COLUMNA Falla geológica más que puente

Ucrania está partida por la mitad entre un eslavismo europeizante y otro asiático

Miguel Ángel Bastenier
Madrid, El País
Era inevitable que se calificara a Ucrania de puente entre este y oeste, una y otra Europa, en una conocida metáfora de obras públicas. Pero es más bien una falla geológica, un moderado abismo entre dos partes de una presunta unidad. Y, tanto si esto es un embrión de Guerra Fría, como si no, las narrativas de cada bando son diametralmente opuestas.


El relato occidental subraya la brutal violación de fronteras que supone la anexión rusa de Crimea; la agresividad del presidente Putin y su apoyo al secesionismo del Donetsk; y hasta una proyección de amenaza sobre los miembros limítrofes de la OTAN, en especial Polonia. El discurso de Moscú privilegia la ampliación progresiva de la Alianza Atlántica —léase EE UU— para cercar a Rusia; la evidencia de que se desea encuadrar a Ucrania en la organización de defensa; el sostén a la insurrección contra el presidente proruso Yanukóvich; y la formación de un nuevo cuadro dirigente en Kiev que incluye a destacados ultra-derechistas en Defensa, Educación y aparatos de seguridad, para los que Rusia es el antiCristo. El ingreso de Ucrania en la OTAN eliminaría los derechos militares rusos sobre Crimea, base de su flota mediterránea, extendidos por el presidente ucranio derrocado hasta 2042.

La teorización occidental añade que Putin huye hacia adelante por debilidad y temor al contagio de una nueva Ucrania democrática, pero sin pruebas al efecto. La cota de popularidad del presidente ruso ya era muy alta antes de la anexión de Crimea y en diciembre pasado promulgó una amnistía que afectaba a 20.000 presos, entre ellos el exoligarca Mijail Jodorkovski, y las blasfemas de Pussy Riot. Escasa demostración de inestabilidad.

Ucrania está partida por la mitad entre un eslavismo centroeuropeizante, con notable presencia católica y uniata que le aproxima a Polonia, y un eslavismo euro-asiático. Una brecha parecida a la que se decía que separaba a Lenin y Dostoyevski, el primero volcado hacia una Europa a la que quería convertir o forzar a hacerse comunista, y el segundo cultor de la Santa Madre Rusia, asiatizante, y en la que Moscú era la Tercera Roma, tas la caída del imperio romano y la pérdida de Constantinopla. Occidente empuja a Putin hacia Asia, al acuerdo con China, y a oponerse a la política norteamericana en Irak, Afganistán e Irán, donde hasta ahora Moscú ha sido pasablemente cooperadora.

Rusia no es la URSS, aunque Putin quiera consolidar una posición mundial independiente de EE UU, y tiene tan poco apetito como el presidente Obama de una nueva Guerra Fría, pero el maniobreo de ambas fuerzas siempre en peligro de grave deslizamiento, no permite garantizar nada. Henry Kissinger ha dicho que “la diabolización” del líder ruso “no es una política”, como el referéndum del Donetsk, de resultado previsible, tampoco lo es. Pero hasta que Moscú tenga garantías de que Ucrania vaya a permanecer fuera de la OTAN, difícilmente puede haber arreglo. Esa sí sería una política.

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