El Madrid se despide de la Liga con una derrota en Vigo
Vigo, As
Era la tarde perfecta para jugar al fútbol. Veinte grados, la luz anaranjada de los atardeceres en Galicia. La brisa del mar mecía los flequillos y los balones altos divisaban las Islas Cíes en el horizonte. Así dispuesto, el encuentro tenía el encanto de los partidos que se organizan en la playa cuando se han marchado los bañistas. La realidad, sin embargo, era más prosaica. El Celta festejaba su 90 aniversario y el Real Madrid no celebraba absolutamente nada. El Celta tenía sus motivos más las razones de su entrenador. El Madrid, entretanto, no encontraba ningún estímulo en el mínimo porcentaje que le favorecía, el 2,8%. Jamás sintió el partido como una oportunidad. Más bien como un trámite, engorroso a ratos.
Era la tarde perfecta para cultivar el estrabismo: la Liga se jugaba en tres televisiones. Pronto entendimos que no hacía falta tanto. El Madrid se descartaba desde la alineación, en la que formaban de inicio Khedira, que no jugaba desde hace seis meses, y Casemiro, que estrenaba titularidad en el campeonato. Morata era el delantero centro en sustitución de Benzema, que ni siquiera viajó. Bale ocupaba plaza en el banquillo.
No es disculpa, naturalmente. Cualquier jugador madridista tiene talento suficiente como para plantar cara al equipo más cuajado. El problema no era el talento, sino la convicción, la contagiosa sensación de que la carambola era imposible. Al final no falló la carambola, o casi, falló el Madrid.
La prueba del desánimo es que los errores que condenaron a los de Ancelotti fueron obra y gracia (poca) de Sergio Ramos y Xabi Alonso, el futbolista más en forma del equipo y el más templado de la plantilla. A Sergio le traicionó su superioridad física. A Xabi le pudo la confianza. Ambos tenían la cabeza en otro lugar. Ambos perdieron balones imperdonables. Charles no tendrá palabras de agradecimiento, todo regalo será poco.
Las intenciones de Luis Enrique quedaron claras desde el principio. Rafinha, recién recuperado de una artritis traumática en el pie izquierdo, era titular. El resto del equipo compartía el interés de su entrenador y el de una parte de la afición viguesa; hay muchos culés en Galicia.
No es novedad que el Celta jugara bien. Lo hace desde que Michu vestía de celeste, desde Paco Herrera, desde hace años. Lo llamativo era su contundencia, su dureza, en algunos casos. El Madrid, que no estaba preparado para casi nada, tampoco lo estuvo para eso.
En la segunda mitad, el visitante salió espoleado por el grito de Ancelotti, que debió levantar algo más que la ceja. Entonces faltó el fútbol. Y la fortuna. Y sobró el portero. Sergio recordó a Yashin, Banks y Maier. O ellos recordaron a Sergio.
Entró Willian José por Casemiro y el Madrid se enredó en su propia ansiedad antes de tropezar en Sergio, natural de Villagarcía, aunque parezca de Muros. El Celta pudo completar la goleada, pero tampoco había que ser tan cruel. Bastaba con perder y decir adiós. Nos vemos en Lisboa.
Era la tarde perfecta para jugar al fútbol. Veinte grados, la luz anaranjada de los atardeceres en Galicia. La brisa del mar mecía los flequillos y los balones altos divisaban las Islas Cíes en el horizonte. Así dispuesto, el encuentro tenía el encanto de los partidos que se organizan en la playa cuando se han marchado los bañistas. La realidad, sin embargo, era más prosaica. El Celta festejaba su 90 aniversario y el Real Madrid no celebraba absolutamente nada. El Celta tenía sus motivos más las razones de su entrenador. El Madrid, entretanto, no encontraba ningún estímulo en el mínimo porcentaje que le favorecía, el 2,8%. Jamás sintió el partido como una oportunidad. Más bien como un trámite, engorroso a ratos.
Era la tarde perfecta para cultivar el estrabismo: la Liga se jugaba en tres televisiones. Pronto entendimos que no hacía falta tanto. El Madrid se descartaba desde la alineación, en la que formaban de inicio Khedira, que no jugaba desde hace seis meses, y Casemiro, que estrenaba titularidad en el campeonato. Morata era el delantero centro en sustitución de Benzema, que ni siquiera viajó. Bale ocupaba plaza en el banquillo.
No es disculpa, naturalmente. Cualquier jugador madridista tiene talento suficiente como para plantar cara al equipo más cuajado. El problema no era el talento, sino la convicción, la contagiosa sensación de que la carambola era imposible. Al final no falló la carambola, o casi, falló el Madrid.
La prueba del desánimo es que los errores que condenaron a los de Ancelotti fueron obra y gracia (poca) de Sergio Ramos y Xabi Alonso, el futbolista más en forma del equipo y el más templado de la plantilla. A Sergio le traicionó su superioridad física. A Xabi le pudo la confianza. Ambos tenían la cabeza en otro lugar. Ambos perdieron balones imperdonables. Charles no tendrá palabras de agradecimiento, todo regalo será poco.
Las intenciones de Luis Enrique quedaron claras desde el principio. Rafinha, recién recuperado de una artritis traumática en el pie izquierdo, era titular. El resto del equipo compartía el interés de su entrenador y el de una parte de la afición viguesa; hay muchos culés en Galicia.
No es novedad que el Celta jugara bien. Lo hace desde que Michu vestía de celeste, desde Paco Herrera, desde hace años. Lo llamativo era su contundencia, su dureza, en algunos casos. El Madrid, que no estaba preparado para casi nada, tampoco lo estuvo para eso.
En la segunda mitad, el visitante salió espoleado por el grito de Ancelotti, que debió levantar algo más que la ceja. Entonces faltó el fútbol. Y la fortuna. Y sobró el portero. Sergio recordó a Yashin, Banks y Maier. O ellos recordaron a Sergio.
Entró Willian José por Casemiro y el Madrid se enredó en su propia ansiedad antes de tropezar en Sergio, natural de Villagarcía, aunque parezca de Muros. El Celta pudo completar la goleada, pero tampoco había que ser tan cruel. Bastaba con perder y decir adiós. Nos vemos en Lisboa.