponiendo su ejecución una vez más.
Los cuentos de Sherezada varían. Son históricos, de amor, tragedias, poemas, comedias y eróticos. Muchas veces, es ella misma la narradora, o bien el narrador es un personaje de sus cuentos. Otras veces, de un cuento se bifurca otra historia. Se va formando así una densa textura narrativa que hace aumentar la curiosidad del rey, prolongando la vida de su esposa. Así sucede durante mil noches y aún otra más. Cuento tras cuento, cada uno de ellos se deriva del anterior, sin solución eficiente a la vista. La alquimia en cuestión es la narración en sí misma.
Las mil y una noches puede ser una filosofía de la historia, leída como un proceso indeterminado y accidental. Es impredecible y a menudo caótico, como cuando los personajes de un cuento cobran vida en el siguiente. Pero esa filosofía también es, en esta particular coyuntura de la historia, una metáfora de las cumbres americanas; específicamente, una narrativa de las relaciones hemisféricas. Retrata un contexto: la Guerra Fría. Lo registra a través de episodios originales—la revolución, Bahía de Cochinos, la crisis de los misiles y el embargo—de los cuales se derivan todos los cuentos subsiguientes. Lo reproduce por medio de la construcción de una épica: el anti-imperialismo y el hombre nuevo. Y lo recrea interminablemente a través de mitos: el bloqueo, en lugar del embargo, la igualdad, la salud y la educación del socialismo de Estado.
En esa narrativa americana, Fidel ha sido Sherezada, capaz de arrancarle al imperio un día más y luego otro. Los personajes mutan, de un cuento van al siguiente. Kennedy es Nixon. El Ché es Salvador Allende un día, y Fidel es Chávez al día siguiente, para luego ser un pájaro. Todos han muerto, tal vez ejecutados por el rey Shariar, pero Fidel sigue allí, ha narrado un día más de vida desde hace mil. Es él quien ha contado esta historia que define una región y que le ha dado sentido y sinsentido.
América Latina fue víctima de esa Guerra Fría. Guerra benigna en Europa, donde no sonó un solo tiro, fue brutal en la periferia. No ha sido Fidel ni Cuba, sin embargo, quien la ha sufrido, eso hay que decirlo. Cuba se resguardó bajo el paraguas del acuerdo de la crisis de los misiles, allá por 1962, y con eso quedó al margen del temporal que cayó sobre el resto de la región. Los demás tuvieron—tuvimos—a los militares, las guerras civiles, las masacres de campesinos, las torturas y las desapariciones. Cuba, no obstante, se apropió de un cierto romanticismo bélico sin que le haya sonado un solo tiro. Es la fuerza de un buen relato, como en Las mil y una noches.
Al llegar a los ochenta, la región descubrió que la democracia era la única manera de proteger los derechos humanos y abrazó esa causa. Los cuentos se bifurcaron en dirección que el narrador no había previsto. Una nueva épica se apropió del relato oficial, la lucha por el debido proceso y las libertades constitucionales, y la OEA se convertía en uno de los narradores centrales. Un nuevo cuento con un nuevo narrador pero que sería efímero, dicho esto con el enorme beneficio de mirar la historia en el espejo retrovisor.
El boom de precios coincidió con el acercamiento entre Venezuela y Cuba, y lo que algunos describen como una relación padre-hijo entre Castro y Chávez. Ello coincidió con la trastornada idea del golpe de 2002, que solo sirvió para auto cumplir la profecía del imperio y justificar la posterior petro diplomacia. El narrador original recuperó control del relato. Su épica discursiva y sus mitos históricos se propagaron con renovado vigor. Ya no hizo falta exportar la revolución, subcontrataron el servicio con el subsidio chavista. De ahí que las libertades constitucionales y los derechos humanos estén en retroceso por toda la región, no hay más que mirar a los discípulos conocidos. El dinero es más persuasivo que la utopía. La OEA, a su vez, enmendó el error de Punta del Este en 1962 e indemnizó a la víctima de la humillación con creces.
Pero ello solo sirvió hasta ahora, cuando Obama decidió cambiar la historia. Santos había dicho en Cartagena que esa debía ser la última cumbre sin Cuba y aquí estamos. Obama es ahora el narrador, aunque más no sea hasta enero de 2017, y América Latina no parece saber qué decir ni qué hacer. Ante la confusión, solo atinan a lo conocido. Por eso la fuerza de choque cubana-venezolana se fue hasta Panamá a intimidar líderes de la sociedad civil. Mientras siguen denunciando al imperialismo, entregan sus recursos a otros imperios, comprometiendo su futuro y su seguridad con acuerdos civiles y militares cuya letra chica ni siquiera se conoce. Nadie se alarma, pues lo que importa es lo que se narra.
Es encomiable la declaración de 26 expresidentes pidiendo por la liberación de los presos políticos, pero es desolador que eso mismo no lo hagan los presidentes en ejercicio o la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, que para eso existe. La presencia de la fuerza de choque también sugiere que el partido hegemónico está dispuesto a abrir su economía, pero no su política ni su sociedad. Se ve con claridad que los Castro aspiran a ser como el Partido Comunista chino, o más bien el de Vietnam, por el tamaño, y Maduro, a quedar colgado de este esquema así fuera con alfileres. Tal vez nada de ello sea probable o ni siquiera posible. Asia está muy lejos. Noventa millas son muy pocas para abrir el mercado y ponerle barreras proteccionistas a los derechos, las libertades y los partidos de oposición incluidos en la fórmula.
La realidad es que Obama no ha abandonado la agenda de los principios, no importa cuanto lo critiquen los Republicanos en el Congreso. Su decisión de encontrarse en Panamá, frente al mismísimo Raúl Castro, con los más lúcidos de la disidencia cubana—incluyendo a aquellos capaces de reconocer que habrá lugar para la socialdemocracia en una Cuba post-comunista—lo ilustra con elocuencia. Obama se ha constituido en el narrador de los cuentos. Él es ahora Sherezada, cumpliendo con la regla cardinal de Las mil y una noches: los cuentos nuevos se derivan de los anteriores, pero no se puede volver atrás a los ya contados. Ese es el encantamiento que hace posible la supervivencia.
Después de escuchar a los presidentes latinoamericanos, no está claro que sean capaces de observar estas reglas. Conceptos arcaicos sugieren ideas vetustas. El problema central de las Américas es que no es posible construir un mundo nuevo con historias viejas. Además, ya casi estamos llegando a la noche número mil uno.
Twitter @hectorschamis
Héctor E. Schamis, El País
El rey Shariar decide casarse cada día con una joven diferente, a la que hará ejecutar cada noche para evitar ser traicionado como ocurrió con su primera esposa. Eventualmente, no quedan vírgenes en el reino, siendo Sherezada la última esposa disponible. La noche de la boda, la joven le cuenta un cuento al rey, el cual deja inconcluso. Curioso por conocer el final, el rey decide posponer su ejecución. Lo mismo ocurre la siguiente noche, ya que una nueva historia comienza, posponiendo su ejecución una vez más.
Los cuentos de Sherezada varían. Son históricos, de amor, tragedias, poemas, comedias y eróticos. Muchas veces, es ella misma la narradora, o bien el narrador es un personaje de sus cuentos. Otras veces, de un cuento se bifurca otra historia. Se va formando así una densa textura narrativa que hace aumentar la curiosidad del rey, prolongando la vida de su esposa. Así sucede durante mil noches y aún otra más. Cuento tras cuento, cada uno de ellos se deriva del anterior, sin solución eficiente a la vista. La alquimia en cuestión es la narración en sí misma.
Las mil y una noches puede ser una filosofía de la historia, leída como un proceso indeterminado y accidental. Es impredecible y a menudo caótico, como cuando los personajes de un cuento cobran vida en el siguiente. Pero esa filosofía también es, en esta particular coyuntura de la historia, una metáfora de las cumbres americanas; específicamente, una narrativa de las relaciones hemisféricas. Retrata un contexto: la Guerra Fría. Lo registra a través de episodios originales—la revolución, Bahía de Cochinos, la crisis de los misiles y el embargo—de los cuales se derivan todos los cuentos subsiguientes. Lo reproduce por medio de la construcción de una épica: el anti-imperialismo y el hombre nuevo. Y lo recrea interminablemente a través de mitos: el bloqueo, en lugar del embargo, la igualdad, la salud y la educación del socialismo de Estado.
En esa narrativa americana, Fidel ha sido Sherezada, capaz de arrancarle al imperio un día más y luego otro. Los personajes mutan, de un cuento van al siguiente. Kennedy es Nixon. El Ché es Salvador Allende un día, y Fidel es Chávez al día siguiente, para luego ser un pájaro. Todos han muerto, tal vez ejecutados por el rey Shariar, pero Fidel sigue allí, ha narrado un día más de vida desde hace mil. Es él quien ha contado esta historia que define una región y que le ha dado sentido y sinsentido.
América Latina fue víctima de esa Guerra Fría. Guerra benigna en Europa, donde no sonó un solo tiro, fue brutal en la periferia. No ha sido Fidel ni Cuba, sin embargo, quien la ha sufrido, eso hay que decirlo. Cuba se resguardó bajo el paraguas del acuerdo de la crisis de los misiles, allá por 1962, y con eso quedó al margen del temporal que cayó sobre el resto de la región. Los demás tuvieron—tuvimos—a los militares, las guerras civiles, las masacres de campesinos, las torturas y las desapariciones. Cuba, no obstante, se apropió de un cierto romanticismo bélico sin que le haya sonado un solo tiro. Es la fuerza de un buen relato, como en Las mil y una noches.
Al llegar a los ochenta, la región descubrió que la democracia era la única manera de proteger los derechos humanos y abrazó esa causa. Los cuentos se bifurcaron en dirección que el narrador no había previsto. Una nueva épica se apropió del relato oficial, la lucha por el debido proceso y las libertades constitucionales, y la OEA se convertía en uno de los narradores centrales. Un nuevo cuento con un nuevo narrador pero que sería efímero, dicho esto con el enorme beneficio de mirar la historia en el espejo retrovisor.
El boom de precios coincidió con el acercamiento entre Venezuela y Cuba, y lo que algunos describen como una relación padre-hijo entre Castro y Chávez. Ello coincidió con la trastornada idea del golpe de 2002, que solo sirvió para auto cumplir la profecía del imperio y justificar la posterior petro diplomacia. El narrador original recuperó control del relato. Su épica discursiva y sus mitos históricos se propagaron con renovado vigor. Ya no hizo falta exportar la revolución, subcontrataron el servicio con el subsidio chavista. De ahí que las libertades constitucionales y los derechos humanos estén en retroceso por toda la región, no hay más que mirar a los discípulos conocidos. El dinero es más persuasivo que la utopía. La OEA, a su vez, enmendó el error de Punta del Este en 1962 e indemnizó a la víctima de la humillación con creces.
Pero ello solo sirvió hasta ahora, cuando Obama decidió cambiar la historia. Santos había dicho en Cartagena que esa debía ser la última cumbre sin Cuba y aquí estamos. Obama es ahora el narrador, aunque más no sea hasta enero de 2017, y América Latina no parece saber qué decir ni qué hacer. Ante la confusión, solo atinan a lo conocido. Por eso la fuerza de choque cubana-venezolana se fue hasta Panamá a intimidar líderes de la sociedad civil. Mientras siguen denunciando al imperialismo, entregan sus recursos a otros imperios, comprometiendo su futuro y su seguridad con acuerdos civiles y militares cuya letra chica ni siquiera se conoce. Nadie se alarma, pues lo que importa es lo que se narra.
Es encomiable la declaración de 26 expresidentes pidiendo por la liberación de los presos políticos, pero es desolador que eso mismo no lo hagan los presidentes en ejercicio o la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, que para eso existe. La presencia de la fuerza de choque también sugiere que el partido hegemónico está dispuesto a abrir su economía, pero no su política ni su sociedad. Se ve con claridad que los Castro aspiran a ser como el Partido Comunista chino, o más bien el de Vietnam, por el tamaño, y Maduro, a quedar colgado de este esquema así fuera con alfileres. Tal vez nada de ello sea probable o ni siquiera posible. Asia está muy lejos. Noventa millas son muy pocas para abrir el mercado y ponerle barreras proteccionistas a los derechos, las libertades y los partidos de oposición incluidos en la fórmula.
La realidad es que Obama no ha abandonado la agenda de los principios, no importa cuanto lo critiquen los Republicanos en el Congreso. Su decisión de encontrarse en Panamá, frente al mismísimo Raúl Castro, con los más lúcidos de la disidencia cubana—incluyendo a aquellos capaces de reconocer que habrá lugar para la socialdemocracia en una Cuba post-comunista—lo ilustra con elocuencia. Obama se ha constituido en el narrador de los cuentos. Él es ahora Sherezada, cumpliendo con la regla cardinal de Las mil y una noches: los cuentos nuevos se derivan de los anteriores, pero no se puede volver atrás a los ya contados. Ese es el encantamiento que hace posible la supervivencia.
Después de escuchar a los presidentes latinoamericanos, no está claro que sean capaces de observar estas reglas. Conceptos arcaicos sugieren ideas vetustas. El problema central de las Américas es que no es posible construir un mundo nuevo con historias viejas. Además, ya casi estamos llegando a la noche número mil uno.
Twitter @hectorschamis