‘La vieja’ está de luto

Di Stéfano era por su cuenta el fútbol total, le sobraba el número de la camiseta

José Sámano, El País
Hay elegidos que no van con su tiempo, que anticipan el futuro para asombro de los terrenales. Su impacto es de tal magnitud que la peatonal no se resiste a esperar su testamento para abrirles las puertas de la mitología. Eso fue Alfredo Di Stéfano, que murió ayer a los 88 años de edad en el Hospital Gregorio Marañón de Madrid, tras dos días en coma inducido después de sufrir un infarto el sábado junto al estadio Santiago Bernabéu. Su corazón se paró a las 17.15 horas tras una dura pelea clínica y una larga historia de problemas cardiovasculares.


Una leyenda semanal a ojos de todo un país que hasta lo veía a través de la voz de Matías Prats y otros locutores. Era el eco expansivo de un futbolista multigenial al servicio del gremio, de los compañeros a los que siempre engrandeció.

Alfredo Di Stéfano fue un jugador de otra época para muchas épocas, para la eternidad. Un modernista de ayer, hoy y mañana. Di Stéfano siempre será el primer gran monumento al fútbol, mucho más que el fundador del glorioso Real Madrid al que reactivó tras su llegada futbolística y socialmente.

Di Stéfano, Pelé, Cruyff, Maradona… No importa quién fue mejor, debate que solo conduce a verdades cansadas. Las estrellas son estrellas, no se apagan entre sí. En el caso de La Saeta, quizá como solista no fuera el número uno, pero nadie fue tan completo. En Di Stéfano había mucho de los demás, por sí solo era un regimiento de ilustres. Lo único seguro es que Don Alfredo fue el precursor de todos, el primero en el gran retablo del fútbol.

“Lo mío siempre ha sido tarea de muchos”, dijo alguna vez Di Stéfano, que más que hablar lanzaba dardos, y al que se le olvidó matizar que él en sí mismo era “muchos”. Con La Saeta al frente, uno eran once: tenía mala leche para defender, piernas para atacar, cintura para regatear, cerebro para asistir, muelles para cabecear, empeines de plomo para disparar y hasta destreza con los tacos para dejar a la vieja en la red. Iba, venía, por aquí, por allá, y dale que dale. Y vuelta a empezar. El campo, el propio y el ajeno, le cabía en las botas y en la cabeza, porque fue el primer gran futbolista panorámico, capaz de todo e incapaz de nada. Un tratado de fútbol en sí mismo. Si no fue el mejor en nada, la suma de sus infinitas cualidades le hizo ser reconocido como el más grande. En juego, era un líder carismático absoluto. Imposible rechistarle. Y en La Fábrica, un gobernante que daba ejemplo con el sudor. Un revolucionario.

Si Johan Cruyff fue el símbolo del fútbol total del Ajax y Holanda, Di Stéfano era por su cuenta el fútbol total, le sobraba el número de la camiseta porque era imposible fijar su posición exacta. Su radar no tenía fin. Había admirado a Pedernera, integrante de La Máquina de River, que disimulaba ser un delantero y en realidad era un todo. Lo mismo que el húngaro Hidegkuti, que al año siguiente de llegar Di Stéfano al Madrid había descorchado a Inglaterra en Wembley en El Partido del Siglo (3-6). Lo hizo partiendo de la delantera y con un paso atrás tirar pases hasta el delirio al resto de atacantes. Los rígidos zagueros ingleses se sintieron en Marte.

Lo mismo sintió Santiago Bernabéu cuando en 1952, con motivo de las Bodas de Oro del Real Madrid, asistió atónito a la ubicuidad de aquel mocetón rubio y de tiesa coraza que se alineaba en el Millonarios de Bogotá, que le reclutó de River Plate tras una huelga de futbolistas. El Madrid, tras bronca con el Barça, le fichó de inmediato. Ni el propio Bernabéu, por visionario que fuera, podía imaginar lo que se avecinaba.

El Real Madrid necesitaba con urgencia un icono que hiciera despegar al club, que por entonces solo había ganado dos Ligas, ambas en tiempos de República, porque desde la Guerra Civil todos los títulos habían sido para el Barça (5), el Atlético (4) y uno para el Athletic, el Sevilla y el Valencia. El Madrid, que en 1947 había edificado un nuevo Chamartín, era un secundario. Su mística estaba a punto de germinar.

El estadio Santiago Bernabéu se quedó pequeño, tanto como la Liga, así que el nuevo club de Di Stéfano tuvo que ampliar sus miras a la Copa de Europa, también colonizada por el genio argentino. Ganó las cinco primeras, con gol de recuerdo en todas ellas, y jugó otras dos finales. Casi nada. Di Stéfano cambió no solo la perspectiva del Real Madrid, sino de todo el fútbol español y hasta del europeo. Un legado imponente de un futbolista trascendental, de otra dimensión, sólo a la altura de una figura totémica. Único.

Puede que algunos no tuviéramos la fortuna de verle jugar en directo, ni siquiera en la garganta de Matías Prats, pero el alcance de su figura nos permite creer todo lo contrario. Es lo que tienen los mitos, de tanto imaginarlos acaban por resultar contemporáneos. En cualquier caso, eternos.

La pelota, la vieja, está de luto. Di Stéfano la piropeó en la obra de los periodistas Alfredo Relaño y Enrique Ortego: “Gracias, vieja”. Ayer llegó la hora de inmortalizar a un inmortal: Gracias, viejo.

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