ANÁLISIS / Privilegio exorbitante
Xavier Vidal-Folch
Barcelona, El País
¿Cuánto durará el actual éxtasis del dólar? Algún tiempo, quizá largo. Pero no será eterno. Desde hace medio siglo la impronta clave del billete verde es su inestabilidad. Si la divisa de referencia mundial es volátil —hoy al alza, mañana a la baja— provoca turbulencias perjudiciales para sus socios comerciales y financieros: miren cómo la movida actual dispara la deuda empresarial de los países emergentes. Volverá a ocurrir, porque el rol internacional del dólar es desproporcionado al peso de la economía de EE UU. Si esta llegó a suponer hace décadas la mitad del PIB mundial, ahora no llega ni a la cuarta parte. Y seguirá bajando a medida que otros crezcan.
La “calamidad del dólar”, como calificó Helmut Schmidt su propensión a generar caos monetario, se debe a su inmenso poder en el sistema monetario internacional. Y este, a su desmesurado “privilegio exorbitante”. Valéry Giscard d’Estaing, ministro de Finanzas del general De Gaulle, bautizó así el fenómeno por el cual: 1) los demás deben pagar costes de transacción cuando cambian al dólar (mientras las transacciones y contratos denominados en dólares, no, al ser universalmente reconocidos); 2) los bonos norteamericanos que tienen como reserva los bancos centrales de otros países generan intereses en dólares que multiplican su implantación; y 3) Washington ejerce el “señoreaje” por el cual los demás (que se resignan a recibir menos intereses por la moneda fuerte, mientras que el retorno de las inversiones exteriores norteamericanas es más alto) le financian sus gigantescos déficits (Barry Eichengreen, Exorbitant privilege, Oxford, Nueva York, 2011).
La defensa contra la volatilidad del dólar fue la razón económica fundamental por la que Europa creó el euro (desde Maastricht, 1991). Fue pugnaz. Lo intentó antes con la serpiente (tras el Informe Werner, 1970) y el Sistema Monetario Europeo (1978). El euro demostró que se podía desafiar, si no la supremacía, sí la soledad del dólar como moneda internacional. Y en esa estela China se pertrecha para colocar el renminbi como tercer competidor en discordia. Un excelente, recomendable, recién nacido libro de Miguel Otero-Iglesias (The euro, the dollar and the global financial crisis, Routledge, Nueva York, 2014) prevé un escenario futuro con tres alternativas: a) un sistema monetario tripolar (dólar/euro/renminbi o unión asiática en torno a este); b) el retorno al patrón-oro; y c) una divisa global, como el bancor que soñó Keynes. La primera es la más probable.
Desde 2009, Pekín promueve el uso internacional de su moneda al compás de su irrupción en el comercio y de su inversión global (ya lo ha impuesto en el 22% de sus transacciones) y busca hacer lo propio en el mercado de bonos, tras conectar las Bolsas de Shanghai y Hong-Kong. Los emergentes sufrirán ahora con el dólar. Pero están aquí para quedarse y equipararse. Con la calma confuciana.
Barcelona, El País
¿Cuánto durará el actual éxtasis del dólar? Algún tiempo, quizá largo. Pero no será eterno. Desde hace medio siglo la impronta clave del billete verde es su inestabilidad. Si la divisa de referencia mundial es volátil —hoy al alza, mañana a la baja— provoca turbulencias perjudiciales para sus socios comerciales y financieros: miren cómo la movida actual dispara la deuda empresarial de los países emergentes. Volverá a ocurrir, porque el rol internacional del dólar es desproporcionado al peso de la economía de EE UU. Si esta llegó a suponer hace décadas la mitad del PIB mundial, ahora no llega ni a la cuarta parte. Y seguirá bajando a medida que otros crezcan.
La “calamidad del dólar”, como calificó Helmut Schmidt su propensión a generar caos monetario, se debe a su inmenso poder en el sistema monetario internacional. Y este, a su desmesurado “privilegio exorbitante”. Valéry Giscard d’Estaing, ministro de Finanzas del general De Gaulle, bautizó así el fenómeno por el cual: 1) los demás deben pagar costes de transacción cuando cambian al dólar (mientras las transacciones y contratos denominados en dólares, no, al ser universalmente reconocidos); 2) los bonos norteamericanos que tienen como reserva los bancos centrales de otros países generan intereses en dólares que multiplican su implantación; y 3) Washington ejerce el “señoreaje” por el cual los demás (que se resignan a recibir menos intereses por la moneda fuerte, mientras que el retorno de las inversiones exteriores norteamericanas es más alto) le financian sus gigantescos déficits (Barry Eichengreen, Exorbitant privilege, Oxford, Nueva York, 2011).
La defensa contra la volatilidad del dólar fue la razón económica fundamental por la que Europa creó el euro (desde Maastricht, 1991). Fue pugnaz. Lo intentó antes con la serpiente (tras el Informe Werner, 1970) y el Sistema Monetario Europeo (1978). El euro demostró que se podía desafiar, si no la supremacía, sí la soledad del dólar como moneda internacional. Y en esa estela China se pertrecha para colocar el renminbi como tercer competidor en discordia. Un excelente, recomendable, recién nacido libro de Miguel Otero-Iglesias (The euro, the dollar and the global financial crisis, Routledge, Nueva York, 2014) prevé un escenario futuro con tres alternativas: a) un sistema monetario tripolar (dólar/euro/renminbi o unión asiática en torno a este); b) el retorno al patrón-oro; y c) una divisa global, como el bancor que soñó Keynes. La primera es la más probable.
Desde 2009, Pekín promueve el uso internacional de su moneda al compás de su irrupción en el comercio y de su inversión global (ya lo ha impuesto en el 22% de sus transacciones) y busca hacer lo propio en el mercado de bonos, tras conectar las Bolsas de Shanghai y Hong-Kong. Los emergentes sufrirán ahora con el dólar. Pero están aquí para quedarse y equipararse. Con la calma confuciana.