Es hora de levantar defensas, pero no muros
París, lanacion,com
Doce caras. Doce nombres, algunos de los cuales fueron pronunciados en voz alta, como se hace con los condenados a muerte antes de su ejecución. Doce símbolos de la libertad, asesinados y hoy llorados por el mundo entero. Por esos doce, por Charb, Cabu, Wolinski, Tignous, Bernard Maris y todos los demás, por estos mártires del humorismo que nos hicieron morir de risa tantas veces mientras que ellos murieron en serio, lo mínimo que podemos hacer es demostrar la grandeza de su compromiso, de su coraje, y hoy, de su legado.
A los líderes de Francia les toca ahora la tarea de reconocer una guerra que no quisieron ver, pero en la que esa nación se encuentra desde hace años, y en la cual los primeros comprometidos, en la línea de fuego, eran los periodistas de Charlie Hebdo. Al país le llegó la hora de la verdad.
Es la hora de mirar a la cara una realidad implacable y de hacer frente a una prueba que se anuncia larga y terrible. Es la hora de cortar con los discursos conciliadores que nos propinan desde hace tanto los idiotas amaestrados. Pero más que nada, y es ahora o nunca, llegó la hora de la sangre fría republicana que impedirá, sin dejar de mirar al mal a los ojos, que nos abandonemos a funestas simplificaciones. Francia no sólo puede sino que debe levantar defensas que no sean los muros de una fortaleza asediada.
Francia debe, y se debe a sí misma, poner en práctica un antiterrorismo sin poderes especiales, un patriotismo civilizado, pero sin Ley Patriótica; una gobernabilidad que, en pocas palabras, no caiga en ninguna de las trampas en las que casi naufraga Estados Unidos tras los ataques del 11 de Septiembre.
A esto nos han llamado implícitamente las palabras del secretario de Estado norteamericano, John Kerry. ¿Acaso su homenaje en lengua francesa a los 12 mártires de aquello que del otro lado del océano llaman la Primera Enmienda, su "Je suis Charlie", no ha tenido el doble mérito de recalcar tanto la dimensión de época de estos hechos, sino también de dirigirle a LA NACION aliada una velada advertencia contra la tentación, siempre en ciernes, de recurrir a la tortura, a otro Guantánamo, y a la biopolítica asesina de la libertad?
A nosotros, los ciudadanos, nos toca el deber de superar el miedo, de no reaccionar al terror con temor, de no transformar al otro en un cuco y armarnos contra él, de no ser presas de sospechas difusas, casi siempre fruto de eventos similares y traumáticos. En el momento en que escribo estas líneas, la sabiduría republicana ha dado lo mejor de sí misma.
Ese "Je suis Charlie" inventado como al unísono en todas las grandes ciudades de Francia señala el nacimiento de un espíritu de resistencia digno de nuestro mejor pasado. Y los que caldean los ánimos, los que predican sin inmutarse la división entre franceses autóctonos y descendientes de inmigrantes, esos que siembran cizaña, tanto en el Frente Nacional como en otros ámbitos, que encontraron en estas 12 ejecuciones una nueva revelación divina que viene a confirmar la inexorable avanzada de la marea islámica y nuestra vil genuflexión a los profetas de la "sumisión", no han tenido los resultados que esperaban.
Sin embargo, todavía queda abierta una cuestión: ¿hasta cuándo? Es esencial que a la "Francia para los franceses" que proclaman Marine Le Pen y sus seguidores sigamos respondiendo, una vez pasado el sacudón de emociones, con la "unión nacional" de los republicanos de todos los bandos, de todos los frentes y de todos los orígenes, que han tenido el coraje, en las horas que siguieron a la matanza, de salir a las calles y llenar las plazas.
Porque la unión nacional es lo opuesto a la Francia para los franceses. La unión nacional es aquella noción que permitió a los franceses entender que los asesinos de Charlie no son "los" musulmanes, sino una ínfima fracción de ellos, que confunden el Corán con un manual de torturas. Les deseamos que sea esa idea la que eche raíces y dé frutos después de un magnífico despertar de nuestro profundo sentido de ciudadanía.
A aquellos entre nosotros que siguen la fe islámica, querría decirles que sería oportuno que protesten en masa y en voz muy alta contra esta forma engañosa y despreciable de pasión teológico-política. Como se repite hasta el cansancio, los musulmanes de Francia no están obligados a justificarse, pero sí son llamados a manifestar su fraternidad de manera concreta para con sus conciudadanos masacrados, y al hacerlo, erradicar de una vez y para siempre la mentira de una comunión espiritual entre la fe que ellos profesan y la que profesan los asesinos.
Los musulmanes de Francia tienen la gran responsabilidad frente a la historia de gritar también aquel "no es en nuestro nombre" de los musulmanes ingleses, que de esa manera buscaron diferenciarse, en agosto pasado, de los degolladores del norteamericano James Foley.
Pero tienen una responsabilidad más urgente todavía: la de proclamarse realmente hijos de un islam de la tolerancia, de la paz y la misericordia.
Hay que liberar el islam del islamismo. Hay que decir y repetir que asesinar a la gente en nombre de Dios equivale a convertir a Dios en asesino. Y deseamos que no sólo los sabios teólogos como el imán de Drancy, Chalghoumi, sino también la inmensa grey de sus fieles declaren que obligar a la obediencia a lo sagrado es un ataque a la libertad de pensamiento, que las religiones, ante los ojos de la ley, no son más que creencias que están en el mismo plano de las ideologías profanas, y que el derecho a reírse de ellas y discutirlas, así como de aceptarlas o rechazarlas, es un derecho de todo ser humano.
Ésa es la batalla que nos espera, y la libraremos todos juntos.
Doce caras. Doce nombres, algunos de los cuales fueron pronunciados en voz alta, como se hace con los condenados a muerte antes de su ejecución. Doce símbolos de la libertad, asesinados y hoy llorados por el mundo entero. Por esos doce, por Charb, Cabu, Wolinski, Tignous, Bernard Maris y todos los demás, por estos mártires del humorismo que nos hicieron morir de risa tantas veces mientras que ellos murieron en serio, lo mínimo que podemos hacer es demostrar la grandeza de su compromiso, de su coraje, y hoy, de su legado.
A los líderes de Francia les toca ahora la tarea de reconocer una guerra que no quisieron ver, pero en la que esa nación se encuentra desde hace años, y en la cual los primeros comprometidos, en la línea de fuego, eran los periodistas de Charlie Hebdo. Al país le llegó la hora de la verdad.
Es la hora de mirar a la cara una realidad implacable y de hacer frente a una prueba que se anuncia larga y terrible. Es la hora de cortar con los discursos conciliadores que nos propinan desde hace tanto los idiotas amaestrados. Pero más que nada, y es ahora o nunca, llegó la hora de la sangre fría republicana que impedirá, sin dejar de mirar al mal a los ojos, que nos abandonemos a funestas simplificaciones. Francia no sólo puede sino que debe levantar defensas que no sean los muros de una fortaleza asediada.
Francia debe, y se debe a sí misma, poner en práctica un antiterrorismo sin poderes especiales, un patriotismo civilizado, pero sin Ley Patriótica; una gobernabilidad que, en pocas palabras, no caiga en ninguna de las trampas en las que casi naufraga Estados Unidos tras los ataques del 11 de Septiembre.
A esto nos han llamado implícitamente las palabras del secretario de Estado norteamericano, John Kerry. ¿Acaso su homenaje en lengua francesa a los 12 mártires de aquello que del otro lado del océano llaman la Primera Enmienda, su "Je suis Charlie", no ha tenido el doble mérito de recalcar tanto la dimensión de época de estos hechos, sino también de dirigirle a LA NACION aliada una velada advertencia contra la tentación, siempre en ciernes, de recurrir a la tortura, a otro Guantánamo, y a la biopolítica asesina de la libertad?
A nosotros, los ciudadanos, nos toca el deber de superar el miedo, de no reaccionar al terror con temor, de no transformar al otro en un cuco y armarnos contra él, de no ser presas de sospechas difusas, casi siempre fruto de eventos similares y traumáticos. En el momento en que escribo estas líneas, la sabiduría republicana ha dado lo mejor de sí misma.
Ese "Je suis Charlie" inventado como al unísono en todas las grandes ciudades de Francia señala el nacimiento de un espíritu de resistencia digno de nuestro mejor pasado. Y los que caldean los ánimos, los que predican sin inmutarse la división entre franceses autóctonos y descendientes de inmigrantes, esos que siembran cizaña, tanto en el Frente Nacional como en otros ámbitos, que encontraron en estas 12 ejecuciones una nueva revelación divina que viene a confirmar la inexorable avanzada de la marea islámica y nuestra vil genuflexión a los profetas de la "sumisión", no han tenido los resultados que esperaban.
Sin embargo, todavía queda abierta una cuestión: ¿hasta cuándo? Es esencial que a la "Francia para los franceses" que proclaman Marine Le Pen y sus seguidores sigamos respondiendo, una vez pasado el sacudón de emociones, con la "unión nacional" de los republicanos de todos los bandos, de todos los frentes y de todos los orígenes, que han tenido el coraje, en las horas que siguieron a la matanza, de salir a las calles y llenar las plazas.
Porque la unión nacional es lo opuesto a la Francia para los franceses. La unión nacional es aquella noción que permitió a los franceses entender que los asesinos de Charlie no son "los" musulmanes, sino una ínfima fracción de ellos, que confunden el Corán con un manual de torturas. Les deseamos que sea esa idea la que eche raíces y dé frutos después de un magnífico despertar de nuestro profundo sentido de ciudadanía.
A aquellos entre nosotros que siguen la fe islámica, querría decirles que sería oportuno que protesten en masa y en voz muy alta contra esta forma engañosa y despreciable de pasión teológico-política. Como se repite hasta el cansancio, los musulmanes de Francia no están obligados a justificarse, pero sí son llamados a manifestar su fraternidad de manera concreta para con sus conciudadanos masacrados, y al hacerlo, erradicar de una vez y para siempre la mentira de una comunión espiritual entre la fe que ellos profesan y la que profesan los asesinos.
Los musulmanes de Francia tienen la gran responsabilidad frente a la historia de gritar también aquel "no es en nuestro nombre" de los musulmanes ingleses, que de esa manera buscaron diferenciarse, en agosto pasado, de los degolladores del norteamericano James Foley.
Pero tienen una responsabilidad más urgente todavía: la de proclamarse realmente hijos de un islam de la tolerancia, de la paz y la misericordia.
Hay que liberar el islam del islamismo. Hay que decir y repetir que asesinar a la gente en nombre de Dios equivale a convertir a Dios en asesino. Y deseamos que no sólo los sabios teólogos como el imán de Drancy, Chalghoumi, sino también la inmensa grey de sus fieles declaren que obligar a la obediencia a lo sagrado es un ataque a la libertad de pensamiento, que las religiones, ante los ojos de la ley, no son más que creencias que están en el mismo plano de las ideologías profanas, y que el derecho a reírse de ellas y discutirlas, así como de aceptarlas o rechazarlas, es un derecho de todo ser humano.
Ésa es la batalla que nos espera, y la libraremos todos juntos.