Ramos gana la guerra brava
El central sevillano, galardonado con el Balón de Oro al mejor jugador del torneo, marcó una vez más un gol decisivo para el Madrid
Diego Torres
Marraquech, El País
Juan Ignacio Pichi Mercier dejó el fútbol con 15 años para ayudar a su padre, albañil, a cargar sacos de cemento de 50 kilos. Cuando debutó en Primera, con Argentinos Juniors, tenía 27 años. Ayer acompañó al príncipe Moulay Hassan, heredero de Marruecos, para presentarle a sus compañeros, uno a uno, sobre la hierba de Marraquech. Su semblante no transmitía la más mínima inquietud antes de medirse al equipo más poderoso del mundo. Iba tranquilo, como los que saben que no tienen nada que perder. Cuando arrancó el partido, la guerra brava no tardó ni dos minutos en declarase. Empezó con una patada de Cauteruccio a Kroos. Siguió con una entrada de Mercier a Cristiano. Continuó con un plantillazo de Ortigoza a Ramos. Luego hubo un choque de Cauteruccio con Sergio Ramos. Desequilibrado en el salto, el sevillano dio un costalazo en el suelo. Medio lesionado y golpeado como llegó a la final, el central heroico fue el único jugador del Madrid que se mostró más emocionado que incómodo en la refriega. El árbitro, el guatemalteco Walter López, le mostró amarilla por devolver el golpe y Ramos se le fue encima. Mirándole a un palmo le gritó algo sobre su madre.
“¡Es una señorita!”, rugía. “¡Cristiano es una señorita!”. La figura imponente de Fernando Moner, veterano central de San Lorenzo de Almagro, retirado ya, contemplaba el duelo desde la tribuna del estadio enfundado en la casaca azulgrana, sus colores, y envuelto en una bufanda. “¡No está acostumbrado a que lo rasquen! ¡Mirá como se encoge!”, repetía, con voz socavada. Abajo, en el césped, el espectáculo era digno del fútbol que se jugaba hace 30 años. Antes de que los árbitros se pusieran exigentes y casi se inventaran las tarjetas de colores. En la época dorada de Moner.
El San Lorenzo, campeón de la Libertadores pero 19º clasificado en el último campeonato argentino, salió a la cancha a rascar tibias, a pulir peronés, a limar metatarsos. Despojado de sus principales figuras después de consagrarse campeón de América, mermado físicamente, con Ortigoza, su conductor, padeciendo una insidiosa inflamación en el tendón de Aquiles, el equipo tenía poco que ofrecer para contrarrestar a su adversario invicto. Ni resistencia, ni velocidad, ni estatura para el juego aéreo, ni técnica, ni desborde, ni gol. Inestable adelante y atrás. Expuesto. Sin muchas más alternativas que la defensa tenaz, que la lucha desesperada por evitar la humillación de sus 5.000 seguidores desplazados a Marraquech. La hinchada, armada de banderas de localidades tan dispares como Claypole, Hudson, Ensenada, Varela, Floresta, Wilde o Caseros, cantaba a todo pulmón: “¡Soy del barrio de Boedo…!”. Una declaración de principios. Si el Madrid quería ganar tenía que dejarse rascar.
Ramos llegó al partido con una contractura muscular. Muchos jugadores, en esas circunstancias, no juegan. Pero el segundo capitán del Madrid es orgulloso. Si el Madrid tuvo el privilegio de disputar el Mundial de Clubes fue gracias a sus dos goles al Bayern en las semifinales y a su gol al Atlético en la final de la Champions. Entonces cabeceó el córner más famoso de la historia del club. Ayer, repitió la operación. Corría el minuto 36 del primer tiempo cuando Kroos le puso un balón bombeado y tenso desde la izquierda. El sevillano se desembarazó de Yepes antes de elevarse para dirigir el cabezazo lejos de los guantes de Torrico.
Ramos, elegido luego Balón de Oro del torneo, sumó su gol 52 en 425 partidos de carrera. Los mismos goles que Iniesta, que ha hecho 52 en 522, dan una idea de su talla como rematador. En Marraquech repitió la historia de Lisboa para conquistar el primer Mundial de Clubes del Madrid. Su tanto fue el más importante porque rompió la resistencia de un rival que fundamentó su organización en la protección de su portería. Ni Benzema, ni Cristiano, ni siquiera Bale, autor del segundo tanto, tuvieron una noche brillante, llamativamente fastidiosos ante contrincantes que disputaban cada pelota con todo el empeño. Consciente de que merecía un homenaje, el entrenador, Carlo Ancelotti, le sustituyó en el minuto 88 por Varane. Y Ramos se fue al banco saludando al palco donde lo miraba el príncipe Moulay.
Diego Torres
Marraquech, El País
Juan Ignacio Pichi Mercier dejó el fútbol con 15 años para ayudar a su padre, albañil, a cargar sacos de cemento de 50 kilos. Cuando debutó en Primera, con Argentinos Juniors, tenía 27 años. Ayer acompañó al príncipe Moulay Hassan, heredero de Marruecos, para presentarle a sus compañeros, uno a uno, sobre la hierba de Marraquech. Su semblante no transmitía la más mínima inquietud antes de medirse al equipo más poderoso del mundo. Iba tranquilo, como los que saben que no tienen nada que perder. Cuando arrancó el partido, la guerra brava no tardó ni dos minutos en declarase. Empezó con una patada de Cauteruccio a Kroos. Siguió con una entrada de Mercier a Cristiano. Continuó con un plantillazo de Ortigoza a Ramos. Luego hubo un choque de Cauteruccio con Sergio Ramos. Desequilibrado en el salto, el sevillano dio un costalazo en el suelo. Medio lesionado y golpeado como llegó a la final, el central heroico fue el único jugador del Madrid que se mostró más emocionado que incómodo en la refriega. El árbitro, el guatemalteco Walter López, le mostró amarilla por devolver el golpe y Ramos se le fue encima. Mirándole a un palmo le gritó algo sobre su madre.
“¡Es una señorita!”, rugía. “¡Cristiano es una señorita!”. La figura imponente de Fernando Moner, veterano central de San Lorenzo de Almagro, retirado ya, contemplaba el duelo desde la tribuna del estadio enfundado en la casaca azulgrana, sus colores, y envuelto en una bufanda. “¡No está acostumbrado a que lo rasquen! ¡Mirá como se encoge!”, repetía, con voz socavada. Abajo, en el césped, el espectáculo era digno del fútbol que se jugaba hace 30 años. Antes de que los árbitros se pusieran exigentes y casi se inventaran las tarjetas de colores. En la época dorada de Moner.
El San Lorenzo, campeón de la Libertadores pero 19º clasificado en el último campeonato argentino, salió a la cancha a rascar tibias, a pulir peronés, a limar metatarsos. Despojado de sus principales figuras después de consagrarse campeón de América, mermado físicamente, con Ortigoza, su conductor, padeciendo una insidiosa inflamación en el tendón de Aquiles, el equipo tenía poco que ofrecer para contrarrestar a su adversario invicto. Ni resistencia, ni velocidad, ni estatura para el juego aéreo, ni técnica, ni desborde, ni gol. Inestable adelante y atrás. Expuesto. Sin muchas más alternativas que la defensa tenaz, que la lucha desesperada por evitar la humillación de sus 5.000 seguidores desplazados a Marraquech. La hinchada, armada de banderas de localidades tan dispares como Claypole, Hudson, Ensenada, Varela, Floresta, Wilde o Caseros, cantaba a todo pulmón: “¡Soy del barrio de Boedo…!”. Una declaración de principios. Si el Madrid quería ganar tenía que dejarse rascar.
Ramos llegó al partido con una contractura muscular. Muchos jugadores, en esas circunstancias, no juegan. Pero el segundo capitán del Madrid es orgulloso. Si el Madrid tuvo el privilegio de disputar el Mundial de Clubes fue gracias a sus dos goles al Bayern en las semifinales y a su gol al Atlético en la final de la Champions. Entonces cabeceó el córner más famoso de la historia del club. Ayer, repitió la operación. Corría el minuto 36 del primer tiempo cuando Kroos le puso un balón bombeado y tenso desde la izquierda. El sevillano se desembarazó de Yepes antes de elevarse para dirigir el cabezazo lejos de los guantes de Torrico.
Ramos, elegido luego Balón de Oro del torneo, sumó su gol 52 en 425 partidos de carrera. Los mismos goles que Iniesta, que ha hecho 52 en 522, dan una idea de su talla como rematador. En Marraquech repitió la historia de Lisboa para conquistar el primer Mundial de Clubes del Madrid. Su tanto fue el más importante porque rompió la resistencia de un rival que fundamentó su organización en la protección de su portería. Ni Benzema, ni Cristiano, ni siquiera Bale, autor del segundo tanto, tuvieron una noche brillante, llamativamente fastidiosos ante contrincantes que disputaban cada pelota con todo el empeño. Consciente de que merecía un homenaje, el entrenador, Carlo Ancelotti, le sustituyó en el minuto 88 por Varane. Y Ramos se fue al banco saludando al palco donde lo miraba el príncipe Moulay.