ANÁLISIS La primera guerra mundial del islam
Antonio Navalón, El País
El mundo actual es una colección de mapas que ya no sirven, de creencias rebasadas por la realidad y de un componente de imprevisibilidad que, no por sabido, deja de producir verdaderos terremotos sobre un orden planetario que aún está en construcción.
Desde la Primera Guerra Mundial y la caída del Imperio Otomano, los ingleses pusieron en pie en la Península Arábiga —incluida la antigua Persia— todo un esquema destinado exclusivamente a controlar el petróleo mediante falsos gobiernos en la zona.
Y un siglo después, lo que vemos es: primero, la caída del crudo en una extraña confluencia de factores que, sin duda alguna, ha terminado beneficiando —y mucho— a los países industrializados. En segundo lugar, un espectáculo insólito ofrecido por un presidente de Estados Unidos enfrentado, más allá de toda lógica de la discrepancia, al primer ministro de Israel, un país clave en el rompecabezas de Oriente Próximo y también en la relación entre el mundo árabe y Occidente.
Si los chiíes conquistan Yemen, vendrá después Sudán y Egipto
Los intereses de los dos países están por encima de los dos hombres y al final, no importa que se quieran o se odien, lo único relevante es dar el paso siguiente en la defensa de los intereses que hay en juego. Lo que está en juego es muy sencillo: desde hace muchos años, concretamente, desde 1948, desde el laboratorio de relación árabe con el mundo occidental que es Palestina, desde la creación de la OLP, se ha producido un fenómeno de absoluta desviación de los verdaderos ejes del poder.
Desde la primera guerra árabe-israelí hasta la llegada del ayatolá Jomeini al poder en 1979, Oriente Próximo era (ahora es fácil verlo) un mundo de guerra casi de juguete, a pesar del terrorismo. Sólo a partir del triunfo de la revolución iraní y del control de los chiíes del Golfo Pérsico, o al menos del intento por controlarlo, es cuando se produce realmente el enfrentamiento serio dentro del mundo islámico.
Durante años, la relación con Israel y el conflicto palestino permitieron convertir a Estados Unidos en el objetivo a atacar. Además, los extremismos suníes y chiíes se unieron frente a un enemigo común que era la gran potencia estadounidense. Ahora, sin embargo, la guerra llama a las puertas del coloso económico y militar de la zona: Arabia Saudí.
El conflicto que se desarrolla ahora en Yemen ofrece un panorama completamente inédito. Si los chiíes conquistan el país, no solo se habrán situado a las puertas del reino de los guardianes de la Meca y ejercerán una gran presión sobre el mundo suní y sufí, sino que, previsiblemente, después de Yemen, vendrá Sudán e inmediatamente después Egipto, como manda la moderna teoría del dominó. No sé si Irán tendrá armas nucleares, pero sé que con Yemen consolida un gran bloque que da otro mapa de poder que ni siquiera el británico Balfour o el propio Hitler soñaron.
Desde 1948 se ha producido una absoluta desviación de los verdaderos ejes del poder
Ahora ya no son guerras de escala. Hay que entender que la nueva geoestrategia de la zona se basa en dos hechos fundamentales. El primero, una repetición de la vieja historia como no se había visto desde la época del profeta Ismael. Los chiíes —la minoría que, según sostienen sus creyentes, es la confesión verdaderamente fiel al islam— se enfrentan al 80% de los suníes, a los que niegan legitimidad.
Y segundo lugar, que si Irán logra tener bajo su control a Irak, Libia, Líbano y Yemen se convertirá en el dueño del Golfo Pérsico y tendrá la posibilidad de cambiar todas las reglas del juego, alterando los equilibrios económicos y energéticos que conocemos hasta ahora.
Es solo cuestión de tiempo saber quién disparará primero, si Riad a Teherán o Teherán a Riad.
En medio de toda esta crisis, la figura del mandatario estadounidense resulta troncal. El mundo árabe ardió con toda su primavera, entre otras razones, por el célebre discurso que Barack Obama pronunció el 4 de junio de 2009 en la Universidad Al Azhar de El Cairo. Después, cuando el mundo le pedía que interviniera en Siria contra el dictador Bachar el Asad, que utilizó armas químicas contra su población, se negó, lo que unido a la retirada total del Ejército estadounidense de Irak dio una fuerza insospechada al Estado Islámico (EI).
Y finalmente, en medio de todo ese proceso, Obama se pone a negociar con Irán, al mismo tiempo que se pelea con el primer ministro israelí, Bibi Netanyahu. La política estadounidense pareciera ser apoyar por las mañanas a Siria y a Irán y por las noches luchar contra Teherán para defender a Arabia Saudí.
El mundo árabe y el islam nunca hubieran llegado hasta aquí sin lo que implica Estados Unidos, es decir, sin Afganistán y sin el 11-S, pero ahora mismo la única manera de salir de esta situación es que Obama defina una política que hoy por hoy es sumamente contradictoria. Es el momento de que se decida o por el acuerdo histórico con Irán y así entregarle el control de todo el Golfo Pérsico y Oriente Próximo o por ayudar a Arabia Saudí contra los chiíes y encontrar la manera de cambiar unas monarquías y unos regímenes autocráticos que ya no son capaces de sostenerse por sí mismos como demostró la primavera árabe.
El mundo actual es una colección de mapas que ya no sirven, de creencias rebasadas por la realidad y de un componente de imprevisibilidad que, no por sabido, deja de producir verdaderos terremotos sobre un orden planetario que aún está en construcción.
Desde la Primera Guerra Mundial y la caída del Imperio Otomano, los ingleses pusieron en pie en la Península Arábiga —incluida la antigua Persia— todo un esquema destinado exclusivamente a controlar el petróleo mediante falsos gobiernos en la zona.
Y un siglo después, lo que vemos es: primero, la caída del crudo en una extraña confluencia de factores que, sin duda alguna, ha terminado beneficiando —y mucho— a los países industrializados. En segundo lugar, un espectáculo insólito ofrecido por un presidente de Estados Unidos enfrentado, más allá de toda lógica de la discrepancia, al primer ministro de Israel, un país clave en el rompecabezas de Oriente Próximo y también en la relación entre el mundo árabe y Occidente.
Si los chiíes conquistan Yemen, vendrá después Sudán y Egipto
Los intereses de los dos países están por encima de los dos hombres y al final, no importa que se quieran o se odien, lo único relevante es dar el paso siguiente en la defensa de los intereses que hay en juego. Lo que está en juego es muy sencillo: desde hace muchos años, concretamente, desde 1948, desde el laboratorio de relación árabe con el mundo occidental que es Palestina, desde la creación de la OLP, se ha producido un fenómeno de absoluta desviación de los verdaderos ejes del poder.
Desde la primera guerra árabe-israelí hasta la llegada del ayatolá Jomeini al poder en 1979, Oriente Próximo era (ahora es fácil verlo) un mundo de guerra casi de juguete, a pesar del terrorismo. Sólo a partir del triunfo de la revolución iraní y del control de los chiíes del Golfo Pérsico, o al menos del intento por controlarlo, es cuando se produce realmente el enfrentamiento serio dentro del mundo islámico.
Durante años, la relación con Israel y el conflicto palestino permitieron convertir a Estados Unidos en el objetivo a atacar. Además, los extremismos suníes y chiíes se unieron frente a un enemigo común que era la gran potencia estadounidense. Ahora, sin embargo, la guerra llama a las puertas del coloso económico y militar de la zona: Arabia Saudí.
El conflicto que se desarrolla ahora en Yemen ofrece un panorama completamente inédito. Si los chiíes conquistan el país, no solo se habrán situado a las puertas del reino de los guardianes de la Meca y ejercerán una gran presión sobre el mundo suní y sufí, sino que, previsiblemente, después de Yemen, vendrá Sudán e inmediatamente después Egipto, como manda la moderna teoría del dominó. No sé si Irán tendrá armas nucleares, pero sé que con Yemen consolida un gran bloque que da otro mapa de poder que ni siquiera el británico Balfour o el propio Hitler soñaron.
Desde 1948 se ha producido una absoluta desviación de los verdaderos ejes del poder
Ahora ya no son guerras de escala. Hay que entender que la nueva geoestrategia de la zona se basa en dos hechos fundamentales. El primero, una repetición de la vieja historia como no se había visto desde la época del profeta Ismael. Los chiíes —la minoría que, según sostienen sus creyentes, es la confesión verdaderamente fiel al islam— se enfrentan al 80% de los suníes, a los que niegan legitimidad.
Y segundo lugar, que si Irán logra tener bajo su control a Irak, Libia, Líbano y Yemen se convertirá en el dueño del Golfo Pérsico y tendrá la posibilidad de cambiar todas las reglas del juego, alterando los equilibrios económicos y energéticos que conocemos hasta ahora.
Es solo cuestión de tiempo saber quién disparará primero, si Riad a Teherán o Teherán a Riad.
En medio de toda esta crisis, la figura del mandatario estadounidense resulta troncal. El mundo árabe ardió con toda su primavera, entre otras razones, por el célebre discurso que Barack Obama pronunció el 4 de junio de 2009 en la Universidad Al Azhar de El Cairo. Después, cuando el mundo le pedía que interviniera en Siria contra el dictador Bachar el Asad, que utilizó armas químicas contra su población, se negó, lo que unido a la retirada total del Ejército estadounidense de Irak dio una fuerza insospechada al Estado Islámico (EI).
Y finalmente, en medio de todo ese proceso, Obama se pone a negociar con Irán, al mismo tiempo que se pelea con el primer ministro israelí, Bibi Netanyahu. La política estadounidense pareciera ser apoyar por las mañanas a Siria y a Irán y por las noches luchar contra Teherán para defender a Arabia Saudí.
El mundo árabe y el islam nunca hubieran llegado hasta aquí sin lo que implica Estados Unidos, es decir, sin Afganistán y sin el 11-S, pero ahora mismo la única manera de salir de esta situación es que Obama defina una política que hoy por hoy es sumamente contradictoria. Es el momento de que se decida o por el acuerdo histórico con Irán y así entregarle el control de todo el Golfo Pérsico y Oriente Próximo o por ayudar a Arabia Saudí contra los chiíes y encontrar la manera de cambiar unas monarquías y unos regímenes autocráticos que ya no son capaces de sostenerse por sí mismos como demostró la primavera árabe.