ANÁLISIS / El ‘Titanic’ político de la presidenta
Juan Arias, El País
Petrobras, que fue una de las mayores y más prestigiosas petroleras del mundo, considerada la joya de la corona de la industria brasileña, se está convirtiendo en el Titanic político de la presidenta de Brasil, Dilma Rousseff.
La ironía de la historia es que la exguerrillera y economista Rousseff irrumpió con fuerza en la política de la mano, precisamente, del petróleo.
Tras haberse afiliado al Partido de los Trabajadores (PT), entró en el primer Gobierno de Lula como ministra de Minas y Energía, con responsabilidad directa sobre Petrobras. De allí dio el salto a ministra de la Casa Civil (Presidencia), para sustituir a José Dirceu, quien por cierto acabó en la cárcel arrastrado por otro escándalo de corrupción: el denominado Mensalão, que consistía, en pocas palabras, en la compra de votos de diputados.
Rousseff fue también presidenta del consejo de administración de Petrobras. Y fue ella la que colocó al frente de la mayor empresa pública de América Latina a su amiga y antigua colaboradora Graça Foster. La intención, según se dijo entonces, era la de conferir un carácter más técnico y menos político a esta empresa. ¿Sospechaba ya —o sabía de hecho— que Petrobras se había convertido por entonces en fuente de ingresos ilegal del PT y de varios de los partidos políticos afines a base de maniobras corruptas y sobornos?
Ahora, tres años después, ante las evidencias de un escándalo que ha hecho perder a la petrolera el 60% de su valor, presionada por la oposición, la opinión pública y los mercados, ha decidido destituir a Foster junto a toda la cúpula directiva.
¿Demasiado tarde? Nadie es capaz de profetizarlo, porque tanto la Policía Federal como los jueces siguen implacablemente interrogando y metiendo en la cárcel a ex altos cargos de Petrobras y de otras grandes empresas acusados de haber organizado juntos el gran festín de corrupción en torno a la empresa, calculado en 4.000 millones de dólares (3.484 millones de euros).
El interrogante es si el drama de Petrobras, con uno de los equipos técnicos más envidiados del sector y con una gloriosa historia a sus espaldas, actualmente a la deriva, podrá salvarse con el simple relevo del capitán del navío o si no acabará arrastrando a la misma presidenta, no por acusaciones de corrupción, sino por la responsabilidad que ejercía y ejerce sobre la empresa.
Si la gangrena que corroe a Petrobras es tan grave como parece, su historia será, sin duda, similar a la del Titanic, que se hundió junto a su capitán.
Quizás por eso Rousseff tiene dificultades para encontrar el sustituto de Foster. Los técnicos que podrían hacerse con el timón saben cómo funcionan las grandes empresas y temen encontrarse con desagradables sorpresas después de hacerse con los mandos.
Otro interrogante es si Rousseff, con fama de intervencionista, dejará las manos libres al nuevo equipo para mover el bisturí con total libertad y devolver así a Petrobras su independencia técnica y comercial, sin la mano oculta de la política que la use para fines poco republicanos.
Petrobras, que fue una de las mayores y más prestigiosas petroleras del mundo, considerada la joya de la corona de la industria brasileña, se está convirtiendo en el Titanic político de la presidenta de Brasil, Dilma Rousseff.
La ironía de la historia es que la exguerrillera y economista Rousseff irrumpió con fuerza en la política de la mano, precisamente, del petróleo.
Tras haberse afiliado al Partido de los Trabajadores (PT), entró en el primer Gobierno de Lula como ministra de Minas y Energía, con responsabilidad directa sobre Petrobras. De allí dio el salto a ministra de la Casa Civil (Presidencia), para sustituir a José Dirceu, quien por cierto acabó en la cárcel arrastrado por otro escándalo de corrupción: el denominado Mensalão, que consistía, en pocas palabras, en la compra de votos de diputados.
Rousseff fue también presidenta del consejo de administración de Petrobras. Y fue ella la que colocó al frente de la mayor empresa pública de América Latina a su amiga y antigua colaboradora Graça Foster. La intención, según se dijo entonces, era la de conferir un carácter más técnico y menos político a esta empresa. ¿Sospechaba ya —o sabía de hecho— que Petrobras se había convertido por entonces en fuente de ingresos ilegal del PT y de varios de los partidos políticos afines a base de maniobras corruptas y sobornos?
Ahora, tres años después, ante las evidencias de un escándalo que ha hecho perder a la petrolera el 60% de su valor, presionada por la oposición, la opinión pública y los mercados, ha decidido destituir a Foster junto a toda la cúpula directiva.
¿Demasiado tarde? Nadie es capaz de profetizarlo, porque tanto la Policía Federal como los jueces siguen implacablemente interrogando y metiendo en la cárcel a ex altos cargos de Petrobras y de otras grandes empresas acusados de haber organizado juntos el gran festín de corrupción en torno a la empresa, calculado en 4.000 millones de dólares (3.484 millones de euros).
El interrogante es si el drama de Petrobras, con uno de los equipos técnicos más envidiados del sector y con una gloriosa historia a sus espaldas, actualmente a la deriva, podrá salvarse con el simple relevo del capitán del navío o si no acabará arrastrando a la misma presidenta, no por acusaciones de corrupción, sino por la responsabilidad que ejercía y ejerce sobre la empresa.
Si la gangrena que corroe a Petrobras es tan grave como parece, su historia será, sin duda, similar a la del Titanic, que se hundió junto a su capitán.
Quizás por eso Rousseff tiene dificultades para encontrar el sustituto de Foster. Los técnicos que podrían hacerse con el timón saben cómo funcionan las grandes empresas y temen encontrarse con desagradables sorpresas después de hacerse con los mandos.
Otro interrogante es si Rousseff, con fama de intervencionista, dejará las manos libres al nuevo equipo para mover el bisturí con total libertad y devolver así a Petrobras su independencia técnica y comercial, sin la mano oculta de la política que la use para fines poco republicanos.