Examen a una Europa en crisis

Más de 400 millones de europeos dictarán un veredicto retrospectivo de la gestión de la crisis


Claudi Pérez
Bruselas, El País
Las elecciones como tribunal de última instancia. La UE está atascada en una crisis económica devastadora, entorpecida por una gobernanza ineficaz que no consigue conciliar intereses nacionales divergentes, agobiada por un goteo constante de inmigrantes que no sabe cómo absorber, aturdida por un déficit democrático que lleva a la gente a plantearse de qué sirve la política si los elegidos deciden poco (aquel “no podemos elegir” del presidente Rajoy sobre los recortes).


Comienza la carrera del 25-M, que llevará a 413 millones de electores a dictar un veredicto retrospectivo sobre la gestión de la crisis, y a la vez a examinar las opciones políticas llamadas a trazar el camino en el próximo lustro. La Unión necesita valentía tras los primeros y débiles signos de recuperación, que no esconden ni las feroces tensiones sociales en algunos países ni las dudas sobre la credibilidad de las instituciones. Los partidos aspiran a virar, al menos unos grados, el rumbo del transatlántico europeo en las grandes políticas (económica, exterior, inmigración) y en los endiablados detalles: cómo gestionar la reestructuración griega, cómo lidiar con la negativa alemana a los eurobonos, cómo regular la banca, esas cosas.

Los manifiestos electorales de los grandes partidos se parecen con matices: los populares insisten en las reformas; los socialdemócratas enfatizan más el crecimiento que la austeridad. Compiten con las propuestas de partidos potentes pero con menos opciones (liberales, verdes, izquierda) y la pujanza de los populismos. Atrás quedan los días de las decisiones a puerta cerrada: el tratado obliga a tener en cuenta los resultados electorales para nombrar al presidente de la Comisión, pero con la habitual y estomagante ambigüedad europea. Estas elecciones son de verdad: “Si el presidente no es uno de los cabezas de lista, será difícil decirle a la gente que su voto vale algo”, avisa una fuente europea.
Política económica: Austeridad y crecimiento, crecimiento y austeridad

Un estancamiento secular en el horizonte, un paro en máximos con picos dignos de Gran Depresión, un problema de deuda excesiva agravado por el riesgo de deflación. Las constantes vitales de la economía europea chocan con el optimismo profesional de los eurócratas. Pero los programas electorales demuestran que la crisis sigue ahí, muy viva: la economía es el espinazo de todos los manifiestos de los partidos, tras un lustro de austeridad “convertida en un eufemismo apenas velado para designar el acta de defunción de la solidaridad como valor inspirador de la UE” (La estrategia del malestar, José María Ridao). Populares y socialdemócratas votan lo mismo el 70% de las veces en la Eurocámara; no es de extrañar que sus programas se parezcan. “Hay diferencias de matiz, pero los dos grandes partidos consideran que los mercados se han calmado y con eso se acabó la crisis”, critica el economista alemán Fritz Scharpf, del Instituto Max Planck.

El manifiesto de los populares reclama seguir con la austeridad para volver al crecimiento a través de reformas y más reformas, un latigazo lingüístico que se cita 33 veces en el texto y que en muchos casos puede traducirse por recortes. El programa socialdemócrata, plagado de ambigüedades, usa el mismo lenguaje de madera, pero con un acento distinto: se centra en el crecimiento y promete incluso elevar el gasto en políticas contra el paro juvenil, siempre con un ojo en el agujero fiscal. “Hay que reducir el déficit”, dice el documento, que pasa de puntillas sobre la reestructuración de la deuda griega o los eurobonos. Su líder, Martin Schulz, ha ido más allá: considera un disparate el mantra del déficit cero y apuesta por equilibrar las cuentas públicas, pero sin olvidar el crecimiento, a través de estímulos en infraestructuras y una política monetaria menos ortodoxa (Europa: la última oportunidad). Schulz es partidario de dar más margen a Francia para el déficit, a diferencia del popular Jean-Claude Juncker; esa será la piedra filosofal de la política europea en los próximos tiempos.

El Gobierno socialista francés acaba de dar un viraje en sentido contrario al que propone Schulz, con la congelación de pensiones y sueldos de funcionarios. “Comisión y BCE llevan años exigiendo reformas y políticas de oferta, un desastre cuando el problema es claramente de demanda. Ahora Francia se suma a esa locura. La política económica europea de los últimos años es la historia de un error”, dice Paul de Grauwe, de la London School of Economics.

La apuesta de los liberales es reforzar el mercado único; los Verdes prometen estímulos con políticas energéticas y de infraestructuras. La Izquierda Unitaria es el único partido que habla abiertamente de “acabar con los programas de austeridad”. “Han salvado a los bancos y destruyen la sociedad: pura barbarie. Hay que convocar una cumbre como la de 1953, en la que se canceló el 60% de la deuda alemana” (El Sur pide la palabra, prólogo de Alexis Tsipras).

Todas las formaciones, sin excepción, apuestan por reforzar la regulación del sistema financiero, principal responsable de la crisis, y abogan por conseguir que la banca vuelva a prestar a través del BCE o del Banco Europeo de Inversiones.

Más de la mitad del abastecimiento energético de la UE procede del exterior, y esa cifra no hará más que aumentar, en ausencia de cambios, hasta alcanzar el 70% en 2040, según la Agencia Internacional de la Energía. La Unión carece de combustibles fósiles y tiene ante sí un escenario de creciente rivalidad energética, pero ni aun así ha logrado hacer los deberes; ni siquiera se han eliminado elementos de irracionalidad como la falta de interconexión gasística de España.

Solo el desafío de Rusia en Ucrania ha activado las alarmas: Europa quiere ahora reducir su dependencia de Rusia y mejorar las interconexiones. Los partidos son unánimes: con distinto énfasis, apoyan las inversiones en energías limpias y apuestan por diversificar las fuentes. Los Verdes son, de largo, los más activos y los más ambiciosos en la reducción de emisiones, un aspecto en el que los grandes partidos se han relajado ante las dificultades para reactivar la economía.

Naciones Unidas calcula que existen 214 millones de emigrantes en todo el mundo; en las dos últimas décadas, el alza de la inmigración en Europa ha sido del 40%. El continente envejece a toda velocidad y necesita esa marea de inmigrantes, pero los miedos al respecto vienen de lejos: cuando a raíz de las guerras de Yugoslavia empezaron a llegar refugiados de centroeuropa, uno de los partidos alemanes fijó por todo el país carteles con la leyenda La barca está llena. Hoy, el UKIP británico se anuncia en las vallas con un lema inequívoco: “26 millones de personas en Europa están en paro. ¿Qué puestos de trabajo están buscando?”, reza un anuncio en el que un enorme dedo índice señala a quien lee esa frase.

Desde el estallido de la crisis, los euroescépticos han hecho virar el debate hacia la inmigración. La Francia de Sarkozy —y la de Hollande—, el Gobierno conservador británico e incluso la Alemania de Merkel llevan meses quejándose de la presunta masa de inmigrantes europeos que les invade y que abusan de los Estados de bienestar. No hay cifras que avalen esa denuncia. La Comisión trata de salvar a toda costa la libre circulación —uno de los pilares sagrados de la UE—, pero la tendencia en varias capitales apunta a la activación de barreras administrativas para tratar de disuadir así a los inmigrantes. Los programas electorales pasan de puntillas por ahí, pero los fantasmas aparecen en otros ámbitos: varias formaciones proponen endurecer la política de asilo, la víctima propiciatoria ante el ascenso de partidos populistas o abiertamente xenófobos.

Los populares quieren reforzar Frontex (el mecanismo de control de fronteras) y prevenir la inmigración ilegal; los socialdemócratas apuestan por gastar más en la integración de inmigrantes; la izquierda radical, en cambio, aboga por suprimir Frontex y perseguir a quienes emplean a ilegales. La palma se la llevan los Le Pen y compañía: “Lo de Melilla se acaba quitando a los ilegales la sanidad, la escolarización de sus hijos, las ayudas sociales”, dijo Marine Le Pen hace unos días. Su Frente Nacional sacó 6,4 millones de votos en las presidenciales francesas.

Política exterior: Adiós, Cathy, adiós

Los grandes partidos coinciden en la necesidad de reforzar el perfil exterior de la UE tras una legislatura marcada por la discutida labor de la alta representante, Catherine Ashton. De Haití a Siria, la política exterior ha brillado —en general— por su ausencia; su actuación ha sido lenta, reactiva, a menudo errática, plagada de problemas de coordinación. Y ha dado escasos resultados, pese a alguna notabilísima excepción (Irán, por ejemplo). La crisis ucrania es una suerte de despertador: da nuevos bríos a una OTAN moribunda y obliga a la UE a espabilar, aun cuando los cuatro grandes (Alemania, Francia, Italia y España) siguen de perfil a la espera de que el temporal amaine.

“Hemos llamado a la política exterior común, más como aspiración que como realidad. Sigue siendo una política intergubernamental. ¿Cómo evitar espectáculos de nuestra debilidad en situaciones como la implosión de Yugoslavia o la paz en Oriente Próximo?”, se preguntaba el expresidente Felipe González en Mi idea de Europa. Esa cuestión sigue abierta, más allá de las hermosas consignas de un cierto europeísmo a la vez incauto y declarativo. Conservadores y socialdemócratas abogan por una acción unitaria que haga de Europa “un agente global”. Pero Londres y París tienen sus propias agendas, Berlín solo ahora empieza a asomar la cabeza y, entre el resto de los socios, apenas Italia, España, Suecia y Polonia tienen reflejos más bien regionales.

La política exterior de la última etapa ha sido una especie de cascarón vacío con algunos descuidos imperdonables. “Cuando en 2008 la OTAN debatió una futura entrada de Georgia y Ucrania, la reacción de Rusia no se hizo esperar: entró en guerra con Georgia. Lejos de tomar nota, la Unión siguió adelante con las políticas de asociación con del Este, hasta ofrecer a Ucrania un acuerdo; la respuesta de Rusia ha sido otra vez fulminante”, apunta un diplomático, “y cabe pensar en un error de los rusólogos del equipo de Ashton”.

El capítulo de defensa merece la atención de todos los grupos. Socialistas y populares abogan por una mayor integración militar, pero no hablan de integrar fuerzas armadas. En el otro extremo, Izquierda Unitaria defiende la “salida inmediata” de los socios europeos de la OTAN (y su disolución) y pide recortes de gasto militar. Los Verdes se centran en promocionar los derechos humanos y desandar algunos pasos ya dados: la colaboración con la CIA en la lucha contra el terrorismo, por ejemplo.
Euroescepticismo: Fuerte subida de los populismos, que pueden marcar agendas

La desafección hacia la UE se ha multiplicado exponencialmente desde el comienzo de la crisis. Eso vale para España y otros países del Sur, pero también los llamados “acreedores” (Alemania, Holanda, Finlandia): el 60% de los europeos desconfía ya de la UE, según el eurobarómetro. Los euroescépticos y eurófobos (y en algún caso hasta los partidos xenófobos y filonazis) se sientan ya en las bancadas de varios Parlamentos, e incluso han llegado a formar parte de Gobiernos de coalición. En Francia las encuestas dan al Frente Nacional más votos que a los socialistas, solo ligeramente por debajo de los conservadores.

En Reino Unido, el antieuropeo UKIP cosechará también un 20% de los votos y será la segunda fuerza, por encima de los conservadores. Alternativa para Alemania, Aurora Dorada en Grecia, los Verdaderos Finlandeses y partidos del más diverso pelaje en Bélgica, Holanda, Austria y casi todos los países —pero no en España— demuestran que el antieuropeísmo se contagia: si la UE no logra resolver sus problemas económicos se arriesga a añadir una regresión democrática al estancamiento y al paro. Las encuestas dan a los euroescépticos entre el 17% y el 27% de los votos el 25-M: “Su impacto será limitado en el Parlamento por sus dificultades para aliarse, pero tienen talento para marcar las agendas e influirán en la política nacional, como se ha visto en Francia y Reino Unido”, según el análisis de Mujtaba Rahman, de Eurasia Group.

División regional: La fractura Norte-Sur y la siesta del BCE

“Los países acreedores, y Alemania en particular, han impuesto sus intereses y una lectura moral de la crisis: la única solución a los problemas era una devaluación interna, social, de quienes vivieron por encima de sus posibilidades”, critica el economista Charles Wyplosz. En 2008, la Comisión editó un extenso informe para celebrar el décimo aniversario del euro: “La moneda es un éxito, un símbolo de estabilidad e integración”. Seis años después, todo ha cambiado. La fractura Norte-Sur se agrava.

En las cifras: frente a tasas de paro superiores al 25% en Grecia y España, Alemania y Austria presentan el 5%. Y en las ideas: la negativa del Norte a los eurobonos o a la reestructuración de deudas, sin crecimiento ni inflación, condena al Sur a un ajuste doloroso en el que es discutible que, a la responsabilidad que ha mostrado con los recortes, Europa haya respondido con verdadera solidaridad. ¿Qué hace el BCE? “Con la inflación en un nivel preocupante, lleva echándose la siesta desde noviembre”, dice una fuente comunitaria; se resiste a acometer medidas extraordinarias pese a la fragmentación financiera y a que las bajas tasas de inflación en el Norte impiden que los recortes del Sur cosechen los resultados previstos. “Hay que tender puentes entre Norte y Sur”, apunta Juncker sin concretar más. “La UE y el BCE no pueden seguir dando la espalda a esa fractura”, añade el socialista Ramón Jáuregui.

“¿La promesa de una UE más grande y próspera es insostenible?”, se preguntaba el historiador Tony Judt en un libro extraordinario, Una gran ilusión. Frente a sus instintos naturales desde hace décadas, Europa corre últimamente la tentación de encerrarse en sí misma. Desde la última oleada de ampliación —12 nuevos miembros entre 2004 y 2007, básicamente del bloque del Este— se multiplican las quejas acerca de la sobredimensión de la UE, por las dificultades de gobernarse a Veintiocho. Más aún con la peor crisis en varias generaciones, con las dudas acerca de la vigencia del modelo social; con la sospecha, en fin, de que la Unión ya no puede ofrecerse ni a sí misma determinadas seguridades.

La experiencia de la ampliación al Este dejó lecturas muy desiguales: miedo en la derecha por unas razones (inmigración) y en la izquierda por otras (deslocalizaciones industriales y dumping social). Los programas de los partidos reflejan esos temores. Se acabó el hechizo: solo los liberales defienden sin fisuras la expansión como una seña de identidad que debe continuar.

Más recelosos, en las filas populares y socialdemócratas se deja sentir la fatiga de la ampliación: los conservadores descartan nuevos ingresos en el próximo lustro; los socialistas son más ambiguos, pero van en la misma línea. El PP cierra las puertas del club: en su programa deja claro que un potencial ingreso requerirá no solo que el país candidato cumpla los criterios políticos y económicos exigidos, sino que la UE conserve la capacidad para integrarlo. “Si esa capacidad de integrar está en riesgo”, y eso creen los líderes, “no se acometerán nuevas incorporaciones”, resume el manifiesto de los conservadores. Islandia, Macedonia, Montenegro, Serbia y sobre todo Turquía —que prácticamente se descarta a sí misma con los últimos recortes de libertades—, candidatos oficiales, ven congelado así su acceso hasta nueva orden.
Liderazgo en el seno de la unión: Merkel y Draghi, o quién manda en Europa

Corren por ahí maravillosas definiciones de Europa y su Unión. “Una nueva ciudad en la colina” (Jeremy Rifkin), “El único programa a medida de nuestro mundo y de nuestra época” (Pierre Uri), “Patrimonio democrático de la humanidad” (Lula da Silva), “Viaje inacabado” (Yehudi Menuhin). Y menos bucólicas: “Invento en fase de fracaso crítico” (Felipe González), “Gentil monstruo” (Hans Magnus Enzensberger) y, sobre todo, aquel dardo del cineasta Wim Wenders: “La idea de Europa ha quedado reducida a la burocracia, y ahora la gente cree que la burocracia es la idea”.

Si no hay acuerdo en la definición, al menos sí hay consenso sobre quién manda aquí: la canciller Angela Merkel y el jefe del BCE, Mario Draghi. “Por primera vez, Francia es claramente el número dos, y Alemania, el líder indiscutido”, apunta el analista Charles Grant. Merkel ha gobernado con mano de hierro la UE hasta convertirla en lo que Ulrich Beck denomina “una Europa alemana”, con una respuesta a una crisis eminentemente financiera basada en la austeridad fiscal. Y muy discutida hasta por sus intelectuales de cabecera: “Berlín ha sido el catalizador de la erosión de la solidaridad europea” (La crisis de la UE, Jürgen Habermas). Junto a Merkel, Draghi es ya el verdadero soberano europeo: ha convertido a los Gobiernos con problemas “en marionetas en manos del BCE, que actúa en función de una extraña mezcla de dogmatismo ideológico e intereses de los países acreedores”, dice el sociólogo Ignacio Sánchez-Cuenca. Es improbable que el papel de Merkel y Draghi cambie; París atraviesa una delicada situación interna; Londres tiende a la irrelevancia ante su creciente eurofobia. “Nadie le tose a Merkel en las cumbres”, resume un diplomático, “y el BCE no ha hecho más que ganar parcelas de poder durante la crisis”, aunque una Comisión diferente “podría virar al menos unos grados el rumbo del transatlántico”.
Telecomunicaciones: ‘Lobbies’, presiones y retrasos

Los desafíos digitales concitan un alto nivel de acuerdo entre los partidos políticos. Todos los candidatos abogan por unas telecomunicaciones más seguras, más baratas y con menos barreras para el ciudadano. Ese consenso no ha impedido que los proyectos digitales se hayan quedado a medio camino en esta legislatura debido a que los Estados miembros —más vulnerables a la presión de las grandes empresas— han rehusado avanzar en este terreno.

Europa no tiene un auténtico mercado único de telecomunicaciones. Y sus empresas tienen una dimensión muy inferior a las de EE UU. Eso último puede cambiar en función de quién se siente en la silla de presidente de la Comisión: el popular Jean-Claude Juncker ha asegurado que la Unión tiene que “repensar sus reglas de competencia”, que hasta ahora han frenado las fusiones por los potenciales perjuicios para los consumidores: música para los oídos de las grandes del sector.

El Parlamento ha sido muy beligerante en las agendas de ese sector relacionadas con el mercado interior y las libertades civiles. Hay dos grandes tareas pendientes. La más controvertida es la norma de protección de datos, que se hizo imprescindible con el estallido del escándalo de la vigilancia masiva ejercida por EE UU. La presión de Washington y de los gigantes tecnológicos ha retrasado el proceso. Con matices, los partidos abogan por endurecer las transferencias de datos de los ciudadanos a terceros, y piden multas más duras para las compañías que hagan mal uso de la información. Las presiones de los lobbies y los consiguientes retrasos son también la norma en lo relativo al final del roaming (coste por el uso del móvil en el extranjero) y con la reorganización del mercado de telecomunicaciones. Los partidos abogan por desterrar esa práctica en 2015 e impedir que los operadores bloqueen servicios como las llamadas telefónicas de Skype.
Tratado comercial con EE UU: Sí mayoritario al acuerdo, pero con condiciones

Con 26 millones de parados y una atonía económica que se avecina larga, las instituciones comunitarias han publicitado un acuerdo comercial con EE UU como fuente de empleo y riqueza para los dos territorios. Las negociaciones se han visto entorpecidas por dos elementos. El primero es intrínseco al proceso: las dudas sobre la hipotética rebaja de los estándares de calidad en Europa que supondría establecer un libre comercio con los norteamericanos, amén de las resistencias de Francia en el área cultural. El segundo es ajeno, pero ha logrado ralentizar las discusiones durante meses: la desconfianza hacia Washington a raíz del escándalo de las escuchas masivas en la Unión.

Conscientes de que el electorado es sensible a ambos argumentos, los partidos se han puesto en guardia ante un pacto que, de otra manera, no habría provocado mayores resistencias. Con la excepción de los liberales, que abogan abiertamente por firmarlo en la próxima legislatura, el resto de partidos matizan —o rechazan directamente, en el caso de la izquierda radical— el acuerdo. Los conservadores saludan el libre comercio con EE UU “siempre que se salvaguarden los altos estándares europeos y los elementos de la identidad europea”. Los socialdemócratas lo vinculan al cumplimiento de derechos sociales, laborales y medioambientales.

Con argumentos parecidos, Los Verdes van un paso más allá y se oponen al acuerdo “en su forma actual” porque debilita la protección europea. Al contrario de lo que ocurre en otros asuntos, la Comisión deberá tomar muy en consideración los reparos de los partidos. Sin el visto bueno de la Eurocámara no es posible aprobar ningún acuerdo comercial. Más allá de los complejos detalles técnicos, “el pacto requiere de un empujón político; ahora mismo falta voluntad de avanzar”, admitía hace unos meses un alto cargo del Ejecutivo comunitario.

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