Hobbit, el círculo se cierra
En 1995, un cineasta llamado Peter Jackson se interesó por los derechos de las obras de J. R. R. Tolkien. Hoy se encuentra a punto de concluir una de las mayores sagas cinematográficas de la historia. Visitamos un rodaje descomunal y extremo al otro lado del mundo: la tercera y última parte de ‘El hobbit’,.
Guillermo Abril, El País
Este viaje sucedió hace tiempo. Entraba el verano en Europa y estaba a punto de llegar el invierno a Nueva Zelanda. Aterrizamos en las antípodas de madrugada, después de un trayecto hacia el sureste de casi dos días de avión, retrasado por la voracidad de un temporal sobre Oceanía. La cuidad de Wellington dormía, y el conductor que nos recogió en el aeropuerto señaló a la negrura, mientras conducía bordeando la bahía de Evans: “Ahí es donde están rodando”. Brillaban algunas lucecitas entre los montes, al otro lado de las aguas. Quizá siguieran trabajando. Resulta difícil recordar todo aquello, revivir las sensaciones. Con el paso de los meses, las notas en los cuadernos se han vuelto casi incomprensibles. “Luz de plata; amanece entre colinas que se pierden en el mar”, se lee en ellas, con una caligrafía somnolienta escrita a primera hora de la mañana siguiente en una furgoneta de camino a los estudios Stone Street. Allí comenzaría la visita a una de las mayores empresas cinematográficas jamás concebidas por el hombre. Tal y como estaban las cosas aquel 11 de junio de 2013, el cineasta que llevó a la pantalla El señor de los anillos, la monumental obra de J. R. R. Tolkien, había logrado convencer a las compañías de Hollywood de que necesitaba más días de faena para concluir la trilogía de El hobbit, su precuela. La Navidad anterior se había estrenado la primera entrega de la nueva saga, subtitulada Un viaje inesperado, y su recaudación había cruzado la barrera de los mil millones de dólares, dato con el que no le debió de resultar complicado argumentar que requería más tiempo. Y más dinero.
Hasta entonces ya había rodado durante 266 días, a caballo entre 2011 y 2012. Y en principio eso iba a ser suficiente para encajar la novela de 300 páginas en dos películas. Era el plan inicial. Pero tras finalizar la fotografía principal, Jackson aseguró que contaba con material suficiente para ofrecer tres partes. Necesitaría algo más de metraje. Más diálogos. Más batallas. Así que, poco antes de nuestra llegada, había arrancado de nuevo su descomunal maquinaria de hacer cine: los actores principales, venidos de diferentes rincones del planeta, se encontraban de regreso en la isla Norte; los hornos de Weta, la compañía de efectos visuales, volvían a producir pies de hobbits y armas y armaduras a espuertas; y una legión de carpinteros martilleaba sin descanso para reconstruir los inmensos decorados. Serían 10 semanas más de filmación, y Warner había decidido invitar a un grupo de periodistas para que fueran testigos de aquello. Lo que el mundo sabía entonces de Bilbo Bolsón y los 13 enanos, liderados por Thorin Escudo de Roble, es que habían abandonado la Comarca hacía días; habían cruzado las grutas de las Montañas Nubladas, donde Bilbo había encontrado un anillo, y unas águilas amigas del mago Gandalf habían trasladado a la compañía hasta un lugar seguro tras una batalla con un personaje desagradable llamado Azog al mando de una cuadrilla de orcos. Nuestro trayecto fue más breve: la furgoneta se detuvo en una calle sin salida en un suburbio de Wellington. Entre casitas de madera, nuestra guía, parte del equipo de Jackson, descendió del vehículo y dijo: “Hay algo que Peter quiere que veamos”. Y ahí comenzó el viaje al otro lado de la pantalla.
“Nunca producimos menos de 36 pies de hobbit al día”, dice el supervisor de efectos visuales. Suman un mínimo de 12.096 durante todo el rodaje
Al cruzar una verja, caminamos entre naves industriales. Vemos de refilón algo similar a un taller de escultura donde se fabrican árboles pálidos y retorcidos como la cornamenta de un animal mitológico; enfrente, unos tractores allanan un montículo de arena, y unos tipos sobre el terreno lo estudian con instrumentos de topógrafo. Nuestro grupo se detiene ante la fachada de la que parece la mayor nave de todas. Su interior se encuentra en penumbra, pero al acostumbrarse la vista se distingue un pueblo de madera cuyas casas se han construido como palafitos sobre una piscina de agua con colorante. Un banco de niebla brota de una esquina con un siseo y se adentra culebreando en la villa. Hay peces muertos sobre los listones. Dan Hennah, un tipo de melena blanca y ondulada, observa su creación y dice: “Ha habido una batalla”. Él es el hombre que esculpe las ensoñaciones de Jackson; han trabajado juntos desde mediados de los noventa y a Hennah le dieron un Oscar por su dirección de arte en El retorno del rey (2003), la última de la anterior trilogía. La película se llevó las 11 estatuillas por las que competía, situándose a la altura de Titanic y Ben-Hur. Seguimos a Hennah por el interior de su reino de cartón piedra, un “plató húmedo”, que en la ficción se transformaría en Esgaroth, la Ciudad del Lago. El entresijo de callejuelas y canales cuenta con 44 casas cuyas paredes, al tacto, se descascarillan dejando migajas entre los dedos. El pueblo está circundado por cortinas verdes, para insertar el fondo más adelante. Y todas las paredes y columnas han sido marcadas con pequeñas pegatinas naranjas, referencias para la posproducción digital. “Esta es su quinta encarnación”, prosigue Hennah mientras camina por su territorio. Se oye un repiqueteo como de obra lejana. Hay operarios modelando sin descanso en otra sala. Su equipo reconstruyó este decorado hace poco. Mañana, añade, comenzarán a cortarlo en pedazos. Fin de un proceso lento que comienza con dibujos y bocetos, y un sello que Jackson estampa sobre ellos con el acrónimo “V. I.” (vagamente interesado), lo cual significa que no va mal y que hay que seguir por ese camino. “Para la fortaleza de la Colina del Cuervo hemos estado trabajando cuatro años”, según Hennah. “Ya hemos llegado al punto de que sabemos lo que es”. Una vez aprobado el boceto, fabrican una maqueta de 25 por 50 centímetros con miniaturas de los personajes, dando la posibilidad al realizador de que estudie dónde va a colocar la cámara y a los protagonistas. Luego se levanta a escala real. Pero con posibilidad de ser modificada. Nunca se sabe. En opinión de Hennah, ponerse a las órdenes de Jackson supone pisar terreno inestable: “Su equipo de guionistas sigue escribiendo durante todo el proceso, así que tenemos un gran influjo de ideas sobre la marcha. Con él, nada nunca es concreto hasta que sucede. Y las cosas cambian todo el rato”.
En cuanto a mi papel, nada puede superar ‘La Comunidad del Anillo
Ian McKellen, Gandalf
De hecho, aunque el plan era otro, de pronto nuestra guía nos reúne y nos lleva de vuelta a la furgoneta. Al parecer, “Peter” quiere que veamos qué está haciendo ahora mismo. “Vamos a un set con más de 100 extras”, nos avisan, y pasan la lista: “25 elfos, 35 orcos, 35 humanos y 35 extras”. Es media mañana y las ruedas trepan por un monte. Los pinos forman una bóveda sobre el camino. Cruzamos un puesto de seguridad. Y nos detenemos en una placita formada por tráileres en lo alto de una loma. Se ve Wellington al otro lado de la bahía. Movimiento de personas sobre el suelo embarrado. Cruza gente con chalecos reflectantes. Una mujer con utensilios de maquillaje. Un hombre con dos redbulls en la mano. Unas máscaras de horco con el gesto congelado sobre una mesa. En un extremo, unos contenedores de mercancía apilados forman una estructura similar a una plaza de toros. Abren las puertas y nos adentramos. En ese instante el sol se filtra entre las nubes y golpea de frente a los villanos. Forman un pasillo. Visten harapos y llevan el rostro sucio. Nos miran como a forasteros. Subimos una escalinata de piedra. Da tiempo a observar parte del plató: una ciudad de piedra por la que parece haber cruzado una bola de fuego. Ramas secas y chamuscadas trepan por los muros. Una deidad se yergue en una fuente helada. No hay tiempo para más. Nos introducen en una caseta de tela negra. Dentro hay un monitor en el que se lee “Live”. En la imagen, en 3D, parece cruzar Peter Jackson por la izquierda. Surge una mano y limpia el objetivo; tras ella se ve otra plaza, con muertos apilados por todas partes. El lugar tiene el aspecto de un pueblo de montaña de Centroeuropa. No es casual. “Nuestro viaje comienza en la Europa de Tolkien y nos movemos hacia el Este”, había avisado Hennah. En el televisor, un tipo ensartado por una flecha levanta la cabeza, echa un vistazo y vuelve a quedar inmóvil. Otra persona, vestida del siglo XXI, se pasea vertiendo puñados de sal. Se vuelve a ver fugazmente a Jackson dando instrucciones en un callejón. Una mujer fumiga con sangre a los cadáveres. Un enorme ventilador remueve unos copos blancos que flotan por el aire. En la mano se deshacen como jabón. Hennah, que también anda por aquí, cuenta que nos hallamos en Dale, la Ciudad del Valle, durante la batalla de los Cinco Ejércitos; que el dragón ha sido aniquilado y los enanos se encuentran aislados en la Montaña Solitaria, cerca de aquí en la ficción. “Es el clímax de la última película”, cuenta. Se podrá ver en las salas de España a partir del próximo 17 de diciembre. Una bocina calla sus palabras. La imagen de la pantalla muestra una claqueta con el número 344 escrito en ella. Golpea. Una voz sobrecoge el plató: “¡Filmando!”.
Aislado. Por cuestión de tamaño, nunca rodó una escena en la misma sala que Martin Freeman (Bilbo).
Durante los siguientes minutos se rueda una misma escena desde dos ángulos opuestos. Más o menos sucede lo siguiente, unas seis o siete veces. En un extremo de la plaza, un grupo de orcos trepa con violencia por unas escaleras, mata a un par de aldeanos armados con rastrillos y prosigue su camino; en el otro extremo aparece Thranduil (Lee Pace), con una larga melena rubio platino, una espada en cada mano y una túnica de color de luna. Mira a su alrededor, vigilante. Lidera una escuadra de elfos. Se oye una voz agrietada y cavernosa: “¡Mi señor!”. Y entonces surge la figura gris de Gandalf (Ian McKellen) y le dice a Thranduil:
–¡No hay tiempo! Debemos alertar a Thorin.
–Tomaré lo que he venido a buscar y me iré.
–Mi señor, por favor… Hemos de avisarles.
–Se ha derramado demasiada sangre de elfo en esta tierra maldita. ¡No más!
Suenan dos bocinazos. Y los cadáveres se levantan. Segundos después, la escuadra de elfos cruza frente a nuestra caseta y abandona el set. Huele a escayola y a pintura fresca. Un orco descansa con la máscara en el regazo. Algunos operarios aprovechan para comer fruta. Es la hora del almuerzo, y nos unimos al mexicano Carlos Ramírez Laloli, un enamorado del cine que lo dejó todo en su tierra y se mudó a Nueva Zelanda el día en que leyó en un diario que su compatriota Guillermo del Toro dirigiría la saga de El hobbit. Eso fue en 2008. Consiguió un hueco en la preproducción. Dos años más tarde, Del Toro tomó la decisión de abandonar el proyecto, debido a los constantes retrasos en el inicio del rodaje; la distribuidora, Metro Goldwyn Mayer, estaba en bancarrota. El hobbit quedó huérfana, pero Ramírez permaneció en la isla. Y cuando Jackson decidió asumir las riendas de la adaptación, y Warner Bros puso sobre la mesa una cifra cercana a los 500 millones de dólares, siguió enganchado. El mexicano es asistente de posproducción. Y dice que las partes más oscuras de la trilogía conservan algo de la visión de Del Toro. Mientras comemos bajo unas carpas, vemos a miembros del equipo jugando al frisbee en una pradera con las aguas del estrecho de Cook de fondo. Van descalzos sobre la hierba. Este país, a veces, recuerda a Hobitton. Pero no siempre. En el rodaje se trabaja 11 horas, con parón de 45 minutos para comer. Aunque es fácil que se extienda hasta 12 o 13 horas. Hubo incluso una jornada de 18, cuenta Ramírez. Los actores se levantan a las cuatro de la madrugada para empezar con el maquillaje. La locomotora de Jackson impone un ritmo endiablado. El guion, que el cineasta neozelandés escribe junto a su esposa, Fran Walsh, y Philippa Boyens, sigue vivo (los tres ya adaptaron juntos la trilogía de El señor de los anillos). Cada día aparecen líneas nuevas, que Jackson pretende ir entrecruzando durante el combate, prolongando la batalla durante 20 o 25 minutos. “Nadie sabe cómo va a acabar”, dice el mexicano.
Son los últimos metros, los más duros, donde las grandes películas se vuelven una prueba de resistencia, dice el director Peter Jackson
De vuelta en la caseta de lona, aparece la guionista Philippa Boyens vestida con jersey azul y gafas. Tiene el aire de una catedrática. Es considerada una de las mayores expertas en la obra de Tolkien, a quien ella llama “profesor Tolkien”. Ese conocimiento le ha valido un Oscar. Pero con la primera entrega de El hobbit hubo críticas negativas, sobre todo dirigidas contra el desarrollo de una historia que, de tanto estirarla, pareció quedar hueca. Muchos se quejaron de que los enanos cantaban demasiado, frenando la épica. Ella dice que con el estreno se sintió aliviada: “Siempre hemos tenido la sensación de que la primera iba a ser la más difícil. A diferencia de El señor de los anillos, no es inicialmente una aventura heroica, es más estrafalaria, un cuento de niños. Había que introducir a 13 nuevos personajes, y eso es delicado. Entiendo el escepticismo. Pero hemos de tener fe en que sabemos lo que hacemos”. Como la novela de El hobbit era breve en comparación con El señor de los anillos, el equipo ha buceado en todos los escritos y apéndices del “profesor” para hacer crecer la trama. Por ejemplo, Gandalf, en el libro aparece y desaparece, pero nunca se sabe adónde va. En las películas se le sigue “en tiempo real”, explica Boyens. “Y descubres lo que él descubre. ¿Qué diablos hay en Dol Guldur? ¿Qué está pasando en el mundo?”. Sauron, al que no se cita por ese nombre en El hobbit, se vuelve una parte central del argumento. Comienzan a esbozarse los tiempos oscuros que Tolkien no pensó para esta novela, pero conformarían el trasfondo de El señor de los anillos. Él los escribió en orden. Primero la historia de Bilbo (1937), luego la de su sobrino Frodo (1954). Jackson lo ha filmado a la inversa. Pero quiere dejarlo todo atado. Que se entienda como una sola obra. Probablemente la mayor aventura hasta la fecha. Por tamaño y duración. Cuando se estrene La batalla de los Cinco Ejércitos, la saga de la Tierra Media superará las 17 horas de metraje, en ella se habrán invertido más de 800 millones de euros y su recaudación se situará cerca de los 4.800 millones (de momento lleva 3.900).
El creador de todo este universo nació el Día de Halloween. Hace 53 años. Antes de los 10 comenzó a manejar una super-8. A los 20 empezó a rodar su primer largometraje. Lo llamó Mal gusto y hoy es una obra de culto de cine gore. En ella hacía todo. Desde las prótesis hasta los personajes principales. El resto eran amigos. Tardó cuatro años en rodarla. Hoy es uno de los siete cineastas con un Oscar como guionista, productor y director de una misma película (El retorno del rey). Uno de los tres elegidos con dos películas con más de un millón de dólares recaudados. En el set de rodaje le llaman “La Voz”.
Dentro de 20 años le dirás a tus nietos: ‘Empieza con la primera y ve todas seguidas, explica Peter Jackson
No a todos los intérpretes les gusta su método. Primero les da indicaciones sobre el terreno. Luego se refugia en su caseta de lona y a partir de ahí se dirige a ellos por megafonía. Hay altavoces repartidos por el decorado. Retumba la voz metálica de un director omnisciente. Escondido tras la cortina como el Mago de Oz. Su caseta es de acceso vedado. Desde ella controla todo. En pantallas ve lo que rueda la unidad principal y también le llega en vivo lo que filma la splinter, más pequeña y ágil, de batalla. Normalmente lejos de ahí. La veremos en funcionamiento al día siguiente en los estudios Stone Street, registrando algunas escenas de relleno que ya aparecieron en la segunda película: Bilbo y los enanos caminando por el Bosque Negro. Desde su caseta, a kilómetros, Jackson corrige ángulos de cámara, ordena y finalmente aprueba las escenas “en algún hueco entre lo que está rodando”, según Chris Rivers, director de esa unidad auxiliar y escudero de Jackson desde hace 22 años; empezó junto a él a los 17 dibujando el storyboard de otra cinta gore: Braindead. En su caseta, Jackson también corta y edita a medida que le llegan secuencias. Y mantiene reuniones con el resto de departamentos. Cuando visitamos los cuarteles generales de Weta, la empresa de efectos visuales responsable de toda la saga de la Tierra Media, su director, Richard Taylor, nos contó que por la mañana había visitado a Jackson para que aprobase la miniatura de un carruaje que entraría en combate en tres semanas; 70 de sus empleados corrían a “100 millas por hora”, en sus palabras, para nutrir a los Cinco Ejércitos. En concreto, se encontraban en el proceso de la cuarta repintura de 96 armaduras para los orcos de Gundabad. “El color es crucial, con él pintas la película”, dijo Taylor, a la búsqueda de un “gris industrial metalizado”. Nos enseñó armas. De acero y de espuma. De orcos, elfos y hombres. Las prótesis de “gel de silicona acrílica encapsulada” con las que exageran las facciones de los enanos, capaces de regular la temperatura y refractar la luz del mismo modo que la carne humana. “Rodar en alta definición, a 6K, en 3D y a 48 imágenes por segundo nos ha obligado a subir a otro nivel”. Nos habló de los pies de hobbit de última tecnología, para cuya fabricación se usa un molde del mismo material que las naves espaciales, el único capaz de aguantar la compresión que reduce la piel falsa hasta las 0,1 micras. “Nunca producimos menos de 36 pies al día”, contó. Teniendo en cuenta los días de rodaje (336), suman un mínimo de 12.096 pies de hobbit.
Guerrera. Es uno de los elfos silvanos, "más salvaje y menos sabia" que la de 'El señor de los anillos'.
El actor Martin Freeman (Bilbo) calza en estos momentos un par de ellos. Le vemos a través del monitor, desde nuestra caseta, frente a Ian McKellen (Gandalf). Peter Jackson se encuentra junto a ellos. Da indicaciones. Parece cansado. Se frota la frente. Comienza a oscurecer. Se retira y suena la bocina. Nieva. La cámara se posa en Bilbo. Tiene la cara ensangrentada y dice:
–No te estoy pidiendo permiso. Son mis amigos los que están ahí arriba.
–Pero te verán… y te matarán.
–No, no me verán.
–Si vas, no podré protegerte.
–Lo sé…
Y mientras Freeman desaparece de escena, irrumpe la voz de Jackson a través de los altavoces: “Martin, más excitado y con más energía”. Freeman responde al aire: “Sí, sí…”. Acto seguido prueba con mayor énfasis: “¡No te estoy pidiendo permiso!”. Y la voz: “Bien. Eso está genial”. Así van repitiendo hasta la toma 10, donde lo para el director.
Poco después, Jackson se manifiesta en nuestra caseta. Lo primero que sorprende de él es su estatura diminuta, tiene el pelo largo, revuelto y surcado de canas, y una camisa tan arrugada que parece haber dormido una semana con ella. Una taza de té humea en su mano. Los mofletes, la tripa incipiente y una nariz puntiaguda ayudan a conferirle el aspecto de un hobbit. Se sienta en una silla y dice: “Mira, lo que estoy intentando hacer, y esto es deliberado, e imagino que si tomas la novela de El hobbit y ves que es algo diferente… Lo que hay en el fondo de mi cabeza es que dentro de 20 años, mucho después de estos estrenos comerciales de diciembre, cuando todo eso haya desaparecido, le dirás a tus nietos: ‘Empieza con la primera y ve todas seguidas’. Somos muy conscientes de que el sentido último de lo que estamos haciendo ha de encajar en esa serie de seis películas. Hay una especie de construcción, un tono de desarrollo, cosas en los personajes que más o menos te guían hasta lo que ocurre en El señor de los anillos. Esa es nuestra estrategia”. Una carrera contrarreloj para cerrar un círculo que comenzó en 1995, cuando se interesó por el estado de los derechos cinematográficos de las obras de Tolkien. Lleva casi 20 años en la Tierra Media. Es el final del viaje. Y eso exige rodar simultáneamente cabos sueltos de la segunda y tercera entregas. Añadir pedazos. Reescribir. Editar ambas películas a un tiempo. “Son los últimos metros, los más duros, donde las grandes películas se vuelven una prueba de resistencia”, dice Jackson. Y entonces alguien le reclama: “El sol se está yendo”. El ilusionista se levanta para seguir con el rompecabezas.
Siento que voy a formar parte de la historia del cine
Evangeline Lilly, Tauriel
Richard Armitage, el actor que interpreta a Thorin, líder de los enanos, nos contó al día siguiente una anécdota que retrataba esta fiebre del director en la milla definitiva. “Le escribí un e-mail esta mañana con una pregunta sobre algunas líneas que íbamos a rodar”. Le respondió enseguida. Y en el correo de vuelta le contaba que se había levantado a la una para trabajar el guion. “Secretamente”, contó Armitage, “se ha estado poniendo su alarma a la una de la mañana, escribiendo la batalla de los Cinco Ejércitos, y luego yendo al set a rodar durante 12 horas”. El actor iba semivestido de enano. Apenas oía a causa del látex en las orejas. “Tiene contenida la película en su mente”, añadió. “Es una sinfonía en tres actos”.
Jackson conoce la melodía. Pero muchos de los intérpretes confiesan cierto desconcierto con lo que han estado rodando. “Todo el rato tengo que estar preguntándole a Peter: ‘¿Dónde estamos?”, cuenta Ian McKellen de nuevo en nuestra caseta. La secuencia que acaba de rodar, asegura, fue escrita hace tres días. Martin Freeman expresa otra versión de esa confusión: “Ya sentí el The end una vez. Ahora no estoy convencido de que vaya a terminar nunca”. Acaban de concluir su escena juntos. Cuando ruedan, se miran y se dan la réplica. Pero nunca coinciden en la imagen, al menos no en el sentido físico de la palabra. Un asunto de tamaños. Si aparecen en el mismo plano, graban en estancias separadas. Con un auricular para seguir el diálogo. Y un palito con una foto del otro a la altura de la cara. McKellen ha llegado a estar rodeado de tantos palos como enanos. Ha vivido gran parte de este rodaje en una habitación verde, a solas, rodeado de varas con fotos de rostros verrugosos. “Es una experiencia muy extraña, algo alienante, muy desoladora”, dice. El mago se quita trozos de piel falsa que aún le quedan en la mano. Un gorro de lana cubre su cráneo rasurado. Alguien le pregunta cuánto tiempo lleva yendo y viniendo a Nueva Zelanda. “¡Trece años!”, responde. No es el único veterano. “La mayoría de la gente que veis ahí fuera ha estado trabajando en esta película tanto tiempo como yo. Les he visto crecer, les he visto enamorarse, les he visto tener niños, algunos han muerto”, dice. Pero añade que hay cosas irrepetibles. La Comunidad del Anillo, por ejemplo; el grupo formado por Elijah Wood, Viggo Mortensen, Orlando Bloom y el resto; los nueve protagonistas de El señor de los anillos. “Todos sabían que sería probablemente la película más importante de sus carreras. En esta, todo el mundo se lleva muy bien. Pero no creo que haya tatuajes”. Antes de marcharse se descubre el hombro y muestra el suyo. Un nueve escrito en élfico, recuerdo de aquel rodaje.
Bilbo. Según Ian McKellen (Gandalf), los medianos representan "al hombre común que salva el día".
Fuera de nuestra tienda flota una luz crepuscular. Aprovechamos el receso para deambular por la Ciudad del Valle. Nos perdemos entre sus laberintos de piedra. Mientras palpamos un carámbano de plástico que cuelga de una cornisa, un tipo surge de forma sigilosa a nuestra espalda. Peter Jackson. Sigue con un té entre las manos. Lleva las botas de monte embarradas y las perneras remangadas. Sus ojos son de un azul eléctrico. Como al lado un operario golpea el decorado, le pregunto si le da pena que de pronto todo esto se destruya. “Pero sobrevivirá en la película”, responde. Luego le grita al operario: “¡Lo vais a hacer pedazos, eh!”. Y añade como para sí mismo: “Lo van a hacer pedazos… pero eso no ocurrirá mañana”. Tal y como haría un hobbit, tras pronunciar estas palabras, Jackson se esfuma sin hacer ruido. No volvimos a verle. Aún le quedaban siete semanas de rodaje por delante.
Guillermo Abril, El País
Este viaje sucedió hace tiempo. Entraba el verano en Europa y estaba a punto de llegar el invierno a Nueva Zelanda. Aterrizamos en las antípodas de madrugada, después de un trayecto hacia el sureste de casi dos días de avión, retrasado por la voracidad de un temporal sobre Oceanía. La cuidad de Wellington dormía, y el conductor que nos recogió en el aeropuerto señaló a la negrura, mientras conducía bordeando la bahía de Evans: “Ahí es donde están rodando”. Brillaban algunas lucecitas entre los montes, al otro lado de las aguas. Quizá siguieran trabajando. Resulta difícil recordar todo aquello, revivir las sensaciones. Con el paso de los meses, las notas en los cuadernos se han vuelto casi incomprensibles. “Luz de plata; amanece entre colinas que se pierden en el mar”, se lee en ellas, con una caligrafía somnolienta escrita a primera hora de la mañana siguiente en una furgoneta de camino a los estudios Stone Street. Allí comenzaría la visita a una de las mayores empresas cinematográficas jamás concebidas por el hombre. Tal y como estaban las cosas aquel 11 de junio de 2013, el cineasta que llevó a la pantalla El señor de los anillos, la monumental obra de J. R. R. Tolkien, había logrado convencer a las compañías de Hollywood de que necesitaba más días de faena para concluir la trilogía de El hobbit, su precuela. La Navidad anterior se había estrenado la primera entrega de la nueva saga, subtitulada Un viaje inesperado, y su recaudación había cruzado la barrera de los mil millones de dólares, dato con el que no le debió de resultar complicado argumentar que requería más tiempo. Y más dinero.
Hasta entonces ya había rodado durante 266 días, a caballo entre 2011 y 2012. Y en principio eso iba a ser suficiente para encajar la novela de 300 páginas en dos películas. Era el plan inicial. Pero tras finalizar la fotografía principal, Jackson aseguró que contaba con material suficiente para ofrecer tres partes. Necesitaría algo más de metraje. Más diálogos. Más batallas. Así que, poco antes de nuestra llegada, había arrancado de nuevo su descomunal maquinaria de hacer cine: los actores principales, venidos de diferentes rincones del planeta, se encontraban de regreso en la isla Norte; los hornos de Weta, la compañía de efectos visuales, volvían a producir pies de hobbits y armas y armaduras a espuertas; y una legión de carpinteros martilleaba sin descanso para reconstruir los inmensos decorados. Serían 10 semanas más de filmación, y Warner había decidido invitar a un grupo de periodistas para que fueran testigos de aquello. Lo que el mundo sabía entonces de Bilbo Bolsón y los 13 enanos, liderados por Thorin Escudo de Roble, es que habían abandonado la Comarca hacía días; habían cruzado las grutas de las Montañas Nubladas, donde Bilbo había encontrado un anillo, y unas águilas amigas del mago Gandalf habían trasladado a la compañía hasta un lugar seguro tras una batalla con un personaje desagradable llamado Azog al mando de una cuadrilla de orcos. Nuestro trayecto fue más breve: la furgoneta se detuvo en una calle sin salida en un suburbio de Wellington. Entre casitas de madera, nuestra guía, parte del equipo de Jackson, descendió del vehículo y dijo: “Hay algo que Peter quiere que veamos”. Y ahí comenzó el viaje al otro lado de la pantalla.
“Nunca producimos menos de 36 pies de hobbit al día”, dice el supervisor de efectos visuales. Suman un mínimo de 12.096 durante todo el rodaje
Al cruzar una verja, caminamos entre naves industriales. Vemos de refilón algo similar a un taller de escultura donde se fabrican árboles pálidos y retorcidos como la cornamenta de un animal mitológico; enfrente, unos tractores allanan un montículo de arena, y unos tipos sobre el terreno lo estudian con instrumentos de topógrafo. Nuestro grupo se detiene ante la fachada de la que parece la mayor nave de todas. Su interior se encuentra en penumbra, pero al acostumbrarse la vista se distingue un pueblo de madera cuyas casas se han construido como palafitos sobre una piscina de agua con colorante. Un banco de niebla brota de una esquina con un siseo y se adentra culebreando en la villa. Hay peces muertos sobre los listones. Dan Hennah, un tipo de melena blanca y ondulada, observa su creación y dice: “Ha habido una batalla”. Él es el hombre que esculpe las ensoñaciones de Jackson; han trabajado juntos desde mediados de los noventa y a Hennah le dieron un Oscar por su dirección de arte en El retorno del rey (2003), la última de la anterior trilogía. La película se llevó las 11 estatuillas por las que competía, situándose a la altura de Titanic y Ben-Hur. Seguimos a Hennah por el interior de su reino de cartón piedra, un “plató húmedo”, que en la ficción se transformaría en Esgaroth, la Ciudad del Lago. El entresijo de callejuelas y canales cuenta con 44 casas cuyas paredes, al tacto, se descascarillan dejando migajas entre los dedos. El pueblo está circundado por cortinas verdes, para insertar el fondo más adelante. Y todas las paredes y columnas han sido marcadas con pequeñas pegatinas naranjas, referencias para la posproducción digital. “Esta es su quinta encarnación”, prosigue Hennah mientras camina por su territorio. Se oye un repiqueteo como de obra lejana. Hay operarios modelando sin descanso en otra sala. Su equipo reconstruyó este decorado hace poco. Mañana, añade, comenzarán a cortarlo en pedazos. Fin de un proceso lento que comienza con dibujos y bocetos, y un sello que Jackson estampa sobre ellos con el acrónimo “V. I.” (vagamente interesado), lo cual significa que no va mal y que hay que seguir por ese camino. “Para la fortaleza de la Colina del Cuervo hemos estado trabajando cuatro años”, según Hennah. “Ya hemos llegado al punto de que sabemos lo que es”. Una vez aprobado el boceto, fabrican una maqueta de 25 por 50 centímetros con miniaturas de los personajes, dando la posibilidad al realizador de que estudie dónde va a colocar la cámara y a los protagonistas. Luego se levanta a escala real. Pero con posibilidad de ser modificada. Nunca se sabe. En opinión de Hennah, ponerse a las órdenes de Jackson supone pisar terreno inestable: “Su equipo de guionistas sigue escribiendo durante todo el proceso, así que tenemos un gran influjo de ideas sobre la marcha. Con él, nada nunca es concreto hasta que sucede. Y las cosas cambian todo el rato”.
En cuanto a mi papel, nada puede superar ‘La Comunidad del Anillo
Ian McKellen, Gandalf
De hecho, aunque el plan era otro, de pronto nuestra guía nos reúne y nos lleva de vuelta a la furgoneta. Al parecer, “Peter” quiere que veamos qué está haciendo ahora mismo. “Vamos a un set con más de 100 extras”, nos avisan, y pasan la lista: “25 elfos, 35 orcos, 35 humanos y 35 extras”. Es media mañana y las ruedas trepan por un monte. Los pinos forman una bóveda sobre el camino. Cruzamos un puesto de seguridad. Y nos detenemos en una placita formada por tráileres en lo alto de una loma. Se ve Wellington al otro lado de la bahía. Movimiento de personas sobre el suelo embarrado. Cruza gente con chalecos reflectantes. Una mujer con utensilios de maquillaje. Un hombre con dos redbulls en la mano. Unas máscaras de horco con el gesto congelado sobre una mesa. En un extremo, unos contenedores de mercancía apilados forman una estructura similar a una plaza de toros. Abren las puertas y nos adentramos. En ese instante el sol se filtra entre las nubes y golpea de frente a los villanos. Forman un pasillo. Visten harapos y llevan el rostro sucio. Nos miran como a forasteros. Subimos una escalinata de piedra. Da tiempo a observar parte del plató: una ciudad de piedra por la que parece haber cruzado una bola de fuego. Ramas secas y chamuscadas trepan por los muros. Una deidad se yergue en una fuente helada. No hay tiempo para más. Nos introducen en una caseta de tela negra. Dentro hay un monitor en el que se lee “Live”. En la imagen, en 3D, parece cruzar Peter Jackson por la izquierda. Surge una mano y limpia el objetivo; tras ella se ve otra plaza, con muertos apilados por todas partes. El lugar tiene el aspecto de un pueblo de montaña de Centroeuropa. No es casual. “Nuestro viaje comienza en la Europa de Tolkien y nos movemos hacia el Este”, había avisado Hennah. En el televisor, un tipo ensartado por una flecha levanta la cabeza, echa un vistazo y vuelve a quedar inmóvil. Otra persona, vestida del siglo XXI, se pasea vertiendo puñados de sal. Se vuelve a ver fugazmente a Jackson dando instrucciones en un callejón. Una mujer fumiga con sangre a los cadáveres. Un enorme ventilador remueve unos copos blancos que flotan por el aire. En la mano se deshacen como jabón. Hennah, que también anda por aquí, cuenta que nos hallamos en Dale, la Ciudad del Valle, durante la batalla de los Cinco Ejércitos; que el dragón ha sido aniquilado y los enanos se encuentran aislados en la Montaña Solitaria, cerca de aquí en la ficción. “Es el clímax de la última película”, cuenta. Se podrá ver en las salas de España a partir del próximo 17 de diciembre. Una bocina calla sus palabras. La imagen de la pantalla muestra una claqueta con el número 344 escrito en ella. Golpea. Una voz sobrecoge el plató: “¡Filmando!”.
Aislado. Por cuestión de tamaño, nunca rodó una escena en la misma sala que Martin Freeman (Bilbo).
Durante los siguientes minutos se rueda una misma escena desde dos ángulos opuestos. Más o menos sucede lo siguiente, unas seis o siete veces. En un extremo de la plaza, un grupo de orcos trepa con violencia por unas escaleras, mata a un par de aldeanos armados con rastrillos y prosigue su camino; en el otro extremo aparece Thranduil (Lee Pace), con una larga melena rubio platino, una espada en cada mano y una túnica de color de luna. Mira a su alrededor, vigilante. Lidera una escuadra de elfos. Se oye una voz agrietada y cavernosa: “¡Mi señor!”. Y entonces surge la figura gris de Gandalf (Ian McKellen) y le dice a Thranduil:
–¡No hay tiempo! Debemos alertar a Thorin.
–Tomaré lo que he venido a buscar y me iré.
–Mi señor, por favor… Hemos de avisarles.
–Se ha derramado demasiada sangre de elfo en esta tierra maldita. ¡No más!
Suenan dos bocinazos. Y los cadáveres se levantan. Segundos después, la escuadra de elfos cruza frente a nuestra caseta y abandona el set. Huele a escayola y a pintura fresca. Un orco descansa con la máscara en el regazo. Algunos operarios aprovechan para comer fruta. Es la hora del almuerzo, y nos unimos al mexicano Carlos Ramírez Laloli, un enamorado del cine que lo dejó todo en su tierra y se mudó a Nueva Zelanda el día en que leyó en un diario que su compatriota Guillermo del Toro dirigiría la saga de El hobbit. Eso fue en 2008. Consiguió un hueco en la preproducción. Dos años más tarde, Del Toro tomó la decisión de abandonar el proyecto, debido a los constantes retrasos en el inicio del rodaje; la distribuidora, Metro Goldwyn Mayer, estaba en bancarrota. El hobbit quedó huérfana, pero Ramírez permaneció en la isla. Y cuando Jackson decidió asumir las riendas de la adaptación, y Warner Bros puso sobre la mesa una cifra cercana a los 500 millones de dólares, siguió enganchado. El mexicano es asistente de posproducción. Y dice que las partes más oscuras de la trilogía conservan algo de la visión de Del Toro. Mientras comemos bajo unas carpas, vemos a miembros del equipo jugando al frisbee en una pradera con las aguas del estrecho de Cook de fondo. Van descalzos sobre la hierba. Este país, a veces, recuerda a Hobitton. Pero no siempre. En el rodaje se trabaja 11 horas, con parón de 45 minutos para comer. Aunque es fácil que se extienda hasta 12 o 13 horas. Hubo incluso una jornada de 18, cuenta Ramírez. Los actores se levantan a las cuatro de la madrugada para empezar con el maquillaje. La locomotora de Jackson impone un ritmo endiablado. El guion, que el cineasta neozelandés escribe junto a su esposa, Fran Walsh, y Philippa Boyens, sigue vivo (los tres ya adaptaron juntos la trilogía de El señor de los anillos). Cada día aparecen líneas nuevas, que Jackson pretende ir entrecruzando durante el combate, prolongando la batalla durante 20 o 25 minutos. “Nadie sabe cómo va a acabar”, dice el mexicano.
Son los últimos metros, los más duros, donde las grandes películas se vuelven una prueba de resistencia, dice el director Peter Jackson
De vuelta en la caseta de lona, aparece la guionista Philippa Boyens vestida con jersey azul y gafas. Tiene el aire de una catedrática. Es considerada una de las mayores expertas en la obra de Tolkien, a quien ella llama “profesor Tolkien”. Ese conocimiento le ha valido un Oscar. Pero con la primera entrega de El hobbit hubo críticas negativas, sobre todo dirigidas contra el desarrollo de una historia que, de tanto estirarla, pareció quedar hueca. Muchos se quejaron de que los enanos cantaban demasiado, frenando la épica. Ella dice que con el estreno se sintió aliviada: “Siempre hemos tenido la sensación de que la primera iba a ser la más difícil. A diferencia de El señor de los anillos, no es inicialmente una aventura heroica, es más estrafalaria, un cuento de niños. Había que introducir a 13 nuevos personajes, y eso es delicado. Entiendo el escepticismo. Pero hemos de tener fe en que sabemos lo que hacemos”. Como la novela de El hobbit era breve en comparación con El señor de los anillos, el equipo ha buceado en todos los escritos y apéndices del “profesor” para hacer crecer la trama. Por ejemplo, Gandalf, en el libro aparece y desaparece, pero nunca se sabe adónde va. En las películas se le sigue “en tiempo real”, explica Boyens. “Y descubres lo que él descubre. ¿Qué diablos hay en Dol Guldur? ¿Qué está pasando en el mundo?”. Sauron, al que no se cita por ese nombre en El hobbit, se vuelve una parte central del argumento. Comienzan a esbozarse los tiempos oscuros que Tolkien no pensó para esta novela, pero conformarían el trasfondo de El señor de los anillos. Él los escribió en orden. Primero la historia de Bilbo (1937), luego la de su sobrino Frodo (1954). Jackson lo ha filmado a la inversa. Pero quiere dejarlo todo atado. Que se entienda como una sola obra. Probablemente la mayor aventura hasta la fecha. Por tamaño y duración. Cuando se estrene La batalla de los Cinco Ejércitos, la saga de la Tierra Media superará las 17 horas de metraje, en ella se habrán invertido más de 800 millones de euros y su recaudación se situará cerca de los 4.800 millones (de momento lleva 3.900).
El creador de todo este universo nació el Día de Halloween. Hace 53 años. Antes de los 10 comenzó a manejar una super-8. A los 20 empezó a rodar su primer largometraje. Lo llamó Mal gusto y hoy es una obra de culto de cine gore. En ella hacía todo. Desde las prótesis hasta los personajes principales. El resto eran amigos. Tardó cuatro años en rodarla. Hoy es uno de los siete cineastas con un Oscar como guionista, productor y director de una misma película (El retorno del rey). Uno de los tres elegidos con dos películas con más de un millón de dólares recaudados. En el set de rodaje le llaman “La Voz”.
Dentro de 20 años le dirás a tus nietos: ‘Empieza con la primera y ve todas seguidas, explica Peter Jackson
No a todos los intérpretes les gusta su método. Primero les da indicaciones sobre el terreno. Luego se refugia en su caseta de lona y a partir de ahí se dirige a ellos por megafonía. Hay altavoces repartidos por el decorado. Retumba la voz metálica de un director omnisciente. Escondido tras la cortina como el Mago de Oz. Su caseta es de acceso vedado. Desde ella controla todo. En pantallas ve lo que rueda la unidad principal y también le llega en vivo lo que filma la splinter, más pequeña y ágil, de batalla. Normalmente lejos de ahí. La veremos en funcionamiento al día siguiente en los estudios Stone Street, registrando algunas escenas de relleno que ya aparecieron en la segunda película: Bilbo y los enanos caminando por el Bosque Negro. Desde su caseta, a kilómetros, Jackson corrige ángulos de cámara, ordena y finalmente aprueba las escenas “en algún hueco entre lo que está rodando”, según Chris Rivers, director de esa unidad auxiliar y escudero de Jackson desde hace 22 años; empezó junto a él a los 17 dibujando el storyboard de otra cinta gore: Braindead. En su caseta, Jackson también corta y edita a medida que le llegan secuencias. Y mantiene reuniones con el resto de departamentos. Cuando visitamos los cuarteles generales de Weta, la empresa de efectos visuales responsable de toda la saga de la Tierra Media, su director, Richard Taylor, nos contó que por la mañana había visitado a Jackson para que aprobase la miniatura de un carruaje que entraría en combate en tres semanas; 70 de sus empleados corrían a “100 millas por hora”, en sus palabras, para nutrir a los Cinco Ejércitos. En concreto, se encontraban en el proceso de la cuarta repintura de 96 armaduras para los orcos de Gundabad. “El color es crucial, con él pintas la película”, dijo Taylor, a la búsqueda de un “gris industrial metalizado”. Nos enseñó armas. De acero y de espuma. De orcos, elfos y hombres. Las prótesis de “gel de silicona acrílica encapsulada” con las que exageran las facciones de los enanos, capaces de regular la temperatura y refractar la luz del mismo modo que la carne humana. “Rodar en alta definición, a 6K, en 3D y a 48 imágenes por segundo nos ha obligado a subir a otro nivel”. Nos habló de los pies de hobbit de última tecnología, para cuya fabricación se usa un molde del mismo material que las naves espaciales, el único capaz de aguantar la compresión que reduce la piel falsa hasta las 0,1 micras. “Nunca producimos menos de 36 pies al día”, contó. Teniendo en cuenta los días de rodaje (336), suman un mínimo de 12.096 pies de hobbit.
Guerrera. Es uno de los elfos silvanos, "más salvaje y menos sabia" que la de 'El señor de los anillos'.
El actor Martin Freeman (Bilbo) calza en estos momentos un par de ellos. Le vemos a través del monitor, desde nuestra caseta, frente a Ian McKellen (Gandalf). Peter Jackson se encuentra junto a ellos. Da indicaciones. Parece cansado. Se frota la frente. Comienza a oscurecer. Se retira y suena la bocina. Nieva. La cámara se posa en Bilbo. Tiene la cara ensangrentada y dice:
–No te estoy pidiendo permiso. Son mis amigos los que están ahí arriba.
–Pero te verán… y te matarán.
–No, no me verán.
–Si vas, no podré protegerte.
–Lo sé…
Y mientras Freeman desaparece de escena, irrumpe la voz de Jackson a través de los altavoces: “Martin, más excitado y con más energía”. Freeman responde al aire: “Sí, sí…”. Acto seguido prueba con mayor énfasis: “¡No te estoy pidiendo permiso!”. Y la voz: “Bien. Eso está genial”. Así van repitiendo hasta la toma 10, donde lo para el director.
Poco después, Jackson se manifiesta en nuestra caseta. Lo primero que sorprende de él es su estatura diminuta, tiene el pelo largo, revuelto y surcado de canas, y una camisa tan arrugada que parece haber dormido una semana con ella. Una taza de té humea en su mano. Los mofletes, la tripa incipiente y una nariz puntiaguda ayudan a conferirle el aspecto de un hobbit. Se sienta en una silla y dice: “Mira, lo que estoy intentando hacer, y esto es deliberado, e imagino que si tomas la novela de El hobbit y ves que es algo diferente… Lo que hay en el fondo de mi cabeza es que dentro de 20 años, mucho después de estos estrenos comerciales de diciembre, cuando todo eso haya desaparecido, le dirás a tus nietos: ‘Empieza con la primera y ve todas seguidas’. Somos muy conscientes de que el sentido último de lo que estamos haciendo ha de encajar en esa serie de seis películas. Hay una especie de construcción, un tono de desarrollo, cosas en los personajes que más o menos te guían hasta lo que ocurre en El señor de los anillos. Esa es nuestra estrategia”. Una carrera contrarreloj para cerrar un círculo que comenzó en 1995, cuando se interesó por el estado de los derechos cinematográficos de las obras de Tolkien. Lleva casi 20 años en la Tierra Media. Es el final del viaje. Y eso exige rodar simultáneamente cabos sueltos de la segunda y tercera entregas. Añadir pedazos. Reescribir. Editar ambas películas a un tiempo. “Son los últimos metros, los más duros, donde las grandes películas se vuelven una prueba de resistencia”, dice Jackson. Y entonces alguien le reclama: “El sol se está yendo”. El ilusionista se levanta para seguir con el rompecabezas.
Siento que voy a formar parte de la historia del cine
Evangeline Lilly, Tauriel
Richard Armitage, el actor que interpreta a Thorin, líder de los enanos, nos contó al día siguiente una anécdota que retrataba esta fiebre del director en la milla definitiva. “Le escribí un e-mail esta mañana con una pregunta sobre algunas líneas que íbamos a rodar”. Le respondió enseguida. Y en el correo de vuelta le contaba que se había levantado a la una para trabajar el guion. “Secretamente”, contó Armitage, “se ha estado poniendo su alarma a la una de la mañana, escribiendo la batalla de los Cinco Ejércitos, y luego yendo al set a rodar durante 12 horas”. El actor iba semivestido de enano. Apenas oía a causa del látex en las orejas. “Tiene contenida la película en su mente”, añadió. “Es una sinfonía en tres actos”.
Jackson conoce la melodía. Pero muchos de los intérpretes confiesan cierto desconcierto con lo que han estado rodando. “Todo el rato tengo que estar preguntándole a Peter: ‘¿Dónde estamos?”, cuenta Ian McKellen de nuevo en nuestra caseta. La secuencia que acaba de rodar, asegura, fue escrita hace tres días. Martin Freeman expresa otra versión de esa confusión: “Ya sentí el The end una vez. Ahora no estoy convencido de que vaya a terminar nunca”. Acaban de concluir su escena juntos. Cuando ruedan, se miran y se dan la réplica. Pero nunca coinciden en la imagen, al menos no en el sentido físico de la palabra. Un asunto de tamaños. Si aparecen en el mismo plano, graban en estancias separadas. Con un auricular para seguir el diálogo. Y un palito con una foto del otro a la altura de la cara. McKellen ha llegado a estar rodeado de tantos palos como enanos. Ha vivido gran parte de este rodaje en una habitación verde, a solas, rodeado de varas con fotos de rostros verrugosos. “Es una experiencia muy extraña, algo alienante, muy desoladora”, dice. El mago se quita trozos de piel falsa que aún le quedan en la mano. Un gorro de lana cubre su cráneo rasurado. Alguien le pregunta cuánto tiempo lleva yendo y viniendo a Nueva Zelanda. “¡Trece años!”, responde. No es el único veterano. “La mayoría de la gente que veis ahí fuera ha estado trabajando en esta película tanto tiempo como yo. Les he visto crecer, les he visto enamorarse, les he visto tener niños, algunos han muerto”, dice. Pero añade que hay cosas irrepetibles. La Comunidad del Anillo, por ejemplo; el grupo formado por Elijah Wood, Viggo Mortensen, Orlando Bloom y el resto; los nueve protagonistas de El señor de los anillos. “Todos sabían que sería probablemente la película más importante de sus carreras. En esta, todo el mundo se lleva muy bien. Pero no creo que haya tatuajes”. Antes de marcharse se descubre el hombro y muestra el suyo. Un nueve escrito en élfico, recuerdo de aquel rodaje.
Bilbo. Según Ian McKellen (Gandalf), los medianos representan "al hombre común que salva el día".
Fuera de nuestra tienda flota una luz crepuscular. Aprovechamos el receso para deambular por la Ciudad del Valle. Nos perdemos entre sus laberintos de piedra. Mientras palpamos un carámbano de plástico que cuelga de una cornisa, un tipo surge de forma sigilosa a nuestra espalda. Peter Jackson. Sigue con un té entre las manos. Lleva las botas de monte embarradas y las perneras remangadas. Sus ojos son de un azul eléctrico. Como al lado un operario golpea el decorado, le pregunto si le da pena que de pronto todo esto se destruya. “Pero sobrevivirá en la película”, responde. Luego le grita al operario: “¡Lo vais a hacer pedazos, eh!”. Y añade como para sí mismo: “Lo van a hacer pedazos… pero eso no ocurrirá mañana”. Tal y como haría un hobbit, tras pronunciar estas palabras, Jackson se esfuma sin hacer ruido. No volvimos a verle. Aún le quedaban siete semanas de rodaje por delante.