El papa Francisco: “Dios no tiene miedo a las novedades”
Jorge Mario Bergoglio reafirma su voluntad de apertura en la beatificación de Pablo VI
Pablo Ordaz
Roma, El País
En la plaza de San Pedro, bajo el sol de octubre –tal vez el mes más hermoso de Roma—y ante un gran retrato de Pablo VI, que este domingo fue proclamado beato, el papa Francisco se acercó a Benedicto XVI y le estrechó las manos, intercambiaron sonrisas, dieron fe pública de su complicidad. No fue –nada lo es en el Vaticano—un simple gesto. Son algunas las voces que indican que, durante esta última semana, cuando el Sínodo de los Obispos se dividía ante la apertura de Jorge Mario Bergoglio a las nuevas familias y a los homosexuales, algunos de los cardenales conservadores enviaron recado a Joseph Ratzinger para que apoyase sus teorías. La respuesta no dejó lugar a interpretaciones: “El Papa es Francisco”. Un Papa que, aún propiciando un debate abierto sobre las cuestiones más delicadas de la Iglesia, tampoco se priva de poner a Dios por testigo de su línea: “¡Él no tiene miedo a las novedades! Por eso, continuamente nos sorprende, mostrándonos y llevándonos por caminos imprevistos”.
Sea obra del Altísimo o una simple jugada del destino, lo cierto es que los 191 padres sinodales se llevan de regreso un documento de trabajo –eso y no otra cosa son las conclusiones del Sínodo sobre la familia— que supone un verdadero cortafuegos con el pasado. Porque, con independencia de lo que la Iglesia determine en un futuro próximo sobre la comunión a los divorciados vueltos a casar, las parejas de hecho o la manera de integrar a los gais en la comunidad cristiana, lo que sí certifica el llamado Relatio Synodi es un cambio radical de mirada y de lenguaje. Si, por poner un ejemplo, el obispo de Alcalá de Henares, Juan Antonio Reig Pla, vuelve a sentir la tentación el próximo domingo de arremeter desde el púlpito contra los gais, se estará situando muy lejos del lenguaje utilizado por el Sínodo, que –muy al contrario de sus teorías—sostiene que “los homosexuales tienen dones y cualidades que ofrecer a la comunidad cristiana”.
Durante la ceremonia de beatificación de Pablo VI, un papa muy difícil de encuadrar en una sola fotografía, conocido por su oposición al preservativo y a la píldora anticonceptiva, pero también por tender puentes con otras religiones y por proclamar que la mejor forma de buscar la paz es trabajar por la justicia, Jorge Mario Bergoglio se reafirmó en la bandera que enarboló nada más llegar a la silla de Pedro: “La Iglesia está llamada a hacerse cargo, con premura, de las heridas abiertas y a devolver la esperanza a tantas personas que la han perdido”. Por ello, en su discurso del viernes ante unos padres sinodales que ejercieron su inesperada libertad de opinión hasta casi la trifulca, censuró por igual a quienes desde posiciones tradicionalistas siguen atados a las piedras de la ley “sin dejarse sorprender por Dios”, como a quienes, bajo la etiqueta de “progresistas”, practican una “misericordia engañosa que lleva a vendar las heridas antes de curarlas”.
La diferencia, no obstante, entre aquel Papa recién llegado que hablaba de viajar a las periferias, espirituales y humanas del mundo, a este de ahora es mucho más que de año y medio. El Sínodo, además de para confirmar una hoja de ruta hacia la tolerancia, ha servido para dejar constancia de que Jorge Mario Bergoglio va cumpliendo lo que dice. Después de ordenar la limpieza de las finanzas vaticanas, de dejar muy claro con hechos que los pederastas y sus cómplices serán perseguidos, ahora trata de acompasar la doctrina de la Iglesia a un mundo en dificultades. Ninguno de esos objetivos, son fáciles, y de hecho muchos creyeron que sería imposible sin romper la Iglesia. Su abrazo con Benedicto XVI bajo la mirada controvertida e histórica de Pablo VI viene a confirmar aquella respuesta sencilla a quien le preguntó, al regreso de Río de Janeiro, si se sentía cómodo con la presencia de otro Papa en el Vaticano: “¡Claro! Es como tener al abuelo en casa”. Un abuelo que, desde la vejez de su retiro, ha recordado a algunos cardenales levantiscos que Roma, bajo el sol de octubre, no paga traidores.
Pablo Ordaz
Roma, El País
En la plaza de San Pedro, bajo el sol de octubre –tal vez el mes más hermoso de Roma—y ante un gran retrato de Pablo VI, que este domingo fue proclamado beato, el papa Francisco se acercó a Benedicto XVI y le estrechó las manos, intercambiaron sonrisas, dieron fe pública de su complicidad. No fue –nada lo es en el Vaticano—un simple gesto. Son algunas las voces que indican que, durante esta última semana, cuando el Sínodo de los Obispos se dividía ante la apertura de Jorge Mario Bergoglio a las nuevas familias y a los homosexuales, algunos de los cardenales conservadores enviaron recado a Joseph Ratzinger para que apoyase sus teorías. La respuesta no dejó lugar a interpretaciones: “El Papa es Francisco”. Un Papa que, aún propiciando un debate abierto sobre las cuestiones más delicadas de la Iglesia, tampoco se priva de poner a Dios por testigo de su línea: “¡Él no tiene miedo a las novedades! Por eso, continuamente nos sorprende, mostrándonos y llevándonos por caminos imprevistos”.
Sea obra del Altísimo o una simple jugada del destino, lo cierto es que los 191 padres sinodales se llevan de regreso un documento de trabajo –eso y no otra cosa son las conclusiones del Sínodo sobre la familia— que supone un verdadero cortafuegos con el pasado. Porque, con independencia de lo que la Iglesia determine en un futuro próximo sobre la comunión a los divorciados vueltos a casar, las parejas de hecho o la manera de integrar a los gais en la comunidad cristiana, lo que sí certifica el llamado Relatio Synodi es un cambio radical de mirada y de lenguaje. Si, por poner un ejemplo, el obispo de Alcalá de Henares, Juan Antonio Reig Pla, vuelve a sentir la tentación el próximo domingo de arremeter desde el púlpito contra los gais, se estará situando muy lejos del lenguaje utilizado por el Sínodo, que –muy al contrario de sus teorías—sostiene que “los homosexuales tienen dones y cualidades que ofrecer a la comunidad cristiana”.
Durante la ceremonia de beatificación de Pablo VI, un papa muy difícil de encuadrar en una sola fotografía, conocido por su oposición al preservativo y a la píldora anticonceptiva, pero también por tender puentes con otras religiones y por proclamar que la mejor forma de buscar la paz es trabajar por la justicia, Jorge Mario Bergoglio se reafirmó en la bandera que enarboló nada más llegar a la silla de Pedro: “La Iglesia está llamada a hacerse cargo, con premura, de las heridas abiertas y a devolver la esperanza a tantas personas que la han perdido”. Por ello, en su discurso del viernes ante unos padres sinodales que ejercieron su inesperada libertad de opinión hasta casi la trifulca, censuró por igual a quienes desde posiciones tradicionalistas siguen atados a las piedras de la ley “sin dejarse sorprender por Dios”, como a quienes, bajo la etiqueta de “progresistas”, practican una “misericordia engañosa que lleva a vendar las heridas antes de curarlas”.
La diferencia, no obstante, entre aquel Papa recién llegado que hablaba de viajar a las periferias, espirituales y humanas del mundo, a este de ahora es mucho más que de año y medio. El Sínodo, además de para confirmar una hoja de ruta hacia la tolerancia, ha servido para dejar constancia de que Jorge Mario Bergoglio va cumpliendo lo que dice. Después de ordenar la limpieza de las finanzas vaticanas, de dejar muy claro con hechos que los pederastas y sus cómplices serán perseguidos, ahora trata de acompasar la doctrina de la Iglesia a un mundo en dificultades. Ninguno de esos objetivos, son fáciles, y de hecho muchos creyeron que sería imposible sin romper la Iglesia. Su abrazo con Benedicto XVI bajo la mirada controvertida e histórica de Pablo VI viene a confirmar aquella respuesta sencilla a quien le preguntó, al regreso de Río de Janeiro, si se sentía cómodo con la presencia de otro Papa en el Vaticano: “¡Claro! Es como tener al abuelo en casa”. Un abuelo que, desde la vejez de su retiro, ha recordado a algunos cardenales levantiscos que Roma, bajo el sol de octubre, no paga traidores.