Francisco trata de abrir la Iglesia a las nuevas formas de familia
Los conservadores se opondrán en el Sínodo a la readmisión de los divorciados vueltos a casar
Pablo Ordaz
Roma, El País
Ya hay un alto prelado en la cárcel por blanqueo de dinero y un arzobispo en arresto domiciliario por abuso de menores. El papa Francisco no ha ido todavía ni a Milán ni a Lourdes ni a Madrid, pero sí a Corea, a Albania y a la isla de Lampedusa, lugares donde ni el catolicismo ni la vida misma han navegado nunca con el viento a favor. La agenda que se marcó Jorge Mario Bergoglio cuando, según sus propias palabras, llegó al Vaticano “desde el fin del mundo” se va cumpliendo. Un plan de transparencia para el dinero del IOR (el Instituto para las Obras de Religión), tolerancia cero con los pederastas y un viaje continuo hacia las periferias del mundo. La siguiente etapa, que empieza hoy con el Sínodo sobre la Familia, es tal vez más difícil aún, porque consiste en abrir las puertas de la Iglesia a quienes se fueron alejando por azares de la vida –divorciados vueltos a casar— o a quienes siempre las encontraron cerradas –parejas de hecho, nuevas familias surgidas de relaciones rotas, hijos adoptados por parejas del mismo sexo--. Y es precisamente aquí, en las distancias cortas entre el dogma y la tradición, donde un papa como Francisco se la juega.
No en vano está siendo ahora cuando los sectores más retrógrados de la Iglesia –aquellos que siempre han visto a Francisco con recelo, pero no lo habían expresado todavía por temor a ser arrollados por su liderazgo— están saliendo a la luz. El ejemplo más claro es el libro que el cardenal alemán Gerhard Müller, el poderoso prefecto para la Congregación para la Doctrina de la Fe, y otros cuatro purpurados –un estadounidense, otro alemán y dos italianos— han publicado en paralelo al Sínodo de la Familia y en el que se oponen frontalmente a que los divorciados vueltos a casar puedan regresar a los sacramentos o a que, en determinados casos de fracaso matrimonial, los procedimientos de nulidad se aceleren y simplifiquen. “Está en juego la ley divina”, sostienen los autores del libro, “porque la indisolubilidad del matrimonio es una ley proclamada directamente por Jesús y confirmada muchas veces por la Iglesia. El matrimonio solo puede ser disuelto por la muerte”.
Müller, actual jefe del antiguo Santo Oficio, el mismo cargo que ejerció Joseph Ratzinger hasta que sustituyó a Juan Pablo II, tiene enfrente nada más y nada menos que al propio Jorge Mario Bergoglio, al cardenal de su confianza Walter Kasper –“todo pecado puede ser perdonado, también el divorcio”—y al cardenal Lorenzo Baldisseri, que será precisamente el secretario del Sínodo sobre la Familia. Baldisseri, como buen italiano, prefiere mediar entre las partes antes de que la sangre llegue al río, pero no por ello esconde su opinión ni la del Papa: “Las cosas no son estáticas, caminamos a través de la historia, y la religión cristiana es historia, no ideología. El contexto actual de la familia es diferente al de hace 30 años, a los tiempos en que se publicó la Familiaris consortio [la exhortación apostólica de Juan Pablo II]. Si negamos esto, nos quedamos anclados 2.000 años atrás. El Papa quiere abrir la Iglesia. Hay una puerta que hasta ahora ha estado cerrada y Francisco quiere que se abra”.
Más claro, agua. Tan claro que, de pronto, como si tocaran a rebato, los cancerberos de la tradición están despertando. La última aparición ha sido la del cardenal esloveno Franc Rodé, antiguo prefecto de la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada, que ha puesto a Bergoglio de vuelta y media: “Sin duda, el Papa es un genio de la comunicación. Tiene a su favor que parece simpático. Pero sus opiniones relativas al capitalismo y a la justicia social son excesivamente de izquierdas. Se ve que está marcado por el ambiente del que viene. En América del Sur hay grandes diferencias sociales y cada día se producen allí grandes debates sobre esa cuestión. Pero esta gente habla mucho y resuelve poco”. No se trata solo del desahogo aislado de un cardenal al que, a los 80 años, le están cambiando el decorado, sino que refleja el sentir contrario a las reformas de un sector que, aunque minoritario, sigue existiendo dentro del Vaticano y permanece alerta, ojo avizor. Tanto que aquellas conspiraciones que amargaron los últimos días del pontificado de Benedicto XVI están volviendo a surgir: informes secretos, filtraciones interesadas con muy mala uva, acusaciones con más o menos fundamento que tratan de desprestigiar a los más cercanos colaboradores de Francisco, incluido el cardenal australiano George Pell, actual prefecto de la Secretaría de Economía de la Santa Sede. Está por ver si se trata de los últimos coletazos de una época terrible para el Vaticano –aquel caso Vatileaks que se cerró, tal vez en falso, con la detención del mayordomo de Ratzinger— o del principio de las hostilidades contra Bergoglio.
Pablo Ordaz
Roma, El País
Ya hay un alto prelado en la cárcel por blanqueo de dinero y un arzobispo en arresto domiciliario por abuso de menores. El papa Francisco no ha ido todavía ni a Milán ni a Lourdes ni a Madrid, pero sí a Corea, a Albania y a la isla de Lampedusa, lugares donde ni el catolicismo ni la vida misma han navegado nunca con el viento a favor. La agenda que se marcó Jorge Mario Bergoglio cuando, según sus propias palabras, llegó al Vaticano “desde el fin del mundo” se va cumpliendo. Un plan de transparencia para el dinero del IOR (el Instituto para las Obras de Religión), tolerancia cero con los pederastas y un viaje continuo hacia las periferias del mundo. La siguiente etapa, que empieza hoy con el Sínodo sobre la Familia, es tal vez más difícil aún, porque consiste en abrir las puertas de la Iglesia a quienes se fueron alejando por azares de la vida –divorciados vueltos a casar— o a quienes siempre las encontraron cerradas –parejas de hecho, nuevas familias surgidas de relaciones rotas, hijos adoptados por parejas del mismo sexo--. Y es precisamente aquí, en las distancias cortas entre el dogma y la tradición, donde un papa como Francisco se la juega.
No en vano está siendo ahora cuando los sectores más retrógrados de la Iglesia –aquellos que siempre han visto a Francisco con recelo, pero no lo habían expresado todavía por temor a ser arrollados por su liderazgo— están saliendo a la luz. El ejemplo más claro es el libro que el cardenal alemán Gerhard Müller, el poderoso prefecto para la Congregación para la Doctrina de la Fe, y otros cuatro purpurados –un estadounidense, otro alemán y dos italianos— han publicado en paralelo al Sínodo de la Familia y en el que se oponen frontalmente a que los divorciados vueltos a casar puedan regresar a los sacramentos o a que, en determinados casos de fracaso matrimonial, los procedimientos de nulidad se aceleren y simplifiquen. “Está en juego la ley divina”, sostienen los autores del libro, “porque la indisolubilidad del matrimonio es una ley proclamada directamente por Jesús y confirmada muchas veces por la Iglesia. El matrimonio solo puede ser disuelto por la muerte”.
Müller, actual jefe del antiguo Santo Oficio, el mismo cargo que ejerció Joseph Ratzinger hasta que sustituyó a Juan Pablo II, tiene enfrente nada más y nada menos que al propio Jorge Mario Bergoglio, al cardenal de su confianza Walter Kasper –“todo pecado puede ser perdonado, también el divorcio”—y al cardenal Lorenzo Baldisseri, que será precisamente el secretario del Sínodo sobre la Familia. Baldisseri, como buen italiano, prefiere mediar entre las partes antes de que la sangre llegue al río, pero no por ello esconde su opinión ni la del Papa: “Las cosas no son estáticas, caminamos a través de la historia, y la religión cristiana es historia, no ideología. El contexto actual de la familia es diferente al de hace 30 años, a los tiempos en que se publicó la Familiaris consortio [la exhortación apostólica de Juan Pablo II]. Si negamos esto, nos quedamos anclados 2.000 años atrás. El Papa quiere abrir la Iglesia. Hay una puerta que hasta ahora ha estado cerrada y Francisco quiere que se abra”.
Más claro, agua. Tan claro que, de pronto, como si tocaran a rebato, los cancerberos de la tradición están despertando. La última aparición ha sido la del cardenal esloveno Franc Rodé, antiguo prefecto de la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada, que ha puesto a Bergoglio de vuelta y media: “Sin duda, el Papa es un genio de la comunicación. Tiene a su favor que parece simpático. Pero sus opiniones relativas al capitalismo y a la justicia social son excesivamente de izquierdas. Se ve que está marcado por el ambiente del que viene. En América del Sur hay grandes diferencias sociales y cada día se producen allí grandes debates sobre esa cuestión. Pero esta gente habla mucho y resuelve poco”. No se trata solo del desahogo aislado de un cardenal al que, a los 80 años, le están cambiando el decorado, sino que refleja el sentir contrario a las reformas de un sector que, aunque minoritario, sigue existiendo dentro del Vaticano y permanece alerta, ojo avizor. Tanto que aquellas conspiraciones que amargaron los últimos días del pontificado de Benedicto XVI están volviendo a surgir: informes secretos, filtraciones interesadas con muy mala uva, acusaciones con más o menos fundamento que tratan de desprestigiar a los más cercanos colaboradores de Francisco, incluido el cardenal australiano George Pell, actual prefecto de la Secretaría de Economía de la Santa Sede. Está por ver si se trata de los últimos coletazos de una época terrible para el Vaticano –aquel caso Vatileaks que se cerró, tal vez en falso, con la detención del mayordomo de Ratzinger— o del principio de las hostilidades contra Bergoglio.