Los brasileños acuden a las urnas sumidos en el desánimo
São Paulo refleja las abundantes contradicciones de un país que se enfrenta a los comicios abatido por el parón económico y la falta de perspectivas tras 12 años de éxitos
Antonio Jiménez Barca
São Paulo, El País
Hay muchas tardes en las que hay tanta gente en los pasillos de la estación de metro Paulista, en São Paulo, que los viajeros, en los transbordos, avanzan en masa, como en una procesión abarrotada. La policía coloca una cinta para dividir el pasillo en dos y arbitrar el sentido de la marcha. Si no, sería imposible que nadie llegara a casa. Muchos leen mientras caminan, a paso lento, otros juegan al Candy Crush con el iPhone y otros, con auriculares, ven películas o vídeos colocando el móvil a la altura de la frente con las dos manos sin parar de andar. El metro cuesta tres reales (1,25 dólares). En junio de 2013 el gobernador Gerardo Alckmin, del conservador Partido Socialdemócrata de Brasil (PSDB), subió 20 ínfimos centavos la tarifa y la población, harta, con la subida como detonante, salió en bloque a la calle en una oleada de protestas que sacudió el país de arriba abajo.
Dieciséis meses después, toda esa población acude a las urnas este domingo en un ambiente algo sombrío, sin dinero en el bolsillo, chapoteando en una recesión económica y las protestas de entonces reconvertidas en el deseo mayoritario (el 80% de los votantes, según las encuestas) de que la cosa cambie. El problema es que no se sabe muy bien qué es la cosa, ya que los tres candidatos con posibilidades (incluida, paradójicamente, la presidenta Dilma Rousseff, cuyo partido, el PT, lleva 12 años en el poder) se autoproclaman abanderados de ese deseado —y difuso— cambio.
Marina Silva, candidata del Partido Socialista Brasileño (PSB), se califica como ejemplo de la nueva política (aunque militó en el PT más de 25 años), y el senador Aécio Neves, del más conservador PSDB, se ve como alternativa de novedad a pesar de haber sido gobernador del Estado de Minas Gerais. Los sondeos dan como vencedora, tanto en el primer como en el segundo turno, a Rousseff. Los otros dos candidatos aparecen casi empatados y cualquiera de los dos puede pasar a la siguiente ronda, que se disputa el 26 de octubre.
Brasil es un país inmenso, con hechuras de continente. Sólo el Estado de Amazonas es tan grande como España, Italia, Francia y Portugal juntos. Toda esa inmensidad vive ensimismada, algo de espaldas al resto de América. São Paulo, la inabarcable ciudad más grande de la nación, con 11 millones de habitantes, capital del Estado más poblado y lugar clave desde el punto de vista electoral, es un mundo en sí mismo, con millonarios que se desplazan en helicóptero para evitar atascos y drogadictos del crack más barato del mercado que malviven en un gueto céntrico de miserables enloquecidos. Por eso, un viaje en metro con paradas en varios puntos cardinales de la ciudad constituye una radiografía no del todo infiel del país.
Al norte de São Paulo, en la parada de la línea ocho de Lapa, se encuentra la popular calle de Doce de Octubre, llena de tiendas de electrodomésticos y ropa donde, con ese desparpajo tan brasileño, los dependientes colocan los maniquíes femeninos de espaldas para que el público vea cómo sientan al culo los pantalones. La calle es tranquila, concurrida. Pero en São Paulo esta tranquilidad es siempre frágil, inestable. Hace dos semanas, en esta misma Doce de Octubre, una mañana concurrida como esta, un policía, en una inspección rutinaria, mató de un disparo limpio en la cabeza a un vendedor ambulante de CD piratas cuando éste trató de arrebatarle el aerosol de pimienta con el que el agente inmovilizaba a un compañero detenido.
Cerca de donde cayó desplomado el vendedor ambulante se encuentra la tienda de vestidos de Mário Baruck, brasileño de origen serbio. Asegura que sus ventas han descendido este año entre un 20% y un 30%. El dato encaja con las flojas cifras de la acatarrada economía brasileña, que se contrajo durante el primer semestre, con lo que entró en lo que los especialistas denominan recesión técnica.
Los economistas aluden al desplome del consumo interno. Baruck lo explica a su manera: “La gente del barrio ya no tiene tanto dinero para gastar. El año pasado los bancos prestaban más porque el Gobierno lo estimulaba. Pero ya no hay más dinero para gastar”. El comerciante asegura que votará a Neves: “Tenemos que cambiar. Lula mejoró el país, es cierto, aunque se aprovechó de lo que había hecho el anterior presidente, Fernando Henrique Cardoso [PSDB]. Ahora, el proyecto del PT, con tanta corrupción, está agotado”.
Una de sus dependientas, Gabrielle Morais, dice que ella (por la misma razón que su jefe, para que algo cambie) apoyará a Marina Silva, la candidata sorpresa que perforó al principio las encuestas pero que ahora se desinfla día a día. “La inflación ha subido. Y hay que esperar cuatro o seis horas para que te atienda un médico general. Para la consulta de un especialista son tres o cuatro meses. La gente se muere esperando”.
Las protestas de junio de 2013 se desarrollaron, entre otros sitios, en la calle de Maria Antónia, en el centro de la ciudad, en un distrito universitario, lleno de tiendas de libros y papelerías donde, en un esquinazo, tres alumnas de psicología de 18 años se quejan, sobre todo, de la falta de plazas en las universidades públicas y de lo innoblemente abarrotados que van los autobuses.
Cerca, en una tienda de instrumentos musicales, Stefani Camuto, de 20 años, cuenta que cobra 1.080 reales por su trabajo (500 dólares aproximadamente), que votará en blanco, que no se fía de ningún candidato, que espera estudiar en la universidad dentro de algún año y que participó en esas manifestaciones ya casi remotas. “Luchamos por 20 centavos. Y conseguimos lo que nos proponíamos: que no subieran los 20 centavos”, dice con ironía, con una sonrisa amarga.
Durante los últimos 12 años del Gobierno del PT, primero con Lula, desde 2003 a 2010 y después con Rousseff, cerca de 30 millones de personas salieron de la miseria en Brasil y se instalaron en una inestable clase media. Son familias que ganan entre 1.700 y 3.200 reales (663 y 1.339 dólares), que ya pagan impuestos, piden créditos y han contribuido, con sus compras, al despegue de un país de 200 millones de habitantes que entre 2003 y 2010 creció una media de un 4% anual. Pero estos mismos serán los primeros en sufrir y en descolgarse si la economía sigue retrocediendo, si no se reactiva. Es decir, si la tendencia no cambia (para utilizar la palabra de moda).
Es de noche, y Lula, el artífice, según muchos, de esa década prodigiosa, habla a un auditorio fiel, entregado, en un lugar pobre de la interminable periferia sur de São Paulo. El expresidente, con la voz hecha puré después de muchos mítines seguidos, antes de pasar la palabra a Dilma Rousseff, recuerda a los miles de asistentes (familias enteras, grupos de vecinos del barrio, compañeros de las fábricas cercanas) los, a su juicio, logros de las últimas legislaturas. “En 12 años conseguimos mejorar la vida del pobre, que sólo comía pollo, que nunca soñó con viajar en avión”, proclama.
Un obrero metalúrgico del sindicato de 55 años asiente. Luego dice: “Él, Lula, venía a las fábricas de aquí a decirnos cuándo teníamos que hacer huelga, cuándo teníamos que protestar. Voto por él porque le conozco”. Y añade: “No ha cambiado: sigue siendo el mismo”.
Termina el mitin. La gente se dispersa por las calles mal iluminadas, mal asfaltadas. La parada de metro más cercana, Campo Limpo, pilla muy lejos. La gente canta, grita en apoyo a Dilma y a Lula, enarbola las banderas rojas del PT. De repente, un helicóptero se eleva por detrás de un edificio lejano. Alguien asegura que en él viaja la presienta Dilma Rousseff. Una mujer negra, enfundada en un chándal de licra muy estrecho, lanza un beso al aire:
—“¡Dilma, Gracias!, ¡Dilma, gracias!”.
Su acompañante mira a la mujer, luego al helicóptero que se pierde en la noche, luego a la ciudad oscura que le envuelve y grita a su vez:
—“¡Dilma, baja y monta en autobús!”.
Antonio Jiménez Barca
São Paulo, El País
Hay muchas tardes en las que hay tanta gente en los pasillos de la estación de metro Paulista, en São Paulo, que los viajeros, en los transbordos, avanzan en masa, como en una procesión abarrotada. La policía coloca una cinta para dividir el pasillo en dos y arbitrar el sentido de la marcha. Si no, sería imposible que nadie llegara a casa. Muchos leen mientras caminan, a paso lento, otros juegan al Candy Crush con el iPhone y otros, con auriculares, ven películas o vídeos colocando el móvil a la altura de la frente con las dos manos sin parar de andar. El metro cuesta tres reales (1,25 dólares). En junio de 2013 el gobernador Gerardo Alckmin, del conservador Partido Socialdemócrata de Brasil (PSDB), subió 20 ínfimos centavos la tarifa y la población, harta, con la subida como detonante, salió en bloque a la calle en una oleada de protestas que sacudió el país de arriba abajo.
Dieciséis meses después, toda esa población acude a las urnas este domingo en un ambiente algo sombrío, sin dinero en el bolsillo, chapoteando en una recesión económica y las protestas de entonces reconvertidas en el deseo mayoritario (el 80% de los votantes, según las encuestas) de que la cosa cambie. El problema es que no se sabe muy bien qué es la cosa, ya que los tres candidatos con posibilidades (incluida, paradójicamente, la presidenta Dilma Rousseff, cuyo partido, el PT, lleva 12 años en el poder) se autoproclaman abanderados de ese deseado —y difuso— cambio.
Marina Silva, candidata del Partido Socialista Brasileño (PSB), se califica como ejemplo de la nueva política (aunque militó en el PT más de 25 años), y el senador Aécio Neves, del más conservador PSDB, se ve como alternativa de novedad a pesar de haber sido gobernador del Estado de Minas Gerais. Los sondeos dan como vencedora, tanto en el primer como en el segundo turno, a Rousseff. Los otros dos candidatos aparecen casi empatados y cualquiera de los dos puede pasar a la siguiente ronda, que se disputa el 26 de octubre.
Brasil es un país inmenso, con hechuras de continente. Sólo el Estado de Amazonas es tan grande como España, Italia, Francia y Portugal juntos. Toda esa inmensidad vive ensimismada, algo de espaldas al resto de América. São Paulo, la inabarcable ciudad más grande de la nación, con 11 millones de habitantes, capital del Estado más poblado y lugar clave desde el punto de vista electoral, es un mundo en sí mismo, con millonarios que se desplazan en helicóptero para evitar atascos y drogadictos del crack más barato del mercado que malviven en un gueto céntrico de miserables enloquecidos. Por eso, un viaje en metro con paradas en varios puntos cardinales de la ciudad constituye una radiografía no del todo infiel del país.
Al norte de São Paulo, en la parada de la línea ocho de Lapa, se encuentra la popular calle de Doce de Octubre, llena de tiendas de electrodomésticos y ropa donde, con ese desparpajo tan brasileño, los dependientes colocan los maniquíes femeninos de espaldas para que el público vea cómo sientan al culo los pantalones. La calle es tranquila, concurrida. Pero en São Paulo esta tranquilidad es siempre frágil, inestable. Hace dos semanas, en esta misma Doce de Octubre, una mañana concurrida como esta, un policía, en una inspección rutinaria, mató de un disparo limpio en la cabeza a un vendedor ambulante de CD piratas cuando éste trató de arrebatarle el aerosol de pimienta con el que el agente inmovilizaba a un compañero detenido.
Cerca de donde cayó desplomado el vendedor ambulante se encuentra la tienda de vestidos de Mário Baruck, brasileño de origen serbio. Asegura que sus ventas han descendido este año entre un 20% y un 30%. El dato encaja con las flojas cifras de la acatarrada economía brasileña, que se contrajo durante el primer semestre, con lo que entró en lo que los especialistas denominan recesión técnica.
Los economistas aluden al desplome del consumo interno. Baruck lo explica a su manera: “La gente del barrio ya no tiene tanto dinero para gastar. El año pasado los bancos prestaban más porque el Gobierno lo estimulaba. Pero ya no hay más dinero para gastar”. El comerciante asegura que votará a Neves: “Tenemos que cambiar. Lula mejoró el país, es cierto, aunque se aprovechó de lo que había hecho el anterior presidente, Fernando Henrique Cardoso [PSDB]. Ahora, el proyecto del PT, con tanta corrupción, está agotado”.
Una de sus dependientas, Gabrielle Morais, dice que ella (por la misma razón que su jefe, para que algo cambie) apoyará a Marina Silva, la candidata sorpresa que perforó al principio las encuestas pero que ahora se desinfla día a día. “La inflación ha subido. Y hay que esperar cuatro o seis horas para que te atienda un médico general. Para la consulta de un especialista son tres o cuatro meses. La gente se muere esperando”.
Las protestas de junio de 2013 se desarrollaron, entre otros sitios, en la calle de Maria Antónia, en el centro de la ciudad, en un distrito universitario, lleno de tiendas de libros y papelerías donde, en un esquinazo, tres alumnas de psicología de 18 años se quejan, sobre todo, de la falta de plazas en las universidades públicas y de lo innoblemente abarrotados que van los autobuses.
Cerca, en una tienda de instrumentos musicales, Stefani Camuto, de 20 años, cuenta que cobra 1.080 reales por su trabajo (500 dólares aproximadamente), que votará en blanco, que no se fía de ningún candidato, que espera estudiar en la universidad dentro de algún año y que participó en esas manifestaciones ya casi remotas. “Luchamos por 20 centavos. Y conseguimos lo que nos proponíamos: que no subieran los 20 centavos”, dice con ironía, con una sonrisa amarga.
Durante los últimos 12 años del Gobierno del PT, primero con Lula, desde 2003 a 2010 y después con Rousseff, cerca de 30 millones de personas salieron de la miseria en Brasil y se instalaron en una inestable clase media. Son familias que ganan entre 1.700 y 3.200 reales (663 y 1.339 dólares), que ya pagan impuestos, piden créditos y han contribuido, con sus compras, al despegue de un país de 200 millones de habitantes que entre 2003 y 2010 creció una media de un 4% anual. Pero estos mismos serán los primeros en sufrir y en descolgarse si la economía sigue retrocediendo, si no se reactiva. Es decir, si la tendencia no cambia (para utilizar la palabra de moda).
Es de noche, y Lula, el artífice, según muchos, de esa década prodigiosa, habla a un auditorio fiel, entregado, en un lugar pobre de la interminable periferia sur de São Paulo. El expresidente, con la voz hecha puré después de muchos mítines seguidos, antes de pasar la palabra a Dilma Rousseff, recuerda a los miles de asistentes (familias enteras, grupos de vecinos del barrio, compañeros de las fábricas cercanas) los, a su juicio, logros de las últimas legislaturas. “En 12 años conseguimos mejorar la vida del pobre, que sólo comía pollo, que nunca soñó con viajar en avión”, proclama.
Un obrero metalúrgico del sindicato de 55 años asiente. Luego dice: “Él, Lula, venía a las fábricas de aquí a decirnos cuándo teníamos que hacer huelga, cuándo teníamos que protestar. Voto por él porque le conozco”. Y añade: “No ha cambiado: sigue siendo el mismo”.
Termina el mitin. La gente se dispersa por las calles mal iluminadas, mal asfaltadas. La parada de metro más cercana, Campo Limpo, pilla muy lejos. La gente canta, grita en apoyo a Dilma y a Lula, enarbola las banderas rojas del PT. De repente, un helicóptero se eleva por detrás de un edificio lejano. Alguien asegura que en él viaja la presienta Dilma Rousseff. Una mujer negra, enfundada en un chándal de licra muy estrecho, lanza un beso al aire:
—“¡Dilma, Gracias!, ¡Dilma, gracias!”.
Su acompañante mira a la mujer, luego al helicóptero que se pierde en la noche, luego a la ciudad oscura que le envuelve y grita a su vez:
—“¡Dilma, baja y monta en autobús!”.