Lío en Río

Óscar González
Río de Janeiro, EFE
Casi un mes después, Lionel Messi regresa a Río de Janeiro para afrontar el mayor reto de su vida, la conquista de un título mundial que despeje todas las dudas sobre si se le debe considerar inmortal.


"Lío" en Río fue feliz por primera vez. Aquel 14 de junio llegaba el astro argentino a la 'ciudad maravillosa' envuelto en dudas. Se había puesto en duda su compromiso con el Barcelona, su estado físico y hasta su ilusión por seguir jugando. No hacía mucho que el Camp Nou le había despedido con silbidos, algo insólito.

Si hubo un tiempo en que Lionel quería ser con la Albiceleste el Leo Messi del Barcelona, ahora ansiaba volver a ser Lío, rodeado de sus amigos, agasajado por un técnico que primero le entregó el brazalete de capitán y luego el futuro de su selección.

Contra Bosnia, en el debut de Argentina en el Mundial, padeció durante más de media hora de la misma apatía que había mostrado en Barcelona. Si entrar casi en juego, ignorado por la miedosa táctica de Alejandro Sabella, que apostó por jugar con cinco defensas ante la única debutante en un Mundial.

Sólo al final del primer tiempo, reapareció. Sorteó sobre un baldosín, en el balcón del área, a tres rivales y centró donde esperaba al 'Kun', pero Agüero, otro ausente en el Mundial, no acudió a la cita. No importaba, Messi comenzaba a recuperar sensaciones.

En el descanso, habló con Sabella, le informó de su soledad y el técnico cambió el sistema. Puso a Gonzalo Higuaín en el campo, le dio el mando de las operaciones a Fernando Gago y mayor libertad a Messi. Lío comenzó a ser Leo y culminó su puesta en escena con un gran gol; un eslalon entre rivales, una carrera paralela a la línea del área y un disparo ajustado a la base del poste, donde ningún portero alcanza.

Messi festejó el gol con rabia. Lo había logrado, además, cuando la parte brasileña del Maracaná había comenzado a insultarle, cuando la mayoría argentina trataba de acallarlos con sus cánticos de apoyo y, sobre todo, ocho años después de inaugurar su cuenta mundialista, frente a Serbia, en el Mundial de Alemania.

El tanto fue una liberación para Messi, que asumió su destino. Si se le exigía que emulase a Diego Maradona en México'86, que convirtiese en campeón a un equipo que no despertaba excesivas ilusiones, estaba dispuesto a hacerlo.

Frente a Irán, contra Nigeria, sus goles fueron la única alegría albiceleste. Pero comenzó a faltarle gasolina. Su imagen antes del comienzo de la prórroga ante Suiza en octavos, fue elocuente, agachado, jadeando en busca del oxígeno que le faltaba.

Javier Mascherano, compañero en el Barcelona, el capitán que le cedió el brazalete para ensalzar su condición de líder, se dio cuenta de ello y acudió al rescate. Se puso a conversar con Messi en su misma posición, agachado con las manos sobre las rodillas. Se trataba de salvar su imagen. Ahora eran dos amigos compartiendo confidencias sobre cómo derrotar al rival, no una estrella sin luz.

A Messi le alcanzó para firmar la jugada del partido y darle a Ángel di María el gol de la victoria.

Luego, su juego ha ido decayendo. Messi apenas ha aparecido y Argentina ha tenido que recurrir a segundas vías; Gonzalo Higuaín contra los belgas y al liderazgo de Mascherano y las manos de Mariano Romero ante Holanda.

Messi regresa el domingo a Maracaná con un reto mayúsculo. Tiene que enfrentarse al mejor equipo del momento, a la sombra del "Pelusa", a las dudas sobre su juego.

Más que nadie, necesita un triunfo que ponga definitivamente en valor sus tres Ligas de Campeones, sus dos Mundiales de Clubes, sus seis Ligas españolas, sus dos Copas del Rey, sus cuatro Balones de Oro, sus tres Botas de Oro... Sólo así tendrá un sitio en el podio, junto a Di Stéfano, Pelé, Maradona y Cruyff.

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