Luto en la tierra y en Macondo / El ‘boom’ y el blindaje de la literatura
Hasta octubre de 1967 apenas hubo noticia de su existencia ni de su obra en la prensa española, diaria o cultural
Jordi Gracia, El País
Llegó el último aunque hoy parezca mentira. Poco menos que hasta finales de 1967 no hay apenas noticia de su existencia ni de su obra en la prensa española, diaria o cultural. Pero no por lo que todos maliciamos, es decir, porque los periódicos y los escaparates de las librerías están colonizados por franquistas ignotos –tipo Pombo Angulo– porque eso es sólo una parte de la verdad. Desde 1960 empiezan a rodar aquí un buen puñado de nuevos nombres para el lector español entre los cuales no está Gabriel García Márquez. Pero están, y con espacios destacados en periódicos e incluso con dossiers y monográficos de revistas, otros nombres con resonancia creciente: Jorge Luis Borges y Ernesto Sábato, Adolfo Bioy Casares, Carlos Fuentes, Alejo Carpentier, Miguel Ángel Asturias (y el bombazo de la noticia de su premio Nobel a finales de 1968), Guillermo Cabrera Infante y, sobre todo y por delante de todos, Julio Cortázar y Mario Vargas Llosa. Los están descubriendo, porque desde 1960 algunos españoles los sacan en los papeles, en Destino, en Informaciones, en Pueblo o en La Vanguardia o en El Ciervo y además les dan los premios más modernos y provocativos, más in, como el Biblioteca Breve. Recae desde 1961 en raros, raros de verdad, que escriben con una lengua mojada, palabrera, oral y culta, como lo hace Vargas Llosa en La ciudad y los perros, como lo hace con descaro y sin decoro Cabrera Infante en Tres tristes tigres, o como lo hace más estirado y planchado, Carlos Fuentes.
Todos, o casi todos, menos García Márquez, que no está por ningún lado. Es el más tardío pero también el más explosivo, el que pasa de no estar a estar absolutamente y colonizar de golpe y con todas las armas la fantasía de los lectores, incluso de los más señorialmente displicentes, como Juan Benet, que también cae rendido desde el mismo 1968. Es como el chispazo, o la mecha o el gatillo que confirma la plenitud de nuevos nombres americanos porque todos ellos ya están y sobre todo, ellos sí saben de ese colombiano remiso y reconcentrado que es autor de La hojarasca, saben que existe Macondo, saben que ha escrito en la prensa el deslumbrante Relato de un náufrago y sobre todo saben que es autor ya de El coronel no tiene quien le escriba. Aunque aquí apenas lo sabe nadie hasta ese octubre de 1967, cuando Joaquín Marco, Pere Gimferrer y Rafael Conte -exactamente el mismo día, 14 de octubre de 1967, y unos en Destino y el otro en Informaciones- consagran al portento que menos de un año después ha vendido la fabulosa cifra de 80.000 ejemplares y en Italia ha arrasado entre los lectores de librería.
Y son ellos mismos quienes hacen causa de García Márquez, como lo hace Vargas Llosa, que explica de inmediato, en 1968, que con el colombiano resucita la literatura de aventuras y la pura narración de las Mil y una noches, y quizá por eso incluso a una cantante célebre y rojilla de entonces, Massiel, se le viene a la boca el título cuando le preguntan los periodistas: lo que está leyendo encantada es Mil años de soledad. Y es Carlos Fuentes en los papeles también, recién premiado con el Biblioteca Breve, quien aclara las cosas y puntualiza que esa nueva literatura no es sólo argentina, como pudiera parecer a la vista de Borges, Bioy Casares, Sábato y Cortázar, sino que es también mexicana (empezando por él y por el mudo Juan Rulfo), peruana porque está Vargas Llosa (y está la genial taciturnidad de Julio Ramón Ribeyro) o cubana porque existen Lezama Lima y Alejo Carpentier.
Eso significa que a García Márquez se le llama Gabo -incluso quienes no han abierto un libro suyo- porque es menos un escritor que un talismán, porque su nombre se hace icono desde el primer instante y sin la menor participación activa del propio García Márquuez y apenas de sus amigos. Contras las perturbadas teorías conspiratorias de Donoso o de quién sea, García Márquez ocupa de golpe y sin remisión la punta de una pirámide imaginaria, de calidad y popularidad, porque gusta a todos y gusta de forma incontinente y ya no dejará de gustar, haga lo que haga, novelones sentimentales, falsas crónicas en forma de gran novela -como la Crónica de una muerte anunciada- o cuentos fantásticos con alguna geografía catalana -Doce cuentos peregrinos-, o incluso géneros tan imaginarios y fantasiosos como unas memorias que no son memorias sino un espléndido relato de formación (y por eso se titulan Vivir para contarla, contar la parranda, la fiesta, la vida), como es periodismo injertado de novela un instrumento como Noticia de un secuestro, gravemente peligroso en manos más torpes o sectarias. La literatura pura blinda a García Márquez contra todo lo demás, incluida su debilidad por el poder, incluido su progresivo autismo social, incluida su alta tasa de vanidad vulnerable.
Jordi Gracia, El País
Llegó el último aunque hoy parezca mentira. Poco menos que hasta finales de 1967 no hay apenas noticia de su existencia ni de su obra en la prensa española, diaria o cultural. Pero no por lo que todos maliciamos, es decir, porque los periódicos y los escaparates de las librerías están colonizados por franquistas ignotos –tipo Pombo Angulo– porque eso es sólo una parte de la verdad. Desde 1960 empiezan a rodar aquí un buen puñado de nuevos nombres para el lector español entre los cuales no está Gabriel García Márquez. Pero están, y con espacios destacados en periódicos e incluso con dossiers y monográficos de revistas, otros nombres con resonancia creciente: Jorge Luis Borges y Ernesto Sábato, Adolfo Bioy Casares, Carlos Fuentes, Alejo Carpentier, Miguel Ángel Asturias (y el bombazo de la noticia de su premio Nobel a finales de 1968), Guillermo Cabrera Infante y, sobre todo y por delante de todos, Julio Cortázar y Mario Vargas Llosa. Los están descubriendo, porque desde 1960 algunos españoles los sacan en los papeles, en Destino, en Informaciones, en Pueblo o en La Vanguardia o en El Ciervo y además les dan los premios más modernos y provocativos, más in, como el Biblioteca Breve. Recae desde 1961 en raros, raros de verdad, que escriben con una lengua mojada, palabrera, oral y culta, como lo hace Vargas Llosa en La ciudad y los perros, como lo hace con descaro y sin decoro Cabrera Infante en Tres tristes tigres, o como lo hace más estirado y planchado, Carlos Fuentes.
Todos, o casi todos, menos García Márquez, que no está por ningún lado. Es el más tardío pero también el más explosivo, el que pasa de no estar a estar absolutamente y colonizar de golpe y con todas las armas la fantasía de los lectores, incluso de los más señorialmente displicentes, como Juan Benet, que también cae rendido desde el mismo 1968. Es como el chispazo, o la mecha o el gatillo que confirma la plenitud de nuevos nombres americanos porque todos ellos ya están y sobre todo, ellos sí saben de ese colombiano remiso y reconcentrado que es autor de La hojarasca, saben que existe Macondo, saben que ha escrito en la prensa el deslumbrante Relato de un náufrago y sobre todo saben que es autor ya de El coronel no tiene quien le escriba. Aunque aquí apenas lo sabe nadie hasta ese octubre de 1967, cuando Joaquín Marco, Pere Gimferrer y Rafael Conte -exactamente el mismo día, 14 de octubre de 1967, y unos en Destino y el otro en Informaciones- consagran al portento que menos de un año después ha vendido la fabulosa cifra de 80.000 ejemplares y en Italia ha arrasado entre los lectores de librería.
Y son ellos mismos quienes hacen causa de García Márquez, como lo hace Vargas Llosa, que explica de inmediato, en 1968, que con el colombiano resucita la literatura de aventuras y la pura narración de las Mil y una noches, y quizá por eso incluso a una cantante célebre y rojilla de entonces, Massiel, se le viene a la boca el título cuando le preguntan los periodistas: lo que está leyendo encantada es Mil años de soledad. Y es Carlos Fuentes en los papeles también, recién premiado con el Biblioteca Breve, quien aclara las cosas y puntualiza que esa nueva literatura no es sólo argentina, como pudiera parecer a la vista de Borges, Bioy Casares, Sábato y Cortázar, sino que es también mexicana (empezando por él y por el mudo Juan Rulfo), peruana porque está Vargas Llosa (y está la genial taciturnidad de Julio Ramón Ribeyro) o cubana porque existen Lezama Lima y Alejo Carpentier.
Eso significa que a García Márquez se le llama Gabo -incluso quienes no han abierto un libro suyo- porque es menos un escritor que un talismán, porque su nombre se hace icono desde el primer instante y sin la menor participación activa del propio García Márquuez y apenas de sus amigos. Contras las perturbadas teorías conspiratorias de Donoso o de quién sea, García Márquez ocupa de golpe y sin remisión la punta de una pirámide imaginaria, de calidad y popularidad, porque gusta a todos y gusta de forma incontinente y ya no dejará de gustar, haga lo que haga, novelones sentimentales, falsas crónicas en forma de gran novela -como la Crónica de una muerte anunciada- o cuentos fantásticos con alguna geografía catalana -Doce cuentos peregrinos-, o incluso géneros tan imaginarios y fantasiosos como unas memorias que no son memorias sino un espléndido relato de formación (y por eso se titulan Vivir para contarla, contar la parranda, la fiesta, la vida), como es periodismo injertado de novela un instrumento como Noticia de un secuestro, gravemente peligroso en manos más torpes o sectarias. La literatura pura blinda a García Márquez contra todo lo demás, incluida su debilidad por el poder, incluido su progresivo autismo social, incluida su alta tasa de vanidad vulnerable.