Clinton y Bush, el regreso de las dinastías

Los aspirantes demócrata y republicano pertenecen a
las familias hegemónicas en Washington desde los ochenta

Marc Bassets
Washington, El País
Estados Unidos, un país fundado en el rechazo de los privilegios aristocráticos, contempla una posibilidad inquietante: una elección presidencial en la que los candidatos demócrata y republicano pertenezcan a las dos familias hegemónicas en Washington en los últimos 25 años.


A un año y medio de las presidenciales que elegirán al sucesor del demócrata Barack Obama, dos nombres destacan en la carrera por la nominación. En el Partido Demócrata, Hillary Clinton es la favorita sin rival. En el Partido Republicano la batalla está más disputada, pero Jeb Bush es el candidato con mayor capacidad de recaudar dinero y mejores conexiones en el establishment conservador.

Clinton, que ha sido senadora por Nueva York, candidata fallida a la presidencia en 2008 y secretaria de Estado con Obama, es la esposa de Bill Clinton, presidente de EE UU entre 1993 y 2001. Bush, exgobernador de Florida, es hermano de George W. Bush, que fue presidente entre 2001 y 2009, e hijo de George H. W. Bush, presidente entre 1989 y 1993.

Nadie ha declarado oficialmente la candidatura, pero si Clinton y Bush confirman sus aspiraciones y si resultan elegidos por sus respectivos partidos, en noviembre de 2016 se enfrentarán dos dinastías que, con la interrupción de los ocho años de Obama, han ocupado la Casa Blanca desde 1989.
Estirpes de poder

Cuatro familias han repetido en la Casa Blanca desde la fundación de EE UU. Los primeros fueron John Adams (el segundo presidente, y su hijo John Quincy, el sexto). Después llegaron los Harrison (el abuelo William Henry y el nieto Benjamin), los Roosevelt (Theodore y Franklin Delano eran primos lejanos) y los Bush (George Herber Walker y su hijo George Walker). Los Clinton pueden ser los siguientes.

La dinastía política más célebre sólo tuvo un presidente, John Fitzgerald Kennedy, asesinado en 1963, pero pudo tener más. Su hermano Bobby fue asesinado en 1968, cuando iniciaba la campaña, y el pequeño, Ted, lo intentó en 1980 pero perdió las primarias demócratas ante el presidente Carter. La saga continúa: Joe Kennedy, nieto de Bobby, es ahora congresista por Massachusetts.

Más dinastías. El senador republicano Rand Paul, probable rival de Jeb Bush en 2016, es hijo del congresista Ron Paul. El padre de Mitt Romney, que perdió ante Obama en 2012, era hijo de George Romney, gobernador de Michigan. El gobernador de Nueva York, Andrew Cuomo, es hijo de otro gobernador, el recientemente fallecido Mario Cuomo. En Chicago, la familia Daley controló la ciudad durante casi medio siglo, hasta 2010.

“Para muchos votantes, Bush-Clinton parece un retorno al ayer más que la subida del telón hacia el futuro”, dice Peter Hart, especialista en sondeos, director de la firma Hart Research Associated y cercano a los demócratas. Una de las especialidades de Hart es la organización de sesiones con votantes seleccionados en las que las preguntas y las conversaciones sirven para detectar las corrientes de fondo de la opinión pública. A principios de enero organizó uno de estos grupos en Colorado, uno de los Estados decisivos en las presidenciales más recientes.

De aquella reunión Hart sacó la conclusión de que los votantes son escépticos ante una contienda de Clinton contra Bush. “No es que digan que no les gusta esta posibilidad, pero no les emociona”, dice. Esto no significa que hayan decidido votar en contra de ellos: falta casi un año para que comience el proceso de caucus (asambleas electivas) y primarias que elegirá a los nominados. Pero sí responde a la desconfianza hacia las élites de Washington, asociadas a estos apellidos. Y refleja la hostilidad casi instintiva de los estadounidenses a la idea de que unas familias puedan repartirse el poder.

¿No hay mejores políticos en un país de 310 millones de habitantes, un país dinámico y creativo, en plena transformación demográfica y social? ¿Otro Clinton?, pueden preguntarse los demócratas. ¿No encuentra el Partido Demócrata un candidato mejor que la candidata que en 1992 ya estaba en primera línea del combate? ¿Otro Bush?, se quejan muchos republicanos.

Si Bush ganase, los tres últimos presidentes republicanos serían de la misma familia. Y si ganan Bush o Clinton en 2016 y en 2020 el vencedor sale reelegido, un miembro de estas dinastías habrá sido presidente durante 28 de los últimos 36 años. Casi un tercio de siglo. En esta democracia instalada en la duda (por la ineficacia legislativa, el temor a la pérdida de la hegemonía mundial, el ascenso de competidores como China), esta hipótesis da alas las visiones más sombrías.

“Los Estados Unidos no deberán otorgar ningún título nobiliario”, dice la Constitución en su artículo 1, y esta parece una oración destinada a definir el carácter de un país que nació con el ideal de la meritocracia.

La realidad es más compleja. La meritocracia choca con las desigualdades y el atasco del ascensor social. Y, aunque exista aristocracia política, ni es nueva ni forzosamente impopular.
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“Hoy el 12% de miembros del Congreso tienen un ancestro inmediato o cónyuge que también ha servido en el Congreso. En las pasadas décadas ha sido de aproximadamente un 10%”, dice el politólogo Brian Feinstein. “No creo que esto signifique un rechazo de las dinastías o de esta especie de familias reales. Puede que esto sea lo que los americanos digan, pero sus acciones a la hora de votar no lo demuestran”.

Feinstein es el autor de The dynasty advantage (La ventaja de la dinastía), un artículo académico publicado en 2010 donde estudia el peso de los vínculos familiares en las elecciones al Congreso. Pertenecer a una familia de congresistas no es un inconveniente a la hora de ganar elecciones. Al contrario. Lo mismo ocurre, explica el politólogo, en las presidenciales. Un Bush o una Clinton, gracias a sus conexiones familiares, pueden acceder a más fondos y obtener el respaldo de otros políticos. Un factor clave es la ventaja del reconocimiento del nombre, el valor de la marca familiar.

“Si mira al nivel de conocimientos políticos en EE UU, tiende a ser bastante bajo, incluso entre personas que es probable que acudan a votar”, dice. “Hace aproximadamente un año, un tercio de personas en un sondeo no podían identificar al vicepresidente por su nombre. Así que hay grupo de votantes que saben poco de política, y para estos un Bush o un Clinton es un nombre que ya conocen”.

Otra ventaja es la fiabilidad: saben cómo funciona el poder; no necesitarán aprender. “Las dinastías tienen mucho sentido”, escribe la revista The Weekly Standard, en la órbita republicana. “Para decirlo brutalmente: las dinastías resisten porque políticamente son útiles”.

Y las dinastías no son sólo familiares. En su origen, la palabra designaba “el traspaso de poder entre un pequeño grupo de la élite política”, escribió William Safire en Political Dictionary, el imprescindible diccionario de palabras y expresiones políticas.

La primera fue la Dinastía de Virginia, la sucesión de tres presidentes de este Estado del sur: Jefferson, Madison y Monroe. Dinastía era sinónimo de clan, de establishment, de casta.

Las dinastías son como el establishment: su rechazo está inscrito en los genes estadounidenses pero son indisociables del funcionamiento de esta democracia. De los Kennedy a los Bush y los Clinton, las dinastías fascinan y repelen.

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