Soberanismo: fulgor y estancamiento

Por más méritos que conlleve, congregar solo a un 36% es un resultado que se descalifica

Xavier Vidal-Folch, El País
Hay dos maneras de medir el balance de la consulta alternativa del 9-N. La intensidad emocional y el resultado numérico. Ninguna de las dos es exacta, ni siquiera la segunda, al tratarse de una convocatoria informal y carente de verificabilidad y otras garantías.


La intensidad emocional, la determinación, el voluntarismo de los participantes es decir, su fulgor cívico, alcanzó altísimas cotas. Sobre todo entre aquellos que se manifestaron en favor de la independencia (respuesta sí-sí). Es un triunfo cualitativo de la protesta, sólido y sostenido a través de una movilización indesmayada, solo perceptible por contacto directo. Pero que el Gobierno debiera haber incorporado a su análisis. Sin comparecer, sin escuchar, sin un mínimo interés, siquiera curiosidad ya que no empatía, eso resulta imposible. Y tiende entonces a primar la regañina legal sobre la conversación política, la amenaza que problematiza sobre la solución que desenquista.

La otra cara de la moneda es el fiasco del evento como sucedáneo de referéndum. Por más méritos organizativos que conlleve en circunstancias incómodas, congregar solo a un 36% del censo es un resultado que se descalifica a sí mismo a efectos de prever escenarios futuros de la voluntad popular catalana global. Un tercio de los llamados a manifestarse en la improvisadas urnas no es desde luego una mayoría reforzada (y menos al incluir noes). La que reclamaba en 1998 el Tribunal Supremo canadiense como requisito para otorgar legitimidad al referéndum de Quebec y negociar los términos de una secesión; ni tampoco el 66’6% del voto (en este caso parlamentario) que exige el Estatuto para su propia reforma; ni siquiera la doble mayoría (participación del 50%; votos favorables del 55%) aplicada al referéndum de Montenegro en 2006.

Si se presume (con verosimilitud) que todos los independentistas acudieron; se supone (voluntariosamente) que el cómputo fue correcto; y se considera (pese a las diferencias abismales de formato) que es posible alguna proyección, las principales tripas del recuento son bastantes menos enfáticas para los convocantes. En el mejor de los casos, el soberanismo se estancaría, respecto a las elecciones autonómicas anticipadas de 2012. Su 1’78 millones de votantes de entonces (computamos CiU, ERC y el independentismo radical) aumentan solo en 25.000, hasta 1,80 millones de Sí-Sí (con el 96% escrutado ayer), un incremento del 1,4%. Para un censo que subió de 5,4 millones a 6,2 millones de ciudadanos, un aumento del 15%. Si las situaciones fuesen aproximadamente comparables, el soberanismo (la inclusión de Unió en el cálculo se compensa relativamente con la no inclusión de Iniciativa) habría perdido, pues, posiciones relativas. Pero, lo comido por lo servido, si puede aventurarse que la mayoría de los “nuevos censados”, los residentes extranjeros, no afluyeron a las urnas, el retroceso se convertiría en mero estancamiento.

En todo caso parece claro que dentro del soberanismo ha aumentado el independentismo, como consecuencia del decantamiento de Convergència hacia este, en los dos últimos años. El soberanismo se habrá estancado e incluso podría haber retrocedido levemente, pero es más radical, más activo, más omnipresente. Porque apenas hay nada fuera de él.

Su mero mantenimiento no es consuelo para autonomistas y federales. En ausencia de alternativas sólidas, claras y bien lideradas --como la de Gordon Brown en Escocia--, la gran capacidad movilizadora del movimiento soberanista se multiplica, lo llena todo. Especialmente si de alguna manera se concentra en el próximo Parlament, puede alcanzar una mayoría, esta vez (a diferencia de 2012) ya decididamente secesionista. Explícitamente refrendada. Incluso aunque fuera por los pelos, eso dejaría pequeñas las incógnitas de hoy.

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