ANÁLISIS Los perdedores del tiempo moderno

Andrea Rizzi, El País
La revolución tecnológica y la globalización son probablemente las fuerzas más poderosas entre aquellas que perfilan nuestro tiempo. Ambas brindan extraordinarias oportunidades a la humanidad. Desafortunadamente, en Occidente, son dos agentes que amenazan con erosionar a fondo el hábitat social de las clases medias y bajas. Ergo, involuntarias aliadas de los populismos.


La globalización implica la deslocalización de empleos hacia otros países; y las nuevas tecnologías, la automatización de funciones que antes desempeñaban trabajadores. Obviamente, ambas fuerzas producen riqueza y desarrollo. Pero, a diferencia de la revolución industrial, no está claro que el nuevo salto tecnológico hacia adelante compense los empleos destruidos con otros tantos, y más, nuevos; ni que esa riqueza se reparta con equidad.

De hecho, estas dos fuerzas parecen tender a ensanchar en Occidente la brecha de renta entre la élite de una sociedad y su cuerpo general. A nivel individual, las personas con formación o contactos excelentes extraen cada vez mayor rentabilidad de su conocimiento y redes; los demás sufren la competencia a la baja procedente de otros lares. A nivel empresarial, la ingeniería fiscal global permite a los más hábiles eludir sacrosantas cargas fiscales.

Esta síntesis omite derivadas positivas de esas fuerzas. Pero esboza el perfil del monstruo al que se enfrentan grandes capas de las sociedades europeas. Las que agrupan a los individuos menos formados, especializados, conectados. Los perdedores de nuestro tiempo.

Así como en la Florencia del siglo XIII la clase aristocrática terrateniente perdía inexorablemente peso ante la incipiente burguesía artesana y comerciante, en el Occidente del siglo XXI la élite de los mejor formados y posicionados gana cuota de riqueza y poder ante todos los demás. La cohesión social, también debido a la reducción del Estado de bienestar, se deshilacha. Un importante segmento social anda a la deriva. Y este es un formidable caldo de cultivo para proyectos populistas en Europa. Estos proyectos, por supuesto, también atraen a ciudadanos muy formados, hartos de los manejos ineficientes o indecentes de la clase política tradicional; pero el caladero más explosivo es aquel en el que malvive la legión que no logra asiento digno en el tren de la modernidad.

Aprovechan ese malestar populismos con matices distintos, pero que comparten dialécticas que enfrentan: pueblo contra casta; nacionales contra inmigrantes; Estados contra Bruselas. Esto es la esencia del populismo: levantar a unos contra otros. Mediocridad y corrupción de tantos dirigentes políticos abren paso a todo eso; los desmanes de parte del empresariado echan más gasolina. Crisis y recortes sociales completan el explosivo cuadro.

Algunas sociedades europeas capean mejor que otras estos desafíos. Pero todas se enfrentan al descomunal reto de amortiguar el desgarro que globalización y revolución tecnológica alimentan; de evitar que la pérdida de la cohesión social que ha sido la marca distintiva de Europa se convierta en confrontación social entre perdedores y ganadores. Güelfos y gibelinos del siglo XXI. Hace falta política noble para evitarlo.

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