El rey no gobierna, pero reina
Felipe VI tiene que demostrar su utilidad, y la de la institución que encarna, en momentos muy difíciles para el prestigio de la democracia representativa y cuando el Estado nación se difumina en la oleada globalizadora
Juan Luis Cebrián, El País
La famosa frase de Adolphe Tiers “el rey reina, no gobierna” se ha convertido en un eslogan clásico de la Monarquía parlamentaria, después de que su autor la utilizara en el siglo XIX para destruir a Carlos X de Francia, cuyas tendencias absolutistas concluyeron con su destronamiento. Pero si el rey no gobierna (“no administra”, añadía Tiers en su alegato) efectivamente reina, lo que quiere decir que no es un muñeco ni un robot, que tiene un papel en la representación del Estado y que sus actos, tanto como sus omisiones, comprometen a este. O sea que es comprensible el aluvión de comentarios de todo género que ha suscitado el discurso de aceptación de la Corona.
Llama la atención lo satisfechos que se muestran algunos de que Felipe VI haya asumido públicamente su condición de monarca constitucional, cuando no podía ser de otra forma, o la actitud de aquellos que aclaman la neutralidad de sus palabras respecto a las fuerzas políticas, lo que no es del todo exacto, habida cuenta de que es el Gobierno quien redacta o cuando menos supervisa, y autoriza, las palabras del Rey. Este naturalmente, como todo aquel que ejerce un cargo, tiene además limitada su libertad de expresión por el ejercicio de su propia responsabilidad, pero eso no quiere decir que no pueda decir lo que piensa con emoción y sentimiento, como lo hizo al referirse a su madre, ni que deba inhibirse en todo momento de señalar lo que a su juicio son cuestiones clave de la convivencia nacional. Por eso es tan de lamentar que en su primera intervención como monarca, cuando se está anunciando un acercamiento de la Corona a los ciudadanos, se limitara a hacer un discurso políticamente correcto en el que las palabras que mejor indican las preocupaciones de estos, corrupción y paro, no fueron ni siquiera pronunciadas.
Dentro de la más estricta legalidad constitucional y neutralidad respecto a los partidos, el nuevo monarca podría haberse referido a la disposición de nuestro país a trabajar por la paz en un mundo en el que proliferan los conflictos bélicos; podía haberse erigido en defensor de las libertades constitucionales, a comenzar por la de expresión; haber anunciado su compromiso con el ejercicio de los derechos humanos, en referencia a los abusos contra los inmigrantes, e incluso podía haber citado a su padre cuando este recordó solemnemente la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley. También, ¿por qué no?, podía haber sido más explícito en lo que se refiere a los derechos de la mujer en nuestro país, dada la circunstancia de que si naciera un varón de su matrimonio, la princesa de Asturias sería desplazada por su hermano en la prelación sucesoria al trono, un hecho absolutamente contradictorio con las promesas de modernización de la Monarquía. En definitiva, podía haber hecho un discurso para la Historia y no haberse limitado a rellenar un formulario de buenas intenciones. Estoy seguro de que así habría sido si, además de tener presente que el rey no gobierna, alguien le hubiera hecho notar que, cuando menos, reina.
Las Monarquías parlamentarias solo tienen sentido si son útiles a la convivencia política
En las democracias modernas las Monarquías parlamentarias solo tienen sentido si son útiles a la convivencia política. Esta es una reflexión que tuve muchas veces oportunidad de escuchar al propio don Juan Carlos que, en su caso, se esforzó como nadie para que sus actos fueran coherentes con sus pensamientos. Suele decirse que los españoles no son monárquicos, y que no lo han sido durante los últimos 40 años, pero sí juancarlistas en virtud de los servicios que el rey que ha abdicado prestó a la restauración de la democracia. Restauración, por cierto, que en realidad fue una instauración, habida cuenta de nuestra azarosa relación histórica con las libertades. Felipe VI tiene, pues, que demostrar su utilidad, y la de la institución que encarna, en momentos muy difíciles para el prestigio de la democracia representativa y en los que los perfiles y capacidades del Estado nación se difuminan en medio de la oleada globalizadora. Por muy buen equipo del que se rodee, y por muchas que sean sus habilidades, no le será fácil conseguirlo si continúan creciendo los sectarismos que pretenden identificar a la Corona con el programa político de la derecha y a la República con el ensueño utópico de la izquierda.
La variedad de chapuzas, legislativas y de todo género, con las que el partido en el Gobierno, arropado ampliamente por los de la oposición, ha abordado el proceso abdicatorio ponen de relieve que frente a las declaraciones de normalidad institucional que se han hecho descuellan indudables síntomas de debilidad del edificio político construido durante la Transición. Hace más de un año que este periódico publicó un decálogo de reformas necesarias para defender la continuidad constitucional, hoy amenazada por la desafección ciudadana y las revueltas nacionalistas. Entre las medidas solicitadas estaba la necesidad de un Estatuto de la Corona que reglamentara el ejercicio de esta, sus deberes y responsabilidades, sus privilegios y límites. La pasividad de las fuerzas políticas al respecto ha derivado ahora en un espectáculo de improvisaciones incomprensibles en las que ni siquiera los diputados europeos recién electos fueron invitados a la recepción en homenaje al nuevo rey. Las detenciones de manifestantes que apoyaban a la República, la recomendación policial de no lucir la bandera tricolor en los balcones o de no enarbolarla en lugares públicos, además de vulnerar las libertades de expresión y manifestación, ponen de relieve los temores del Ministerio del Interior a que el ejercicio de los derechos constitucionales desluciera la toma de posesión de un rey que lo es precisamente gracias a la Constitución. La propia ausencia de dignatarios extranjeros en el acto de proclamación, en virtud de un cínico reclamo de austeridad, ha servido para encerrar de nuevo mediáticamente a este país en un gueto político, al tiempo que se pretendía proclamar solemnemente el papel de España en el mundo. Parecía como si el régimen supiera de sus debilidades, pero tratara de ocultarlas antes que de vencerlas. La derrota estrepitosa de nuestra selección de fútbol causó más expectación e interés en los medios internacionales que los fastos del Congreso.
Las élites gobernantes de este país pueden seguir mirando para otro lado todo el tiempo que quieran, pero las instituciones emanadas de la Constitución de 1978 pasan por serias dificultades y pueden verse amenazadas si no se emprenden cuanto antes las reformas precisas. La Monarquía era una de las que más aprecio contaba entre los ciudadanos hasta que la corrupción involucró al yerno, y quién sabe si también a la hija del monarca. La abdicación del Rey ha sido una respuesta tan lúcida como arriesgada a quienes demandaban cambios, pero no resultará suficiente si no viene acompañada de otras medidas. Quizá el Gobierno siga creyendo que todo se solucionará si promete bajar los impuestos y disminuye la prima de riesgo porque alguien se atreva a decir, remedando la pancarta electoral de Bill Clinton, que la respuesta “es la economía, estúpido”. Pero en los tiempos que se avecinan se trata sobre todo de la política.
Quien fuera presidente del Tribunal Constitucional y ministro del Gobierno de Suárez, Manuel Jiménez de Parga, publicó hace años un artículo, con el mismo título que encabeza este, en el que pretendía analizar en qué consistía el papel moderador del “funcionamiento regular de las instituciones” que la Constitución atribuye al Rey. Evocaba al hacerlo una frase del periodista liberal francés Prévost-Paradol, contemporáneo de Thiers, referida al papel del monarca-árbitro: “Colocado por encima de los partidos, no teniendo nada que esperar o temer de sus rivalidades y sus vicisitudes, su único interés, como su primer deber, es observar vigilantemente el juego de la máquina política con el fin de prevenir todo grave desorden. Esta vigilancia general del Estado debe corresponder al árbitro”. Muchos estarán de acuerdo en que estamos en vísperas de un grave desorden en el funcionamiento de la máquina política si no se ataja a tiempo, y se orienta con lucidez, la deriva independentista en Cataluña. A este respecto, de nada valen los lugares comunes sobre la unidad y diversidad de España. Estamos ante un problema institucional que demanda respuestas institucionales. Exactamente lo que expresó Artur Mas tras la proclamación del Rey cuando dijo esperar alguna iniciativa de este al respecto, y por lo que ha sido, al margen cualquier otra consideración, injustamente criticado. Ojalá el príncipe de Girona se muestre sensible a la sugerencia. Y demuestre la utilidad de un rey que no gobierna, pero reina.
Juan Luis Cebrián, El País
La famosa frase de Adolphe Tiers “el rey reina, no gobierna” se ha convertido en un eslogan clásico de la Monarquía parlamentaria, después de que su autor la utilizara en el siglo XIX para destruir a Carlos X de Francia, cuyas tendencias absolutistas concluyeron con su destronamiento. Pero si el rey no gobierna (“no administra”, añadía Tiers en su alegato) efectivamente reina, lo que quiere decir que no es un muñeco ni un robot, que tiene un papel en la representación del Estado y que sus actos, tanto como sus omisiones, comprometen a este. O sea que es comprensible el aluvión de comentarios de todo género que ha suscitado el discurso de aceptación de la Corona.
Llama la atención lo satisfechos que se muestran algunos de que Felipe VI haya asumido públicamente su condición de monarca constitucional, cuando no podía ser de otra forma, o la actitud de aquellos que aclaman la neutralidad de sus palabras respecto a las fuerzas políticas, lo que no es del todo exacto, habida cuenta de que es el Gobierno quien redacta o cuando menos supervisa, y autoriza, las palabras del Rey. Este naturalmente, como todo aquel que ejerce un cargo, tiene además limitada su libertad de expresión por el ejercicio de su propia responsabilidad, pero eso no quiere decir que no pueda decir lo que piensa con emoción y sentimiento, como lo hizo al referirse a su madre, ni que deba inhibirse en todo momento de señalar lo que a su juicio son cuestiones clave de la convivencia nacional. Por eso es tan de lamentar que en su primera intervención como monarca, cuando se está anunciando un acercamiento de la Corona a los ciudadanos, se limitara a hacer un discurso políticamente correcto en el que las palabras que mejor indican las preocupaciones de estos, corrupción y paro, no fueron ni siquiera pronunciadas.
Dentro de la más estricta legalidad constitucional y neutralidad respecto a los partidos, el nuevo monarca podría haberse referido a la disposición de nuestro país a trabajar por la paz en un mundo en el que proliferan los conflictos bélicos; podía haberse erigido en defensor de las libertades constitucionales, a comenzar por la de expresión; haber anunciado su compromiso con el ejercicio de los derechos humanos, en referencia a los abusos contra los inmigrantes, e incluso podía haber citado a su padre cuando este recordó solemnemente la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley. También, ¿por qué no?, podía haber sido más explícito en lo que se refiere a los derechos de la mujer en nuestro país, dada la circunstancia de que si naciera un varón de su matrimonio, la princesa de Asturias sería desplazada por su hermano en la prelación sucesoria al trono, un hecho absolutamente contradictorio con las promesas de modernización de la Monarquía. En definitiva, podía haber hecho un discurso para la Historia y no haberse limitado a rellenar un formulario de buenas intenciones. Estoy seguro de que así habría sido si, además de tener presente que el rey no gobierna, alguien le hubiera hecho notar que, cuando menos, reina.
Las Monarquías parlamentarias solo tienen sentido si son útiles a la convivencia política
En las democracias modernas las Monarquías parlamentarias solo tienen sentido si son útiles a la convivencia política. Esta es una reflexión que tuve muchas veces oportunidad de escuchar al propio don Juan Carlos que, en su caso, se esforzó como nadie para que sus actos fueran coherentes con sus pensamientos. Suele decirse que los españoles no son monárquicos, y que no lo han sido durante los últimos 40 años, pero sí juancarlistas en virtud de los servicios que el rey que ha abdicado prestó a la restauración de la democracia. Restauración, por cierto, que en realidad fue una instauración, habida cuenta de nuestra azarosa relación histórica con las libertades. Felipe VI tiene, pues, que demostrar su utilidad, y la de la institución que encarna, en momentos muy difíciles para el prestigio de la democracia representativa y en los que los perfiles y capacidades del Estado nación se difuminan en medio de la oleada globalizadora. Por muy buen equipo del que se rodee, y por muchas que sean sus habilidades, no le será fácil conseguirlo si continúan creciendo los sectarismos que pretenden identificar a la Corona con el programa político de la derecha y a la República con el ensueño utópico de la izquierda.
La variedad de chapuzas, legislativas y de todo género, con las que el partido en el Gobierno, arropado ampliamente por los de la oposición, ha abordado el proceso abdicatorio ponen de relieve que frente a las declaraciones de normalidad institucional que se han hecho descuellan indudables síntomas de debilidad del edificio político construido durante la Transición. Hace más de un año que este periódico publicó un decálogo de reformas necesarias para defender la continuidad constitucional, hoy amenazada por la desafección ciudadana y las revueltas nacionalistas. Entre las medidas solicitadas estaba la necesidad de un Estatuto de la Corona que reglamentara el ejercicio de esta, sus deberes y responsabilidades, sus privilegios y límites. La pasividad de las fuerzas políticas al respecto ha derivado ahora en un espectáculo de improvisaciones incomprensibles en las que ni siquiera los diputados europeos recién electos fueron invitados a la recepción en homenaje al nuevo rey. Las detenciones de manifestantes que apoyaban a la República, la recomendación policial de no lucir la bandera tricolor en los balcones o de no enarbolarla en lugares públicos, además de vulnerar las libertades de expresión y manifestación, ponen de relieve los temores del Ministerio del Interior a que el ejercicio de los derechos constitucionales desluciera la toma de posesión de un rey que lo es precisamente gracias a la Constitución. La propia ausencia de dignatarios extranjeros en el acto de proclamación, en virtud de un cínico reclamo de austeridad, ha servido para encerrar de nuevo mediáticamente a este país en un gueto político, al tiempo que se pretendía proclamar solemnemente el papel de España en el mundo. Parecía como si el régimen supiera de sus debilidades, pero tratara de ocultarlas antes que de vencerlas. La derrota estrepitosa de nuestra selección de fútbol causó más expectación e interés en los medios internacionales que los fastos del Congreso.
Las élites gobernantes de este país pueden seguir mirando para otro lado todo el tiempo que quieran, pero las instituciones emanadas de la Constitución de 1978 pasan por serias dificultades y pueden verse amenazadas si no se emprenden cuanto antes las reformas precisas. La Monarquía era una de las que más aprecio contaba entre los ciudadanos hasta que la corrupción involucró al yerno, y quién sabe si también a la hija del monarca. La abdicación del Rey ha sido una respuesta tan lúcida como arriesgada a quienes demandaban cambios, pero no resultará suficiente si no viene acompañada de otras medidas. Quizá el Gobierno siga creyendo que todo se solucionará si promete bajar los impuestos y disminuye la prima de riesgo porque alguien se atreva a decir, remedando la pancarta electoral de Bill Clinton, que la respuesta “es la economía, estúpido”. Pero en los tiempos que se avecinan se trata sobre todo de la política.
Quien fuera presidente del Tribunal Constitucional y ministro del Gobierno de Suárez, Manuel Jiménez de Parga, publicó hace años un artículo, con el mismo título que encabeza este, en el que pretendía analizar en qué consistía el papel moderador del “funcionamiento regular de las instituciones” que la Constitución atribuye al Rey. Evocaba al hacerlo una frase del periodista liberal francés Prévost-Paradol, contemporáneo de Thiers, referida al papel del monarca-árbitro: “Colocado por encima de los partidos, no teniendo nada que esperar o temer de sus rivalidades y sus vicisitudes, su único interés, como su primer deber, es observar vigilantemente el juego de la máquina política con el fin de prevenir todo grave desorden. Esta vigilancia general del Estado debe corresponder al árbitro”. Muchos estarán de acuerdo en que estamos en vísperas de un grave desorden en el funcionamiento de la máquina política si no se ataja a tiempo, y se orienta con lucidez, la deriva independentista en Cataluña. A este respecto, de nada valen los lugares comunes sobre la unidad y diversidad de España. Estamos ante un problema institucional que demanda respuestas institucionales. Exactamente lo que expresó Artur Mas tras la proclamación del Rey cuando dijo esperar alguna iniciativa de este al respecto, y por lo que ha sido, al margen cualquier otra consideración, injustamente criticado. Ojalá el príncipe de Girona se muestre sensible a la sugerencia. Y demuestre la utilidad de un rey que no gobierna, pero reina.