Los que miran a la muerte de cara

La ciudad de Kobane, en el norte de Siria, protagoniza una resistencia agónica frente al Estado Islámico. Los kurdos son la única esperanza de Occidente para detener el avance del radicalismo en la región.

Rafael Argullol, El País
Estos días en que Kobane está de actualidad, sencillamente porque la están destruyendo, he recordado cómo en una ocasión, hace algunos años, la ciudad de Kobane entró en cierto modo en mi vida. Fue durante un viaje a las ruinas bizantinas abandonadas del norte de Siria. Fuimos acompañados por un taxista de Alepo. Él nos guió entre los restos de aquellas urbes, cuyo abandono, por parte de sus habitantes, sigue siendo un misterio. El momento culminante de la visita nos condujo a las espléndidas piedras blancas que contemplaron, siglos atrás, la ascética terquedad de Simón el Estilita. No era difícil imaginarse al viejo Simón encaramado a su columna despreciando los bienes mundanos bajo el cielo azul turquesa del atardecer.


Como el territorio recorrido era amplio y el viaje duraba varias horas hubo ocasión de escuchar las explicaciones del taxista. Trabajaba en Alepo pero era de Kobane, una pequeña ciudad perteneciente al propio distrito de Alepo. Así se incorporó, por así decirlo, Kobane a mi vida. El taxista amaba su ciudad natal y siempre que podía viajaba hasta ella para permanecer unos días con su familia. Nos explicó que en un inicio era sólo un poblado y que debía su nombre a la compañía alemana que construía la línea de ferrocarril que tenía que llegar a Bagdad. Pese a ese inicio modesto Kobane tenía un próspero bazar, una docena de mezquitas y tres iglesias armenias. Por lo que contó, los armenios se habían instalado allí escapando del genocidio causado por los turcos. Sin embargo, el taxista era kurdo, como la inmensa mayoría de la población de Kobane.

Esto, naturalmente, acentuó mi interés por aquel personaje de poblado mostacho y maneras delicadas. En alguna que otra ocasión he relatado mi simpatía por los kurdos, pese a haber conocido a pocos de ellos y no haber estado nunca en el Kurdistán propiamente dicho. De hecho, como acostumbra a ocurrir con este tipo de simpatías, su neblinoso origen está anclado en impresiones ocurridas en la infancia o en la adolescencia, a menudo vinculadas a libros o películas. En mi caso esta impresión se desencadenó al asociar un titular de periódico con la secuencia de una película. En ambos casos se trataba del desigual enfrentamiento entre Ejércitos. El titular se refería a una carga de la caballería dirigida por Mustafá Barzani, legendario líder kurdo, contra los tanques turcos, y la secuencia de la película Lawrence de Arabia mostraba al rey Faisal —el actor Alec Guinness— encabezando a un grupo de jinetes a caballo que trataban de combatir desesperadamente contra los aviones enviados por el Imperio Otomano. En mi memoria ambas acciones quedaron asociadas. Con posterioridad, de modo casual, leí la necrológica de Barzani en un diario de Estados Unidos, país en el que acababa de morir, y se incrementó mi curiosidad por el personaje. El fiero caudillo, que en una fotografía aparecía armado hasta los dientes, se había confesado amante de los poetas románticos ingleses, a los que había estudiado en la Universidad de Moscú, en su época de estudiante exiliado, con una preferencia especial por John Keats, de quien, a juzgar por lo que refería la necrológica, recitaba de memoria varios poemas, singularmente Oda a un ruiseñor.

El taxista de Kobane conocía a la perfección los prodigios militares de Mustafá Barzani, al que equiparaba con el gran Saladino, también kurdo al parecer. Sin embargo, reservaba su mayor admiración para los combatientes guerrilleros y por él supe el significado de la expresión peshmerga con la que se los denominaba en la prensa: los que miran a la muerte de cara. Aquella tarde, entre las ruinas de las ciudades bizantinas y bajo la advocación de Simón el Estilita, recibí un curso acelerado de historia kurda.

Los ‘peshmergas’ se enfrentan con armas anticuadas a los modernos arsenales yihadistas

Cuando uno se adentra en ese escenario, al fondo siempre reaparece el arbitrario trazado de fronteras establecido en la Primera Guerra Mundial tras el desmoronamiento del Imperio Otomano. Este estigma de nacimiento, impuesto por las potencias coloniales, ha marcado el destino de Irak, Siria, Jordania, Líbano o Palestina. También, naturalmente, el de los kurdos, la principal etnia sin Estado propio de la zona, con alrededor de 40 millones de personas. Los acuerdos más o menos secretos de 1916 entre los diplomáticos Mark Sykes y François Georges-Picot, en representación de Gran Bretaña y Francia respectivamente, ilustran ahora a la perfección, casi cien años después, la magnitud del desastre que se avecinaba. Algo de esto quizá pudo intuir el coronel Lawrence cuando se opuso a esos tratados por creerlos perjudiciales para la causa árabe. Lo cierto es que después del acuerdo Sykes-Picot Lawrence de Arabia abandonó Oriente Próximo para sumirse en su ostracismo final.

Como ha venido sucediendo desde hace décadas cíclicamente los kurdos han vuelto a asomarse en las páginas de los periódicos y en las pantallas de los informativos. La razón es que los peshmerga son los encargados de detener a las fanáticas milicias del Estado Islámico. Las noticias que nos llegan al respecto, alrededor de la batalla de Kobane, son descorazonadoras aunque, al mismo tiempo, sugieren una repetición del dramático hado que rodea la historia kurda. Los peshmerga, con su valor habitual, se enfrentan con armas anticuadas a los arsenales de los milicianos yihadistas, saturados de armamento moderno, como si se volviera a los tiempos de Mustafá Barzani y sus heroicas cargas de caballería. La composición de lugar es tragicómica: los norteamericanos, escarmentados de sus guerras en tierra, lanzan armas y provisiones desde el aire con el propósito de abastecer a los kurdos aunque abasteciendo, en realidad, al bando contrario; mientras tanto, los dirigentes europeos hacen grandes declaraciones de intenciones que caen en el vacío; de otro lado Turquía, miembro de la OTAN, que simpatiza mucho más con la causa yihadista que con la kurda, procura acorralar a los peshmerga para que éstos queden encajonados entre el acoso de las milicias yihadistas y los tanques que ha alineado a lo largo de la frontera propia. En medio del cerco es improbable que Kobane resista. Su exterminio está casi asegurado.

La pregunta, una vez más, es: ¿cómo ha podido producirse este decorado? Europeos y norteamericanos, por lo general amnésicos con respecto a los kurdos, ahora parecen fiarlo todo a la valentía de los peshmerga frente a un enemigo abruptamente surgido de la tiniebla como el Estado Islámico. Pero es esa irrupción espectral la que es sospechosa, además de sorprendente. ¿Cómo puede aceptarse que en la época de la información total, cuando nuestras tecnologías nos abruman con datos a cada instante, pudiese pasar inadvertida la rápida maduración del huevo de la serpiente?

He seguido con mucha atención a lo largo de estos últimos tres años las noticias acerca de la contienda de Siria, país que siempre despertó mi fascinación y al que he viajado varias veces. Pese a ese detenimiento no tuve conocimiento del profundo enraizamiento yihadista hasta las fechas recientes en que el califato se ha dado a conocer sangrientamente en aquel país y en Irak. Durante mucho tiempo nuestros medios de comunicación únicamente informaban, de forma genérica, de los “rebeldes sirios”. De pronto, una buena parte de estos “rebeldes”, no sólo en Siria sino también en Irak, resultaron crueles yihadistas que decapitaban a los ciudadanos de los países que habían contribuido a armarlos. La ceremonia de la confusión aumenta cuando Occidente anuncia una cruzada contra el califato terrorista con una movilización fantasmal de fuerzas. Entre tanto error y tanto simulacro lo único que parece real, al seguir las noticias del conflicto, es la determinación de los peshmerga, realzados una vez más para ser relegados, probablemente, con posterioridad.

Al contemplar estos días las imágenes de la devastación de Kobane me he acordado con frecuencia del taxista sirio. Si vive debe hacer mucho tiempo que no puede acompañar a forasteros hasta las hermosas ciudades bizantinas abandonadas. Dada la situación en Alepo es posible que no haya visitado desde hace tiempo su ciudad natal. O quizá esté en ella, combatiendo como tantos voluntarios. En cualquier caso, si vive, puede estar orgulloso del comportamiento de sus hermanos. Ellos combaten en una lucha en la que, tal vez, esté comprometido nuestro entero futuro. Si la modesta Kobane cae, y es devuelta al anonimato de los espacios aniquilado, se confirmará el triunfo de la hipocresía y tendremos un nuevo motivo para la vergüenza.

Rafael Argullol es escritor.

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