Messi es único


FRANCISCO CABEZAS
Barcelona, El Mundo
La explosión de alegría fue propia de quien se libera de una carga. Llevaba tres partidos Leo Messi en busca de superar a Telmo Zarra en su ascensión al Olimpo de los goleadores de la Liga, tiempo suficiente para que el argentino hurgara en esos demonios interiores que, de vez en cuando, le torturan hasta hacerle imaginar un futuro lejos del Camp Nou. Tanto ansiaba La Pulga un gesto, un guiño del destino, que pocas veces se le vio disfrutar tanto al sobrepasar una frontera. Esta última, inolvidable, con un hat trick que le alojó con 253 goles (en 289 partidos) como el mejor goleador de la historia del campeonato.


Pero también necesitaba Messi lo que vino a continuación. Como el manteo de unos compañeros que todavía se frotan los ojos al poder cambiarse las botas junto al argentino. Como también el tierno abrazo de su casa. Un Camp Nou que tiembla cuando el genio tuerce la boca, que se emociona cuando los dedos índices señalan al cielo en busca del recuerdo de la abuela Celia, y que no dudará en alzarse en armas contra la directiva que se atreva a firmar la venta de su hijo pródigo. Sus silbidos a las intervenciones grabadas del presidente Josep Maria Bartomeu y de su director deportivo, Andoni Zubizarreta, así lo corroboran. No habría perdón alguno.

Bien sabe también Luis Enrique que su buenaventura al frente del Barcelona depende de la alegría con la que Messi afronte los partidos. Y no hubo más que atender a su exultante sonrisa tras esos tres momentos que procurará mantener siempre en el recuerdo. El primero, un precioso golpeo de falta desde la frontal que supuso el gol redentor. El segundo, tras coronar un fulminante contragolpe, inaugurado por él mismo, y que alcanzó tras el pase de Neymar con la voracidad de quien se come la historia a bocados. El tercero, un latigazo que no fue más que la metáfora de su fútbol.

Equilibrio Xavi-Rakitic

Con Messi desatado, no era difícil prever que las cosas le irían bien al Barcelona frente a un Sevilla incapaz de arrancarse complejos cuando le toca batirse con la burguesía. La mejoría de los locales, en cambio, fue notable. Incluso fue contundente con las acciones de estrategia, que proporcionaron dos goles.

Ayudó a los futbolistas del Barcelona que la alineación fuera mucho más ortodoxa que en otras ocasiones. Piqué, acompañante en la zaga de Mathieu, tomó el lugar de Mascherano y volvió concentrado al once tras cumplir una condena de tres partidos por esas niñerías que ya nadie pasa por alto; unos metros más allá, Busquets ejecutó una de sus mejores faenas de contención del curso; Xavi recuperó galones -es decir, arrancó desde el interior diestro- y logró equilibrarse con Rakitic, recuperado para la causa tras semanas de zozobra y que incluso pudo tomar un gol de cabeza.

Mientras que en ataque, después de esos 15 primeros minutos en los que Luis Suárez se pegó descaradamente a la cal, el equipo se desplegó con mayor naturalidad cuando el uruguayo revoloteó por el centro. Mientras, Messi y Neymar echaban a volar con majestuosidad partiendo desde los flancos.
Luis Suárez, asistente

Especialmente incisivo se mostró el brasileño, siempre pendiente del desmarque, del arrastre, de romper las costuras del Sevilla y que, por si fuera poco, fue quien alejó al Barcelona de la inquietud tras el momentáneo empate del Sevilla en el amanecer del segundo tiempo. Dos minutos tardó Neymar en devolver a los suyos la ventaja inicial después de que un testarazo sublimara el centro de Xavi. La cuarta asistencia en cinco partidos de Luis Suárez, esta vez a un Rakitic que declinó celebrar el tanto ante su ex equipo, proporcionaría la calma definitiva.

No acabó de entenderse que Unai Emery, que había hecho de su Sevilla un equipo extremadamente competitivo gracias a su perfil granítico, apostara en el Camp Nou por el ritmo cachazudo de Banega cuando su intención no era otra que el repliegue. Fue casualidad que los andaluces lograran el momentáneo empate después de una jugada desgraciada de Alba porque, pese al ingreso de Gameiro y Deulofeu, su color fue siempre mortecino.

No así el de Messi, radiante, con las mejillas rosadas propias de la primera vez. Su luz sigue bien viva. No así la del palco.

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