Aquella primera Copa Intercontinental...
Alfredo Relaño, El País
Para 1960 se llevaban jugadas cinco ediciones de la Copa de Europa, todas ellas ganadas por el Madrid. El éxito de la Copa de Europa movió a Sudamérica a copiar la iniciativa. Se creó la Copa Libertadores para enfrentar a los clubes campeones de cada país. Aquella primera edición la ganó el Peñarol de Montevideo, que batió en la final al Olimpia de Asunción. Antes, en la semifinal, había eliminado al San Lorenzo de Almagro, con su fenomenal Sanfilippo, quizá el favorito a priori.
Surgió entonces la idea de enfrentar al campeón de Europa con el de Sudamérica, gestada en contactos entre Pierre Delauney, secretario de la UEFA, y José Ramón de Freitas, que lo era de la CSF. El acuerdo fue rápido: doble partido, árbitros del continente donde se jugara el partido pero de país distinto del campeón, se cuentan los puntos, no la diferencia de goles, desempate a las 48 horas del partido de vuelta y alternancia anual en el orden de partidos. El sorteo designó que en esa primera edición se jugara la ida en América. La FIFA no autoriza a utilizar el nombre de Copa Mundial, puesto que sólo se dirime entre dos confederaciones, no están presentes los demás continentes. Se opta por el nombre de Copa Intercontinental, que gusta mucho. Como gusta el trofeo, un balón de oro sobre un soporte metálico.
La fecha para el partido de Montevideo es el 3 de julio. El 26 de junio se ha cerrado la temporada en España con la final de Copa, a la que acude el Madrid con su flamante quinta Copa de Europa recién ganada (7-3 en Glasgow) y tras aplastar con un 8-1 al Athletic en la semifinal. El rival es el Atlético, el escenario el Bernabéu, y se da por sentada una gran fiesta madridista. Era frecuente escuchar: “Siete al Eintracht, ocho al Athletic… ¡A estos les caen nueve!”. Pero gana el Atlético, 3-1, una bomba sólo comparable a la intempestiva retirada a las primeras de cambio de Bahamontes en el Tour, al que acudía tras ganar la edición anterior y con las mejores perspectivas.
La noche siguiente, mientras el Atlético celebra su título con una cena al aire libre en el restaurante El Bosque, en su barrio de Cuatro Caminos, el Madrid vuela a Montevideo, con una derrota a cuestas y encima sin Gento, lesionado en la final. La misma noche se produce una curiosa concentración de la selección con vistas a una gira por Sudamérica: sólo acuden tres jugadores, Araquistain (Real Sociedad), Garay (Athletic) y Pereda (Sevilla). ¿Cómo así? Porque los del Atlético (tres) tienen permiso para la cena-fiesta, los del Barça (seis), por un amistoso esa misma noche ante el Santos, y los del Madrid (cuatro), se incorporarán ya en Lima.
El Madrid encuentra en Montevideo un invierno dulce, que un cronista compara con “abril en Barcelona”. Hay una expectación grandísima ante el partido, visto como un desafío en toda regla entre los dos continentes. De hecho, cada equipo lucirá en el pecho el escudo de su confederación, no el del club. No deja de haber comentarios allá sobre el hecho de que el campeón europeo cuenta con cuatro jugadores nacidos en Sudamérica: Domínguez y Di Stéfano, argentinos, Santamaría, uruguayo, y Canario, brasileño, mientras que todo el Peñarol es americano. Tiene tres figuras importadas, pero del propio continente: Salvador, brasileño, Linazza, argentino, y Spencer, ecuatoriano. Uruguay es país fuerte entonces. Su peso es la gran moneda sudamericana, se conoce a Uruguay como la Suiza de Sudamérica. Las 71.872 localidades del mítico Estadio Centenario están vendidas desde días antes. Habrá una recaudación de un millón de pesos, récord en el continente. La colonia española en Buenos Aires se ha hecho con 2.000 entradas.
La tarde anterior al partido, el abril barcelonés se convierte en noviembre belga. Entra un frío brusco y llueve, llueve mucho. A la hora del choque (las 15:30 allí, las 19:30 aquí, donde será transmitido por Radio Nacional, en las voces de Matías Prats y Enrique Mariñas), el campo es un charco.
El Madrid sale con los de la final de Glasgow salvo Gento, al que sustituye Manolín Bueno: Domínguez; Marquitos, Santamaría, Pachín; Vidal, Zárraga; Canario, Del Sol, Di Stéfano, Puskas y Bueno. Arbitra el argentino José Luis Praddaude. El partido, sobre agua, es malo. Malo para la técnica uruguaya, malo para la velocidad del Madrid. El público abuchea a los americanos del Madrid, tenidos por desertores, en especial a Santamaría, que encima procedía del rival directo, el Nacional. Pero juega muy bien. Él y Domínguez están entre los mejores. Pasa poco o nada. Empate a cero.
La vuelta es en el Bernabéu, el 4 de septiembre, una semana antes de que empiece la Liga. Los uruguayos llegan seis días antes. Se les agasaja, se les pasea, van a los toros, a Chicote, de compras. Se quejan del calor. Hace mucho esos días en Madrid. Se entrenan mal por ello. El Madrid no lo sufre, porque se ha concentrado en El Escorial. La víspera, Roberto Scarone, entrenador, confiesa que le da miedo el partido. No ve a los suyos bien. Encima, la última noche causa baja Gonçalvez, el medio centro, cacique de la parte de atrás, clave del entramado defensivo. En el madridismo hay locura. En el Bernabéu entran 120.000 personas, las entradas de a pie se venden sin tasa. El equipo es el de la ida, pero con diferentes extremos. A la izquierda, Gento. A la derecha, el joven Chus Herrera, jugador de dinastía: hijo de Herrerita (el de Herrerita y Emilín del Oviedo) y de una hermana de Chus Alonso, elegante interior del Madrid de posguerra. Están en marcha los Juegos de Roma. La antevíspera ha caído el último récord de Jesse Owens al cabo de seis olimpiadas: Ralph Boston ha saltado 8,12m en longitud. Pero en Madrid se habla de fútbol. El partido es de noche, a las 20:30, y atruena el “¡Hala Madrid!”. Se televisa, pero hay pocos televisores. Bares, escaparates y unos cuantos plutócratas. Arbitra el inglés Ken Aston.
Esa noche el Bernabéu alcanza el éxtasis. En nueve minutos gana 3-0, los tres de Puskas, el segundo en autoría compartida con Di Stéfano, que desvía de tacón su disparo. El Peñarol vigila a Gento y Di Stéfano carga el juego por la derecha, donde Chus Herrera se sale. El propio Herrera marcará al filo del descanso. Luego, en el minuto 62, Gento hará el quinto. El que sufre en sus costillas la goleada es Maidana, el meta al que la historia reserva un lugar equívoco porque a él le tocará encajar años después el gol número 1.000 de Pelé. Cuando el Madrid afloja, el Peñarol luce al fin su fútbol elegante, de toque, y marca el gol del honor.
Acaba 5-1 y la multitud invade el campo mientras el capitán, el guechotarra Zárraga, levanta la Copa al cielo de Madrid, entregada por el danés Ebbe Schwartz, presidente de la UEFA. Herrerita aparece en todas las fotos. Él y Rogelio Domínguez pasean a hombros al capitán, entre la multitud. La final ha durado en realidad nueve minutos, pero Jean Eskenazy, de L’Equipe, que se ha fugado de los Juegos de Roma para verla, deja una frase gloriosa: “He viajado desde Roma a Madrid para ver una final que ha durado 10 minutos, pero viajaría gustoso otras 10 veces por ver el primer gol de Puskas”.
¡El Madrid es campeón del mundo! De todo el mundo menos España, dirán los atléticos. Y es que ese año en que el Madrid ganó Copa de Europa e Intercontinental, aquí ganó la Liga el Barça y la Copa del Atlético. Así era nuestro fútbol en esos años.
Herrera no tendrá suerte. Pronto empezará a jugar mal, a sentirse mal. Pierde el puesto, va cedido a la Real en el traspaso de Araquistáin, pero sólo juega ocho partidos. No se sabe qué le pasa. Él, que empieza a estudiar Medicina, intuye lo que tiene y se lo dice un día a Manolín Bueno: “Yo sé lo que tengo y es muy malo. Pero voy a luchar”. Lo que tenía era un cáncer, enfermedad entonces más terrible que hoy. Morirá el 20 de octubre de 1962, con 24 años. Hacía dos de aquella final que le encumbró. Duró poco en el fútbol, pero estuvo presente el día que el Madrid alcanzó su cénit.
Para 1960 se llevaban jugadas cinco ediciones de la Copa de Europa, todas ellas ganadas por el Madrid. El éxito de la Copa de Europa movió a Sudamérica a copiar la iniciativa. Se creó la Copa Libertadores para enfrentar a los clubes campeones de cada país. Aquella primera edición la ganó el Peñarol de Montevideo, que batió en la final al Olimpia de Asunción. Antes, en la semifinal, había eliminado al San Lorenzo de Almagro, con su fenomenal Sanfilippo, quizá el favorito a priori.
Surgió entonces la idea de enfrentar al campeón de Europa con el de Sudamérica, gestada en contactos entre Pierre Delauney, secretario de la UEFA, y José Ramón de Freitas, que lo era de la CSF. El acuerdo fue rápido: doble partido, árbitros del continente donde se jugara el partido pero de país distinto del campeón, se cuentan los puntos, no la diferencia de goles, desempate a las 48 horas del partido de vuelta y alternancia anual en el orden de partidos. El sorteo designó que en esa primera edición se jugara la ida en América. La FIFA no autoriza a utilizar el nombre de Copa Mundial, puesto que sólo se dirime entre dos confederaciones, no están presentes los demás continentes. Se opta por el nombre de Copa Intercontinental, que gusta mucho. Como gusta el trofeo, un balón de oro sobre un soporte metálico.
La fecha para el partido de Montevideo es el 3 de julio. El 26 de junio se ha cerrado la temporada en España con la final de Copa, a la que acude el Madrid con su flamante quinta Copa de Europa recién ganada (7-3 en Glasgow) y tras aplastar con un 8-1 al Athletic en la semifinal. El rival es el Atlético, el escenario el Bernabéu, y se da por sentada una gran fiesta madridista. Era frecuente escuchar: “Siete al Eintracht, ocho al Athletic… ¡A estos les caen nueve!”. Pero gana el Atlético, 3-1, una bomba sólo comparable a la intempestiva retirada a las primeras de cambio de Bahamontes en el Tour, al que acudía tras ganar la edición anterior y con las mejores perspectivas.
La noche siguiente, mientras el Atlético celebra su título con una cena al aire libre en el restaurante El Bosque, en su barrio de Cuatro Caminos, el Madrid vuela a Montevideo, con una derrota a cuestas y encima sin Gento, lesionado en la final. La misma noche se produce una curiosa concentración de la selección con vistas a una gira por Sudamérica: sólo acuden tres jugadores, Araquistain (Real Sociedad), Garay (Athletic) y Pereda (Sevilla). ¿Cómo así? Porque los del Atlético (tres) tienen permiso para la cena-fiesta, los del Barça (seis), por un amistoso esa misma noche ante el Santos, y los del Madrid (cuatro), se incorporarán ya en Lima.
El Madrid encuentra en Montevideo un invierno dulce, que un cronista compara con “abril en Barcelona”. Hay una expectación grandísima ante el partido, visto como un desafío en toda regla entre los dos continentes. De hecho, cada equipo lucirá en el pecho el escudo de su confederación, no el del club. No deja de haber comentarios allá sobre el hecho de que el campeón europeo cuenta con cuatro jugadores nacidos en Sudamérica: Domínguez y Di Stéfano, argentinos, Santamaría, uruguayo, y Canario, brasileño, mientras que todo el Peñarol es americano. Tiene tres figuras importadas, pero del propio continente: Salvador, brasileño, Linazza, argentino, y Spencer, ecuatoriano. Uruguay es país fuerte entonces. Su peso es la gran moneda sudamericana, se conoce a Uruguay como la Suiza de Sudamérica. Las 71.872 localidades del mítico Estadio Centenario están vendidas desde días antes. Habrá una recaudación de un millón de pesos, récord en el continente. La colonia española en Buenos Aires se ha hecho con 2.000 entradas.
La tarde anterior al partido, el abril barcelonés se convierte en noviembre belga. Entra un frío brusco y llueve, llueve mucho. A la hora del choque (las 15:30 allí, las 19:30 aquí, donde será transmitido por Radio Nacional, en las voces de Matías Prats y Enrique Mariñas), el campo es un charco.
El Madrid sale con los de la final de Glasgow salvo Gento, al que sustituye Manolín Bueno: Domínguez; Marquitos, Santamaría, Pachín; Vidal, Zárraga; Canario, Del Sol, Di Stéfano, Puskas y Bueno. Arbitra el argentino José Luis Praddaude. El partido, sobre agua, es malo. Malo para la técnica uruguaya, malo para la velocidad del Madrid. El público abuchea a los americanos del Madrid, tenidos por desertores, en especial a Santamaría, que encima procedía del rival directo, el Nacional. Pero juega muy bien. Él y Domínguez están entre los mejores. Pasa poco o nada. Empate a cero.
La vuelta es en el Bernabéu, el 4 de septiembre, una semana antes de que empiece la Liga. Los uruguayos llegan seis días antes. Se les agasaja, se les pasea, van a los toros, a Chicote, de compras. Se quejan del calor. Hace mucho esos días en Madrid. Se entrenan mal por ello. El Madrid no lo sufre, porque se ha concentrado en El Escorial. La víspera, Roberto Scarone, entrenador, confiesa que le da miedo el partido. No ve a los suyos bien. Encima, la última noche causa baja Gonçalvez, el medio centro, cacique de la parte de atrás, clave del entramado defensivo. En el madridismo hay locura. En el Bernabéu entran 120.000 personas, las entradas de a pie se venden sin tasa. El equipo es el de la ida, pero con diferentes extremos. A la izquierda, Gento. A la derecha, el joven Chus Herrera, jugador de dinastía: hijo de Herrerita (el de Herrerita y Emilín del Oviedo) y de una hermana de Chus Alonso, elegante interior del Madrid de posguerra. Están en marcha los Juegos de Roma. La antevíspera ha caído el último récord de Jesse Owens al cabo de seis olimpiadas: Ralph Boston ha saltado 8,12m en longitud. Pero en Madrid se habla de fútbol. El partido es de noche, a las 20:30, y atruena el “¡Hala Madrid!”. Se televisa, pero hay pocos televisores. Bares, escaparates y unos cuantos plutócratas. Arbitra el inglés Ken Aston.
Esa noche el Bernabéu alcanza el éxtasis. En nueve minutos gana 3-0, los tres de Puskas, el segundo en autoría compartida con Di Stéfano, que desvía de tacón su disparo. El Peñarol vigila a Gento y Di Stéfano carga el juego por la derecha, donde Chus Herrera se sale. El propio Herrera marcará al filo del descanso. Luego, en el minuto 62, Gento hará el quinto. El que sufre en sus costillas la goleada es Maidana, el meta al que la historia reserva un lugar equívoco porque a él le tocará encajar años después el gol número 1.000 de Pelé. Cuando el Madrid afloja, el Peñarol luce al fin su fútbol elegante, de toque, y marca el gol del honor.
Acaba 5-1 y la multitud invade el campo mientras el capitán, el guechotarra Zárraga, levanta la Copa al cielo de Madrid, entregada por el danés Ebbe Schwartz, presidente de la UEFA. Herrerita aparece en todas las fotos. Él y Rogelio Domínguez pasean a hombros al capitán, entre la multitud. La final ha durado en realidad nueve minutos, pero Jean Eskenazy, de L’Equipe, que se ha fugado de los Juegos de Roma para verla, deja una frase gloriosa: “He viajado desde Roma a Madrid para ver una final que ha durado 10 minutos, pero viajaría gustoso otras 10 veces por ver el primer gol de Puskas”.
¡El Madrid es campeón del mundo! De todo el mundo menos España, dirán los atléticos. Y es que ese año en que el Madrid ganó Copa de Europa e Intercontinental, aquí ganó la Liga el Barça y la Copa del Atlético. Así era nuestro fútbol en esos años.
Herrera no tendrá suerte. Pronto empezará a jugar mal, a sentirse mal. Pierde el puesto, va cedido a la Real en el traspaso de Araquistáin, pero sólo juega ocho partidos. No se sabe qué le pasa. Él, que empieza a estudiar Medicina, intuye lo que tiene y se lo dice un día a Manolín Bueno: “Yo sé lo que tengo y es muy malo. Pero voy a luchar”. Lo que tenía era un cáncer, enfermedad entonces más terrible que hoy. Morirá el 20 de octubre de 1962, con 24 años. Hacía dos de aquella final que le encumbró. Duró poco en el fútbol, pero estuvo presente el día que el Madrid alcanzó su cénit.