El Ejército mexicano detiene a ocho militares por la matanza de Tlatlaya
Hasta su puesta a disposición judicial, el Gobierno sostenía que las muertes habían ocurrido durante un enfrentamiento
Jan Martínez Ahrens
México, El País
La matanza de Tlatlaya, en la que el Ejército mató a 22 supuestos narcos, dio ayer un giro radical. Un teniente y siete soldados implicados en la salvaje operación al sur del Estado de México fueron detenidos e ingresaron en prisión militar bajo los cargos de desobediencia e infracciones al deber. Aunque el desenlace judicial es aún incierto, el golpe de autoridad, el más sonado en filas castrenses durante el mandato de Enrique Peña Nieto, llega cuando el caso amenazaba con convertirse en un problema político de primera magnitud. Durante dos meses, el Ejército se ha enrocado en una endeble versión exculpatoria. Ni ha facilitado identidades de los fallecidos ni explicado qué hacían de madrugada las tropas en aquel recóndito lugar. Tampoco cómo fue posible que muriesen todos los supuestos narcos, sin que quedase vivo ninguno, ni cómo se logró que no hubiese ninguna baja militar. El malestar por estas lagunas, exacerbado por el silencio castrense, alcanzó su cénit hace una semana cuando una testigo presencial aseguró que los soldados habían conseguido capturar a sus oponentes y que luego, tras interrogarles, los mataron a sangre fría, uno a uno. Sólo sobrevivieron tres mujeres, que dijeron haber sido secuestradas.
Este testimonio actuó de espoleta en un ambiente ya caldeado. Las asociaciones de derechos humanos internacionales, que recientemente han pedido a la Corte Penal de La Haya que investigue los desmanes de la guerra contra el narco durante la presidencia de Felipe Calderón (2006-2012), calificaron lo ocurrido de “masacre”. La onda expansiva se hizo sentir en Estados Unidos, donde el Departamento de Estado en una indisimulada advertencia recordó a México la necesidad de una investigación “fáctica y creíble” a cargo de autoridades civiles. Ante estas presiones, la Secretaría de Defensa Nacional rompió el viernes pasado su silencio para ofrecer su colaboración “irrestricta” en el esclarecimiento de los hechos. El segundo paso lo dio ayer por la mañana al ingresar a los soldados a una prisión militar y ponerlos a disposición de un juzgado castrense. “Estas acciones las realiza la Procuraduría General de Justicia Militar, por su presunta responsabilidad en la comisión de los delitos en contra de la disciplina militar, desobediencia e infracción de deberes en el caso del oficial, e infracción de deberes en el caso del personal de tropa”, afirma el comunicado de Defensa Nacional.
Esta purga tiene pocos precedentes en el Ejército. Inmersos en un feroz combate contra el crimen, los militares mexicanos se han movido habitualmente por cauces alejados de los controles civiles y nunca han tenido a gala responder a las acusaciones de guerra sucia. El repentino cambio no es ajeno a que el propio presidente Peña Nieto señaló el lunes en Nueva York que el caso sería investigado por la Procuraduría General del Estado, un organismo civil y sometido a los designios del poder ejecutivo. Ante la inminente llegada de los fiscales, la Secretaria de Defensa se ha aprestado a actuar.
La versión ofrecida por los detenidos no ha trascendido. Hasta su puesta a disposición judicial, el Ejército sostenía que las muertes se habían registrado durante un enfrentamiento. En este primer relato, de 273 palabras, se afirmaba que un convoy militar que inspeccionaba el terreno se había topado por casualidad con una bodega custodiada por “personal armado” y que este, al ver a los soldados, empezó a disparar. El resultado fueron 22 “supuestos agresores” muertos y un militar herido sin gravedad.
La declaración de la superviviente hizo tambalear esta versión. La mujer es madre de una adolescente muerta en Tlatlaya. La chica tenía 15 años y se llamaba Érika. La testigo contó que sobre las diez de la noche del domingo 29 de junio llegó a la bodega donde estaba su hija. Era un refugio del sanguinario cartel de La Familia. A eso de las tres de la madrugada, hizo acto de presencia un convoy militar y empezó el tiroteo. Tras media hora de refriega, siempre según esta versión, los sitiados se rindieron. En el enfrentamiento perdió la vida un supuesto narco. Otro quedó herido, así como Érika. Tras entregar las armas, empezaron los interrogatorios. Este es el relato de la superviviente: “Ellos [los soldados] decían que se rindieran, y los muchachos pedían que les perdonaran la vida. ‘Con que muy machitos, hijos de su puta madre. Con que muy machitos’. Así les decían los militares, cuando ellos salieron. Todos salieron y se rindieron (…). Entonces les preguntaron cómo se llamaban, y los herían, no los mataban. Yo decía que no lo hicieran, que no lo hicieran, y ellos decían: ‘Esos perros no merecen vivir’ (…) Luego los paraban así en hilera y los mataban (…) Se escuchaban los quejidos, los lamentos”.
Posteriormente, los dos heridos, incluida la chica, fueron asesinados, siempre según esta reconstrucción. “La mataron ahí mismo, y también al muchacho que estaba al lado de ella”, afirma la superviviente. Esta salió viva junto a otras dos mujeres que dijeron haber sido secuestradas. La testigo pasó una semana detenida en manos del ministerio público. Sostiene que fue coaccionada para que vinculara a los fallecidos con organizaciones criminales.
El caso de Tlatlaya arroja luz sobre espinoso papel de las fuerzas armadas en la guerra contra el narco. Entre 30.000 y 40.000 militares están movilizados en estas tareas. Y su actividad tiene efectos peligrosos. “Las Fuerzas Armadas no se limitan únicamente a actuar como apoyo a las autoridades civiles y a aceptar sus órdenes, sino a realizar tareas que corresponden exclusivamente a las autoridades civiles”, ha señalado la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, un organismo estatal mexicano. En esta línea, el propio relator especial de la ONU sobre Ejecuciones Extrajudiciales, Christof Heyns, ha alertado de los excesos de la “represión militar” y de la falta de una “rendición de cuentas por los atropellos cometidos”.
Jan Martínez Ahrens
México, El País
La matanza de Tlatlaya, en la que el Ejército mató a 22 supuestos narcos, dio ayer un giro radical. Un teniente y siete soldados implicados en la salvaje operación al sur del Estado de México fueron detenidos e ingresaron en prisión militar bajo los cargos de desobediencia e infracciones al deber. Aunque el desenlace judicial es aún incierto, el golpe de autoridad, el más sonado en filas castrenses durante el mandato de Enrique Peña Nieto, llega cuando el caso amenazaba con convertirse en un problema político de primera magnitud. Durante dos meses, el Ejército se ha enrocado en una endeble versión exculpatoria. Ni ha facilitado identidades de los fallecidos ni explicado qué hacían de madrugada las tropas en aquel recóndito lugar. Tampoco cómo fue posible que muriesen todos los supuestos narcos, sin que quedase vivo ninguno, ni cómo se logró que no hubiese ninguna baja militar. El malestar por estas lagunas, exacerbado por el silencio castrense, alcanzó su cénit hace una semana cuando una testigo presencial aseguró que los soldados habían conseguido capturar a sus oponentes y que luego, tras interrogarles, los mataron a sangre fría, uno a uno. Sólo sobrevivieron tres mujeres, que dijeron haber sido secuestradas.
Este testimonio actuó de espoleta en un ambiente ya caldeado. Las asociaciones de derechos humanos internacionales, que recientemente han pedido a la Corte Penal de La Haya que investigue los desmanes de la guerra contra el narco durante la presidencia de Felipe Calderón (2006-2012), calificaron lo ocurrido de “masacre”. La onda expansiva se hizo sentir en Estados Unidos, donde el Departamento de Estado en una indisimulada advertencia recordó a México la necesidad de una investigación “fáctica y creíble” a cargo de autoridades civiles. Ante estas presiones, la Secretaría de Defensa Nacional rompió el viernes pasado su silencio para ofrecer su colaboración “irrestricta” en el esclarecimiento de los hechos. El segundo paso lo dio ayer por la mañana al ingresar a los soldados a una prisión militar y ponerlos a disposición de un juzgado castrense. “Estas acciones las realiza la Procuraduría General de Justicia Militar, por su presunta responsabilidad en la comisión de los delitos en contra de la disciplina militar, desobediencia e infracción de deberes en el caso del oficial, e infracción de deberes en el caso del personal de tropa”, afirma el comunicado de Defensa Nacional.
Esta purga tiene pocos precedentes en el Ejército. Inmersos en un feroz combate contra el crimen, los militares mexicanos se han movido habitualmente por cauces alejados de los controles civiles y nunca han tenido a gala responder a las acusaciones de guerra sucia. El repentino cambio no es ajeno a que el propio presidente Peña Nieto señaló el lunes en Nueva York que el caso sería investigado por la Procuraduría General del Estado, un organismo civil y sometido a los designios del poder ejecutivo. Ante la inminente llegada de los fiscales, la Secretaria de Defensa se ha aprestado a actuar.
La versión ofrecida por los detenidos no ha trascendido. Hasta su puesta a disposición judicial, el Ejército sostenía que las muertes se habían registrado durante un enfrentamiento. En este primer relato, de 273 palabras, se afirmaba que un convoy militar que inspeccionaba el terreno se había topado por casualidad con una bodega custodiada por “personal armado” y que este, al ver a los soldados, empezó a disparar. El resultado fueron 22 “supuestos agresores” muertos y un militar herido sin gravedad.
La declaración de la superviviente hizo tambalear esta versión. La mujer es madre de una adolescente muerta en Tlatlaya. La chica tenía 15 años y se llamaba Érika. La testigo contó que sobre las diez de la noche del domingo 29 de junio llegó a la bodega donde estaba su hija. Era un refugio del sanguinario cartel de La Familia. A eso de las tres de la madrugada, hizo acto de presencia un convoy militar y empezó el tiroteo. Tras media hora de refriega, siempre según esta versión, los sitiados se rindieron. En el enfrentamiento perdió la vida un supuesto narco. Otro quedó herido, así como Érika. Tras entregar las armas, empezaron los interrogatorios. Este es el relato de la superviviente: “Ellos [los soldados] decían que se rindieran, y los muchachos pedían que les perdonaran la vida. ‘Con que muy machitos, hijos de su puta madre. Con que muy machitos’. Así les decían los militares, cuando ellos salieron. Todos salieron y se rindieron (…). Entonces les preguntaron cómo se llamaban, y los herían, no los mataban. Yo decía que no lo hicieran, que no lo hicieran, y ellos decían: ‘Esos perros no merecen vivir’ (…) Luego los paraban así en hilera y los mataban (…) Se escuchaban los quejidos, los lamentos”.
Posteriormente, los dos heridos, incluida la chica, fueron asesinados, siempre según esta reconstrucción. “La mataron ahí mismo, y también al muchacho que estaba al lado de ella”, afirma la superviviente. Esta salió viva junto a otras dos mujeres que dijeron haber sido secuestradas. La testigo pasó una semana detenida en manos del ministerio público. Sostiene que fue coaccionada para que vinculara a los fallecidos con organizaciones criminales.
El caso de Tlatlaya arroja luz sobre espinoso papel de las fuerzas armadas en la guerra contra el narco. Entre 30.000 y 40.000 militares están movilizados en estas tareas. Y su actividad tiene efectos peligrosos. “Las Fuerzas Armadas no se limitan únicamente a actuar como apoyo a las autoridades civiles y a aceptar sus órdenes, sino a realizar tareas que corresponden exclusivamente a las autoridades civiles”, ha señalado la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, un organismo estatal mexicano. En esta línea, el propio relator especial de la ONU sobre Ejecuciones Extrajudiciales, Christof Heyns, ha alertado de los excesos de la “represión militar” y de la falta de una “rendición de cuentas por los atropellos cometidos”.